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El Lobo Feroz lamentó no presenciar en persona las reacciones de cada una de las Pelirrojas cuando tuvieron el mensaje delante. Se vio obligado a recurrir a la fantasía: reconstruyendo imágenes mentales deliciosas de cada una de ellas y anticipando los argumentos emocionales en los que cada una se sumergiría como loca.

Pelirroja Uno estará furiosa.

Pelirroja Dos estará confundida.

Pelirroja Tres estará asustada.

Se tomó unos momentos para observar las fotos ligeramente borrosas de cada mujer, tomadas con una cámara con un objetivo de largo alcance. En la pared que quedaba encima del ordenador había clavado por lo menos una docena de fotos de cada Pelirroja, junto con fichas llenas de información sobre cada mujer. Quedaban representados meses de observación, distante pero intensamente personal. Varios retazos de su historia, pequeños detalles de su vida —todos bajo el prisma del análisis cauto— se convirtieron en palabras de una ficha o fotos brillantes a todo color. A Pelirroja Uno la había pillado fumando. «Una mala costumbre peligrosa», pensó. Pelirroja Tres estaba sentada sola bajo un árbol del campus. «Siempre sola», se recordó. Pelirroja Dos aparecía saliendo de una licorería, bien cargada. «Qué débil eres», susurró. Había colocado esa fotografía encima de un recorte de periódico que amarilleaba por el tiempo. El titular decía: «Bombero y su hija de tres años muertos en accidente de coche.»

No difería demasiado de las muestras que recogían los cuerpos de policía, para que los agentes tuvieran una representación visual del progreso de un caso. Era la típica imagen de cinematógrafo de cientos de películas, con una justificación, porque era muy habitual. Sin embargo, había una diferencia muy grande: la policía clavaba fotos de escenas de personas asesinadas porque necesitaban respuestas a sus preguntas. Su muestra era de los vivos y la mayoría de las preguntas ya tenían respuesta: destinadas a morir.

Sabía que cada una de las Pelirrojas respondería de forma distinta a la carta, porque sabía que el miedo afectaba a cada persona de diferente manera. Había dedicado un tiempo considerable a examinar diversas obras literarias y científicas que analizaban el comportamiento humano en caso de sumirse en la confusión que provocan las amenazas directas. Si bien había tendencias comunes asociadas con el temor —basta con ver la aleta de un tiburón para que el corazón se salte un latido—, el Lobo Feroz creía de forma instintiva que los miedos reales se procesaban de otro modo. Cuando un vuelo comercial se encuentra con turbulencias y parece tambalearse en el aire, el pasajero del asiento 10A grita y se agarra a los reposabrazos con tanta fuerza que los nudillos se le quedan blancos, mientras que el del asiento 10B se encoge de hombros y sigue leyendo. Aquello le fascinaba. Le gustaba pensar que en su carrera tanto de novelista como de asesino, había analizado aquellos temas con profundidad. Y no era de los que subestimaba la correlación entre el temor y la creatividad.

Esperaba que sucediesen varias cosas en concreto después de que leyeran la carta. También intentó anticipar varias de las emociones que albergaban. «Se tambalearán y caerán —pensó—. Se estremecerán y temblarán.» Hacía poco había visto un programa de televisión en el Canal de Historia en el que entrevistaban a varios francotiradores militares famosos y, mediante unas técnicas muy avanzadas de reconstrucción fotográfica, mostraban algunos de los asesinatos más sorprendentes que habían perpetrado, en Corea, Vietnam y en la guerra de Irak. Pero lo que le había dejado anonadado no era solo la extraordinaria pericia de los tiradores, que robaban vidas y llamaban a sus víctimas «blancos» como si no tuvieran más personalidad que una diana, sino el desapego emocional que mostraban. Lo que se denomina «sangre fría». Ni el menor atisbo de pesadilla subsiguiente. No sabía si se lo creía porque, en su experiencia asesina, no solo era importante robar una vida sino las repercusiones mentales posteriores. Revivir los momentos era la principal fuente de satisfacción. Le encantaban las pesadillas y supuso que a los asesinos militares también. Lo que pasa es que tampoco iban a decir eso en público delante de la cámara para un documental.

Eso también lo convertía en alguien especial. Lo estaba documentando todo.

Aquello era lo que le parecía delicioso: actos y pensamientos, el guiso de la muerte. Tecleó con furia mientras las palabras se agolpaban en su mente.

Una de ellas, por lo menos una, pero no todas, llamará a la policía. Es lo que cabe esperar. Pero la policía estará tan confundida como ellas. Evitar que pase algo no es precisamente para lo que está preparada la policía. Quizá la policía sea capaz de encontrar al autor de un asesinato, después de que se produzca, pero es relativamente incompetente para evitar que ocurra. El Servicio Secreto protege al Presidente y dedica miles de horas-hombre, de recursos informáticos, análisis psicológicos y estudios académicos para mantener seguro a un solo hombre. Y aun así fracasan. Con regularidad.

Nadie protege a las Pelirrojas.

Una —quizá las tres en un momento dado— intentarán esconderse de mí. Pensad en el juego infantil del escondite. La persona que busca siempre va con ventaja: conoce a su presa. Sabe lo que la hace ocultarse. Y probablemente también conozca los lugares en los que intentará esconderse.

Una, estoy seguro de que al menos una, se negará a creer la verdad: que van a morir en mis manos. El temor hace pasar a la clandestinidad a algunas personas. Pero a veces el miedo hace que las personas ignoren el peligro. Es mucho más fácil creer que a uno no le va a pasar nada que pensar que cada vez que respiras puede ser la última de tu vida.

Una, o quizá las tres, pensará que necesita pedir ayuda, aunque no tenga ni idea del tipo de ayuda que necesita. Así pues, la incertidumbre las asfixiará. E incluso cuando pidan consejo a otra persona, bien, es probable que esa persona reste importancia a la amenaza, no que la ponga de relieve. Eso se debe a que nunca queremos creer en el carácter caprichoso de la vida. No queremos creer que nos persiguen cuando, en realidad, es lo que nos pasa todos los días. Y, por tanto, consulten con quien consulten, querrán tranquilizar a mi Pelirroja diciéndole que todo irá bien, cuando lo cierto es que será todo lo contrario.

¿A qué desafío me enfrento?

Mis Pelirrojas intentarán protegerse de distintas maneras. Mi misión, obviamente, es asegurarme de que no lo consiguen. Para ello, tengo que acercarme a todas ellas, para anticipar todo paso patético que intenten dