2. Las tres Pelirrojas
El día que se convirtió en Pelirroja Uno ya era de por sí difícil para la doctora Karen Jayson.
A primera hora de la mañana había tenido que decirle a una mujer de mediana edad que, según los resultados de las pruebas, padecía cáncer de ovario; al mediodía había recibido una llamada desde Urgencias de un hospital local, diciéndole que una de sus pacientes de hacía más tiempo había resultado gravemente herida en un accidente automovilístico; al mismo tiempo se había visto obligada a hospitalizar a otro paciente con una piedra en el riñón paralizante incapaz de tratar con los analgésicos rutinarios. Luego había tenido que pasarse casi una hora al teléfono con el ejecutivo de una aseguradora para justificar su decisión. Las visitas de la sala de espera se habían ido acumulando, desde los chequeos rutinarios a las inflamaciones de garganta y gripe, cuyos enfermos habían contagiado alegremente a los demás pacientes que esperaban con distintos niveles de frustración e ira.
Y a última hora de la tarde de lo que ya le parecía inexorablemente un mal día, la llamaron a la zona de enfermos terminales del centro geriátrico de Shady Grove, un lugar cercano que no hacía honor a su nombre, para asistir al último aliento de vida de un hombre que apenas conocía. El hombre tenía noventa y pocos años, y le quedaba poco más que el pecho hundido y una expresión demacrada, pero incluso en ese estado apenas consciente se había aferrado a la vida con la tenacidad de un pitbull. Karen había visto morir a muchas personas a lo largo de su carrera profesional; como internista con la subespecialidad de geriatría, resultaba inevitable. Pero incluso con una familiaridad obtenida tras muchos años de experiencia, nunca lograba acostumbrarse a ello, y el hecho de estar sentada junto a la cama del hombre sin hacer otra cosa que ajustarle el gotero de Demerol, le enturbiaba las emociones y zarandeaba sus sentimientos como un árbol a merced de un fuerte viento invernal. Deseó que las enfermeras del centro no la hubieran llamado y se hubieran ocupado de la muerte por sí solas.
Pero la habían llamado y ella había respondido, así que ahí estaba. La habitación parecía fría y desolada aunque los radiadores antiguos funcionaban a pleno rendimiento. Estaba en penumbra, como si la muerte pudiera entrar con más facilidad en una habitación con luz tenue. Lo único que rodeaba al anciano eran unas cuantas máquinas, una ventana con contraventanas, una vieja lámpara auxiliar metálica, unas sábanas blancas sucias y enmarañadas y un leve olor a excrementos. No había ni un triste cuadro colorido en alguna de las paredes blancas para alegrar el ambiente de la habitación desolada. No era un buen lugar para morir.
«Malditos poetas, morir no tiene nada remotamente romántico y menos en un centro geriátrico que ha visto épocas mejores», pensó ella.
—Ha muerto —dijo la enfermera auxiliar.
Karen había oído los mismos sonidos en los segundos finales: una lenta exhalación, como la última parte de aire que sale de un globo gastado y agujereado, seguido de la alarma aguda del monitor cardiaco que resulta familiar para cualquiera que haya visto una serie de médicos en la tele. Apagó la máquina después de observar la línea recta de color verde lima durante unos instantes, mientras pensaba que la rutina de la muerte carecía de la tensión cinematográfica que la gente imaginaba que tenía. A menudo no era más que desvanecerse, como las baterías de luces de un gran auditorio que se van apagando después de la marcha del público, hasta que solo queda oscuridad. Exhaló un suspiro y se dijo que incluso esa imagen era demasiado poética y se dejó vencer por la fuerza de la costumbre. Le presionó los dedos en la garganta al hombre para ver si le encontraba el pulso en la arteria carótida. Su piel parecía fina como el papel en contacto con su mano y se le ocurrió pensar que incluso el roce más leve y suave le dejaría cicatrices reveladoras en el cuello.
—Hora de la muerte: las cuatro, cuarenta y cuatro —dijo.
Había algo que resultaba satisfactorio desde un punto de vista matemático en aquella serie de números, como cuadrados colocados unos dentro de los otros que encajaban a la perfección. Examinó el impreso de últimas voluntades y miró a la enfermera, que había empezado a desconectar los cables del pecho del hombre.
—Cuando acabes con el papeleo del señor… —volvió a mirar el impreso—… Wilson, ¿me lo traerás para que lo firme?
Karen se sintió un poco avergonzada por no recordar el apellido del anciano. La muerte no debería ser tan anónima, pensó. El anciano presentaba un aspecto apacible, tal como era de esperar. La muerte y los clichés, pensó, van de la mano. Durante unos instantes se planteó quién era realmente el señor Wilson. Muchas esperanzas, sueños, recuerdos, experiencias que desaparecieron a las cuatro cuarenta y cuatro. ¿Qué había visto de la vida? ¿De la familia? ¿De la escuela? ¿De la guerra? ¿Del amor? ¿De la tristeza? ¿De la alegría? En la habitación no había nada que, en esos últimos momentos, proporcionara información sobre su identidad. Durante unos instantes Karen se sintió llena de ira contra la muerte por llegar junto con el anonimato. La enfermera del geriátrico debió de percatarse porque rápidamente interrumpió el silencio subrepticio.
—Qué pena —dijo—. El señor Wilson era un viejecito encantador. ¿Sabes que le gustaba la música de gaitas? Aunque no era de origen escocés. Creo que era del Medio Oeste, o algo así. De Iowa o Idaho. Imagínate.
Karen imaginó que debía de haber una historia detrás de ese amor, pero que se había perdido.
—¿Algún pariente al que haya que llamar? —preguntó.
La enfermera negó con la cabeza pero respondió.
—Tendré que comprobar de nuevo el formulario de ingreso. Sé que no llamamos a nadie cuando entró en la unidad de enfermos terminales.
La enfermera ya había pasado de una rutina —ayudar a una persona mayor de noventa años a pasar de esta vida a la próxima— a la responsabilidad posterior, que era encargarse de la burocracia relacionada con la muerte.
—Creo que saldré un momento, mientras preparas los documentos.
La enfermera asintió ligeramente. Estaba familiarizada con los hábitos de la doctora Jayson tras una muerte: fumar un cigarrillo a hurtadillas en el extremo más alejado del parking del centro geriátrico, donde creía que nadie la veía, lo cual no era precisamente el caso. Tras aquella pausa solitaria, la doctora entraría de nuevo en el despacho principal, donde tenía un escritorio que empleaba únicamente para cumplimentar impresos de Medicare y Medicaid y firmar la inevitable conclusión de quienes vivían en el centro: el certificado de defunción. El centro se encontraba a varias manzanas del edificio cuadrado de ladrillo a la vista en el que Karen tenía la pequeña consulta de medicina interna, junto con una docena de doctores de todas las especialidades, desde psiquiatría a cardiología. La enfermera sabía que Karen fumaría medio cigarrillo exactamente antes de entrar a rellenar el papeleo del señor Wilson. En el paquete de Marlboro que Karen creía haber escondido en el cajón superior del escritorio, y del que todo el personal de la unidad de enfermos terminales estaba al corriente, la doctora había marcado con cuidado cada cigarrillo por la mitad con un boli rojo. La enfermera también sabía que independientemente del tiempo que hiciera, Karen no se molestaría en ponerse un abrigo, aunque estuviera diluviando o hubiera una temperatura gélida en la zona occidental de Massachusetts. La enfermera imaginaba que aquella concesión a los caprichos del tiempo era la penitencia que hacía la doctora por seguir siendo adicta a un hábito asqueroso que sabía a ciencia cierta que la mataría pronto y que prácticamente todos los implicados en el negocio de la sanidad al que la doctora pertenecía despreciaban por completo.
Era de noche y muy tarde para cenar cuando Karen entró en el camino de gravilla de entrada a su casa y se paró en el viejo y desvencijado buzón situado junto a la carretera. Vivía en una zona rural, donde las casas medianamente caras estaban apartadas de la calzada y muchas disfrutaban de vistas a las colinas lejanas. En otoño la vista era espectacular por el cambio de las hojas, pero esa época había pasado y ahora el paisaje estaba dominado por el invierno frío, enfangado y yermo.
En el interior de su casa, las luces estaban encendidas pero no era porque hubiera alguien esperándola; tenía un temporizador instalado porque vivía sola y no le gustaba encontrarse con la casa a oscuras al regresar de noches tan tristes como aquella. No era lo mismo que ser recibida por la familia pero hacía que el regreso fuera un poquito más agradable. Tenía un par de gatos, Martin y Lewis, que la estarían esperando con entusiasmo felino, lo cual, por triste que fuera reconocerlo, no era gran cosa. Tenía sentimientos encontrados acerca de las mascotas. Habría preferido un perro, algún golden retriever saltarín que meneara la cola y compensara la falta de cerebro con un entusiasmo descarado, pero como trabajaba tantas horas fuera de casa, no le había parecido justo tener un perro, sobre todo de una raza que sufría sin compañía humana. Los gatos, incluso a pesar de su autodeterminación arrogante y actitud altanera hacia la vida, estaban mejor preparados para el aislamiento fruto de la rutina diaria de Karen.
El hecho de vivir sola, lejos de las luces y el bullicio de la ciudad, era algo que le había acabado sobreviniendo con los años. Había estado casada una vez. No había funcionado. Había tenido un amante una vez. No había funcionado. Había entablado una relación con otra mujer una vez. No había funcionado. Había dejado los rollos de una noche y los sitios de citas por Internet que prometían compatibilidad total después de rellenar un cuestionario y sugerir que el amor estaba a la vuelta de la esquina. Nada de todo aquello había funcionado. Tampoco.
Lo que tenía era un trabajo y un hobby que ocultaba a otros médicos que consideraba compañeros de trabajo: era una humorista entregada pero totalmente aficionada. Una vez al mes iba en coche a cualquiera de la docena de clubes de la comedia que había por el estado que celebraban noches de «micro abierto» y probaba distintos números. Lo que le encantaba de la comedia era que era imprevisible. Era imposible calcular si un público determinado se partiría de la risa, se carcajearía o se quedaría sentado con cara de póquer y los labios fruncidos antes de que empezaran a sonar los abucheos inevitables, y entonces se vería obligada a retirarse rápidamente de los focos implacables. A Karen le encantaba hacer reír a la gente e incluso valoraba en cierto modo el bochorno que suponía que la echaran del escenario a silbidos. Ambas situaciones le recordaban las flaquezas y excentricidades de la vida.
Tenía un pequeño portátil Apple con unas pocas aplicaciones en las que escribir los números de comedia y probar chistes nuevos. El ordenador que utilizaba normalmente estaba repleto de historiales de pacientes, datos médicos y la vida electrónica típica de una profesional ajetreada. El pequeño lo guardaba bajo llave del mismo modo que ocultaba su hobby a los compañeros de trabajo, a sus pocos amigos y parientes lejanos. La comedia, al igual que fumar, era una adicción que era mejor guardarse para sí.
La puertecilla del buzón estaba ligeramente entreabierta, una costumbre del cartero que acababa provocando que su correspondencia quedara empapada por los elementos. Salió del coche y se acercó rápidamente al buzón, cogió todo lo que había sin mirar nada. Había empezado a caer una lluvia helada y unas cuantas gotas le habían caído en el cuello y se había estremecido. Acto seguido volvió a acomodarse ante el volante y subió por el camino de entrada haciendo que los neumáticos despidieran gravilla y un poco de hielo que se había formado.
Se dio cuenta de que no podía quitarse de la cabeza al hombre que había muerto ese día. No era raro en ella cuando certificaba una defunción. Era como si se creara una especie de vacío en su interior, y sentía la necesidad de llenarlo con «retazos» de información. «Gaitas, Iowa.» No tenía ni idea de cómo se establecía esa relación. De todos modos, había muerto rodeado de desconocidos, por muy amables o sensibles que fueran las enfermeras de la unidad de enfermos terminales. Empezó a especular e intentó inventar una historia en su interior que sirviera para satisfacer su curiosidad. «Oyó la gaita por primera vez en su infancia, cuando llegó un vecino nuevo de Glasgow o Edimburgo a la casa desvencijada de al lado, y el vecino solía beber un poco demasiado y eso lo volvía melancólico y añoraba su patria. Cuando la soledad le embargaba, el vecino bajaba el instrumento del estante de un armario y se ponía a tocar la gaita al caer la tarde, justo cuando el sol se ponía por el horizonte llano de Iowa. Todo se debía a que el vecino añoraba las verdes colinas onduladas de su hogar. El señor Wilson —solo que entonces todavía no era el señor Wilson— solía estar en su habitación y la música inusual e intensa se filtraba por la ventana abierta. Scotland the Brave o Blue Bonnet. De ahí provenía su fascinación.» A Karen le pareció que aquella historia era tan posible como cualquier otra.
Entonces se preguntó: «¿Puedo hacer un número con esto?» La mente le empezó a funcionar: «Resulta que vi cómo moría un hombre al que le encantaban las gaitas…» y ¿podía hacer que pareciera que las notas extrañas de ese instrumento lo habían matado y no la inevitabilidad de la vejez?
El coche se paró con un crujido delante de la puerta principal. Cogió el maletín, el abrigo y la pila de correspondencia y, con los brazos llenos, recorrió la oscuridad tenebrosa y la frialdad húmeda que la separaba de su casa.
Los dos gatos se movieron para recibirla cuando entró por la puerta, pero pareció más fruto de una curiosidad ocasional combinada con las expectativas de cenar lo que les sacó del sueño. Se dirigió a la cocina con la intención de servirles otro bol de pienso, prepararse una copa de vino blanco y plantearse qué restos de la nevera no se asemejaban lo suficiente a un botín homicida para recalentárselos para cenar. La comida no le interesaba demasiado, lo cual la ayudaba a mantenerse fibrosa a pesar de haber entrado en la cincuentena. Dejó caer el abrigo en una banqueta y colocó el maletín al lado. Entonces fue directa al cubo de la basura para mirar la correspondencia. La carta sin ninguna otra característica aparte del matasellos de la ciudad de Nueva York estaba entre la factura de teléfono de Verizon, otra de la compañía eléctrica, dos cartas promocionales de tarjetas de crédito que ni necesitaba ni quería y varias cartas de petición del Comité Nacional Demócrata, Médicos sin Fronteras y Greenpeace.
Karen dejó las facturas en la encimera, tiró todas las demás al cubo de reciclaje de papel y abrió la carta anónima.
El mensaje hizo que le temblaran las manos y lanzó un grito ahogado.
Lo que leyó no la dejó exactamente conmocionada.
Pero sabía que debería estarlo.
Cuando se convirtió en Pelirroja Dos, Sarah Locksley estaba desnuda.
Primero se había quitado los pantalones, luego el suéter y los había dejado en el suelo. Estaba un tanto achispada y ligeramente colocada por la combinación de tarde habitual de vodka y barbitúricos cuando el cartero deslizó la correspondencia por la ranura de su puerta delantera. Oyó el sonido de los sobres al caer en el suelo de madera noble del vestíbulo. Sabía que la mayoría estarían marcados con «Pago vencido» o «Último aviso». Se trataba de la avalancha diaria de facturas y pagarés a los que no tenía la menor intención de prestar atención. Se levantó y vio su reflejo en la pantalla del televisor y pensó que no tenía sentido quedarse a medias, así que se quitó el sujetador y las bragas y lo lanzó todo a un sofá cercano con un ademán florituresco. Hizo unas piruetas a derecha e izquierda delante de la pantalla mientras pensaba en lo poco que quedaba de ella. Se sentía esquelética, demacrada, reducida a la mitad de su ser y no debido a los ejercicios aeróbicos que practicara en el gimnasio ni a la preparación para correr la maratón. Sabía que había sido una mujer sexy, pero que ahora su esbeltez no era más que fruto de la desesperación.
Sarah cogió el mando a distancia de la tele y encendió el aparato. La imagen de ella que se reflejaba en la pantalla quedó sustituida de inmediato por los personajes familiares que protagonizaban el culebrón de la tarde. Encontró el botón de «silencio» en el mando y apagó el diálogo descuidado y recargado. Tenía esa costumbre. Sarah prefería inventarse su propia historia para acompañar a las imágenes de cada programa. Sustituía lo que se les había ocurrido a los guionistas de la serie con lo que creía que deberían estar diciendo. Así las historias eran mucho más interesantes para Sarah y se implicaba más en la serie. No albergaba esperanzas de poder hacerlo durante mucho más tiempo, era muy probable que la tienda Big Box donde había comprado el televisor a crédito viniera a reclamárselo cualquier día de estos. Lo mismo podía decirse de los muebles, el coche y probablemente su casa.
Tenía la impresión de que su voz resonaba a su alrededor, arrastraba las palabras ligeramente, como si fueran fotografías desenfocadas.
—Oh, Denise, cuánto te quiero…
—Sí, doctor Smith, yo también te quiero. Tómame en tus brazos y hazme desaparecer de aquí…
En la pantalla del televisor un hombre moreno y fornido que se parecía mucho más a un modelo que a un cirujano cardiaco abrazaba a una mujer rubia, con un cuerpo escultural que parecía haber sufrido una uña rota o un ligero resfriado como únicas dolencias y que la única vez que había tenido que ir al médico había sido cuando le pusieron los implantes en el pecho. Las bocas se les movían al pronunciar las palabras pero Sarah continuó suministrando el diálogo.
—Sí, querida, lo haré… pero he recibido los resultados del laboratorio y, no sé cómo decirlo, pero no te queda mucho tiempo…
—Nuestro amor es más fuerte que cualquier enfermedad…
«¡Ja! —pensó Sarah para sus adentros—. Seguro que no.» Acto seguido se dijo: «Me parece que voy a dejar de escribir para la encantadora Denise y el apuesto doctor Smith.»
Se rio con fuerza, casi una carcajada de autosatisfacción. Estaba convencida de que su diálogo era mucho más manido y, por consiguiente, mucho mejor que lo que decían en realidad.
Sarah se acercó a la ventana delantera mientras los créditos de la serie aparecían en pantalla. Permaneció quieta durante unos instantes, con los brazos levantados por encima de la cabeza, totalmente desnuda, medio deseando que la viera uno de sus vecinos entrometidos, o el autobús escolar amarillo de secundaria pasara repleto de estudiantes para así poder hacer todo un numerito delante de los adolescentes. Algunos chicos del autobús la recordarían de sus días de maestra. Quinto curso. La señora Locksley.
Cerró los ojos. «Miradme —pensó—. Venga, maldita sea, ¡miradme!»
Notaba cómo las lágrimas empezaban a acumulársele de forma incontrolable en el rabillo de los ojos y se le deslizaban cálidas por las mejillas. Era habitual en ella.
Sarah había sido una maestra querida hasta el momento de su dimisión. Si alguno de sus ex alumnos la viera en esos instantes enmarcada en la ventana del salón completamente desnuda, probablemente les gustara todavía más.
Había dejado el trabajo hacía poco menos de un año, uno de los últimos días del semestre antes del comienzo de las vacaciones de verano. Lo dejó un lunes, dos días después de la cálida y luminosa mañana en la que su marido había llevado a su hija de tres años a hacer un recado de lo más inocente el sábado por la mañana —al colmado a comprar leche y cereales— y nunca habían regresado.
Sarah se apartó de la ventana y recorrió el salón con la mirada hasta la puerta de entrada, donde la correspondencia se apilaba en el suelo. «Nunca abras la puerta —se dijo—. Nunca respondas cuando llamen al timbre o a la puerta. No descuelgues el teléfono si llama algún desconocido. Quédate donde estás porque podría ser un joven agente de la policía estatal con su típico sombrero en las manos, con aspecto abochornado y tartamudeando cuando te da la noticia: “Ha habido un accidente y me duele en el alma tener que decirle esto, señora Locksley…”»
A veces se preguntaba por qué su vida se había ido al garete en un día tan hermoso. Tenía que haber sido un día invernal de lluvia, aguanieve, desapacible y sombrío como aquel. Sin embargo, había sido un día luminoso, cálido con un interminable cielo azul, por lo que cuando se desplomó en el suelo aquella mañana había escudriñado los cielos con la mirada, intentando encontrar alguna forma en la que fijarse, como si pudieran atarla a una nube pasajera, porque estaba desesperada por aferrarse a algo.
Sarah se encogió ante la injusticia de la situación.
Miró por la ventana. No pasaba nadie. Ese día no habría espectáculo de desnudo. Se pasó las manos por la melena pelirroja preguntándose cuándo se había duchado o peinado el pelo enmarañado por última vez. Por lo menos hacía un par de días. Se encogió de hombros. «Fui guapa en otro tiempo. Fui feliz en otro tiempo. Tuve la vida que quería en otro tiempo.»
Ya no.
Se giró y miró la pila de sobres que había junto a la puerta. «La realidad se inmiscuye», se dijo. Deseó estar más borracha o más colocada, pero se sentía completamente sobria.
Así pues, se acercó a la pila de cartas en las que le exigían pagos. «Lleváoslo todo —dijo—. No quiero quedarme con nada.»
La carta indefinida con el matasellos de Nueva York estaba encima. No sabía por qué le había llamado la atención.
Sarah se agachó y la recogió de la pila. Al comienzo, imaginó que se trataba de alguna fórmula realmente ingeniosa que un acreedor se había inventado para conseguir que respondiera. Poner «Segundo aviso» en letras grandes y rojas en el exterior estaba realmente diseñado para que no hiciera ni caso de lo que se le exigía. Pero no poner nada de nada, bueno, pensó, qué listos. Le picó la curiosidad. «Psicología inversa.»
«Vale —se dijo, mientras rasgaba el sobre con despreocupación—. Apuntaos un tanto. Habéis ganado este asalto. Leeré vuestra carta amenazadora exigiéndome el pago de algo que ni quiero ni necesito.»
Empezó a leer. Con cada frase iba dándose cuenta de que independientemente de lo que había bebido y de las pastillas que había tomado aquella mañana, quizá no bastara.
Para cuando hubo terminado de leer el mensaje, se sintió realmente desnuda por primera vez.
Jordan Ellis se convirtió en Pelirroja Tres justo después de la última clase de la mañana y se sentía muy desgraciada. No era consciente del nuevo papel que tenía porque estaba preocupada por su último fracaso en un año plagado de ellos: Historia de América. Contemplaba el trabajo más reciente de la asignatura, estampado con una nota críptica del profesor que decía «Ven a verme» y una nota humillante: Suficiente Alto. Arrugó los folios impresos en el puño, suspiró profundamente y los volvió a alisar. La nota tenía poco que ver con su capacidad, de eso no le cabía la menor duda. Las palabras, el lenguaje, las ideas, los detalles, todo le salía de forma natural. Había sido una alumna de sobresalientes en el pasado reciente, pero ya no estaba segura de poder volver a serlo.
Jordan sintió un arrebato de ira. Sabía que estaba todo ligado y los nudos bien prietos. Había suspendido Francés, había aprobado Historia por los pelos, a punto de suspender Matemáticas y Ciencias y tirando en Literatura Inglesa, y las solicitudes de ingreso a la universidad colgaban como una espada sobre su cabeza. Ninguno de estos desastres académicos acumulados era culpa suya. Antes todo le había parecido fácil. Ahora le resultaba imposible. Ya no lograba concentrarse, ni centrarse. Ya no conseguía hacer el trabajo que tan agradable le había parecido en el pasado y que le había resultado tan fácil. Hacía una semana la psicóloga de la escuela se le había sentado delante y le había dicho con mucha labia que estaba «interpretando» y «comportándose de forma autodestructiva con el objetivo de llamar la atención» y envolvió todos los suspensos en la ecuación emocional más sencilla: «Recibiste un golpe, Jordan, cuando tus padres anunciaron su divorcio. Tienes que superarlo.»
No había sido ni de lejos tan sencillo.
Odiaba la psicología de tres al cuarto. La terapeuta de la escuela había hecho que sonara como si la vida fuera poco más que colgar de una cuerda, balanceándose a un lado y a otro por encima de un abismo y que Jordan se había permitido aflojar.
Cuando contemplaba el paisaje de su último año de instituto, no veía más que rocas y grietas esparcidas por encima de tierra y barro. Los chicos con los que había tenido felices escarceos amorosos ahora se reían de ella. Las chicas que había considerado sus amigas se pasaban ahora el día criticándola a sus espaldas. Los profesores que en otros tiempos la alabaran por su diligencia, intuición y alta calidad de su trabajo la trataban ahora como si de repente se hubiera vuelto imbécil. Su vida se había convertido en algo tan entrelazado, tan engranado que no sabía por dónde tirar. «El típico día de Jordan —imaginó—. Una mala nota en un examen por la mañana; tantas pérdidas de balón durante el entrenamiento de básquet por la tarde que el entrenador te grita y te elimina de la alineación inicial; cenar sola en el comedor porque nadie se quiere sentar contigo.» Estaba convencida de que si se le acababa la pasta de dientes a la hora de acostarse nadie le dejaría ni siquiera un poquito y a la hora de dormir, no podría y no pararía de dar vueltas, apenas capaz de respirar porque el peso de todos sus problemas le presionaba el pecho como si fuera un ataque de asma. Deseaba poder esconderse en algún sitio, pero hasta eso era imposible. Su maldito pelo rojo —lo odiaba— hacía que destacara en todas partes, cuando lo único que quería era pasar lo más desapercibida posible. Incluso se lo recogía bajo un gorro de esquí de lana, aunque no servía de mucho.
Iba caminando por un sendero situado entre el estudio de arte y los laboratorios de ciencias con la cabeza gacha, la parka con el cuello subido y la mochila llena de libros que le pesaban en los hombros. La lluvia fría goteaba desde la hiedra que cubría los edificios de la residencia estudiantil de la escuela privada elitista en la que estudiaba. «Por lo menos —pensó— el tiempo se corresponde con mi estado de ánimo.» Normalmente en los senderos se hacía vida social. Los estudiantes se saludaban y se paraban a cotillear, hablar de deportes o compartir rumores sobre los profesores y otros alumnos. Jordan siguió adelante, alegrándose en cierto modo al ver que el tiempo inclemente hacía que todo el mundo fuera por los senderos negros de macadán que entrecruzaban el campus a la misma velocidad. Era temprano por la tarde, aunque el cielo gris oscuro diera la impresión de que estaba a punto de anochecer. Básicamente se había saltado el almuerzo porque había entrado un momento en la cafetería, cogido una naranja y un pedazo de pan junto con un tetra brik pequeño de leche y se lo había metido en el bolsillo de la parka. Se lo comería en la soledad de su habitación.
Como estudiante de último curso que era, había conseguido una habitación individual, no compartida, en una de las casas reformadas más pequeñas que bordeaban el campus. Desde el exterior parecía una casa blanca de tablones de madera típica de Nueva Inglaterra, construida hacía un siglo, con un amplio porche delantero y una majestuosa escalinata central de caoba. En otro tiempo había sido la residencia de los capellanes de la escuela y el interior despedía un olor fantasmagórico a devoción religiosa. Ahora albergaba a seis chicas de clase alta, a la entrenadora del equipo femenino de lacrosse y profesora de Español, una tal señorita García, que se suponía que debía ser la responsable y confidente de la residencia pero que pasaba buena parte de su tiempo libre con el ayudante del entrenador de fútbol americano, joven, casado y con dos hijos pequeños. Sus sonidos de pasión desbocados —y muy deportivos como decían las chicas— traspasaban las paredes de todas las habitaciones. Estos sonidos alborozados daban a las chicas algo de que reírse y envidiar en secreto.
Jordan pensó en los gritos, gemidos y suspiros de aquella aventura extramatrimonial procedente de la habitación de la señorita García y esbozó una sonrisa. «Soltarse el pelo de ese modo debe de ser maravilloso», pensó. No creía que se pareciera en nada a sus experimentos torpes y cohibidos con los chicos.
Negó con la cabeza y lentamente volvió a notar todos sus problemas sobre los hombros y en el corazón, como si la pesada mochila que le tiraba de la nuca contuviera algo más que libros. Por primera vez desde que había recibido el azote de la noticia de sus padres se preguntó realmente si valía la pena continuar. Sabía que nada era culpa suya totalmente y no obstante tenía la impresión de que todo era por su culpa.
Confundida acerca de todo en la vida, Jordan entró en el vestíbulo de su residencia. Zarandeó la cabeza para quitarse la humedad y se sacudió la parka. Se quitó el gorro de esquí y se dejó el pelo suelto porque no había nadie. Todo el mundo estaba almorzando y faltaba poco para que las actividades deportivas de la tarde se apoderaran de la rutina de la escuela privada. El silencio la tranquilizó y se acercó con suavidad a la mesa en la que estaba clasificada la correspondencia en seis bandejas distintas. En la suya había tres cartas.
Las dos primeras tenían una escritura conocida: la letra apretada y poco inteligible de su padre, y la de su madre, más florida y expansiva. El hecho de que las dos cartas le llegaran a la vez tenía todo el sentido del mundo para Jordan. Había una nueva disputa excesivamente dramática entre ellos y un nuevo caballo de batalla declarado entre los dos. Se peleaban sin parar y permitían que sus abogados tomaran posturas y amenazaran como los fanfarrones que probablemente eran. Tanto su padre como su madre consideraban que Jordan era el campo de batalla emocional máximo, y ambos luchaban como Bonaparte y Wellington en el terreno del Waterloo de Jordan. Sabía qué contenía cada carta: una explicación de su última postura no negociable y por qué Jordan debía mostrarse a favor de su interpretación de los hechos. «¿No preferirías vivir conmigo, cielo, y no con tu padre?» O «Ya sabes que tu madre es incapaz de pensar en otra persona que no sea ella, ¿verdad, cariño?».
Lo de que sus padres se comunicaran con ella a través del formalismo del servicio de Correos de Estados Unidos era algo reciente. Ambos se habían percatado de que no le hacía ni caso al correo electrónico y que cuando ellos la llamaban al móvil saltaba directamente el contestador. Pero la presencia táctil de la palabra escrita en el papel de cartas rosado y caro de su madre o el papel de cartas grueso típico del mundo empresarial de su padre parecía más difícil de evitar. Pero «estoy aprendiendo», pensó.
Se introdujo las dos cartas en la mochila. No hacer ni caso a la disputa falsamente urgente de sus padres que precisaba de su atención inmediata le produjo cierta satisfacción.
La tercera carta la sorprendió. Aparte de su nombre y del matasellos de Nueva York, no sabía de qué iba. En un primer momento pensó que podía ser de uno de los muchos abogados que llevaban el divorcio, pero entonces cayó en la cuenta de que no era el caso porque esos tipos tenían sobres muy elegantes y estampados con su nombre y dirección para que no cupiera la menor duda de la importancia de la carta que contenía. Aquel parecía más fino y mientras se dirigía a su habitación, empujaba la puerta y entraba, lo giró dos o tres veces para inspeccionarlo. Era reacia a abrir la correspondencia. Nunca le traía buenas noticias.
Dejó caer el abrigo al suelo y soltó la mochila en la cama. Sacó la naranja del almuerzo y empezó a pelarla, pero la dejó a medias y, encogiéndose de hombros, rasgó la carta para abrirla.
Leyó el mensaje lentamente y luego lo volvió a leer.
Cuando terminó, Jordan alzó la mirada como si alguien hubiera entrado en la habitación detrás de ella. Le temblaba el labio.
«Esto debe de ser una broma —pensó—. Alguien me está tomando el pelo. No puede ser verdad.»
Era la única explicación que tenía sentido aparte de que notaba una oscuridad acechante en lo más profundo de su ser que le decía que lo importante para quienquiera que hubiera escrito la carta no era tener sentido.
Aquella mañana temprano le había parecido que era imposible sentirse más sola y, de repente, justo en ese momento, así era como se sentía.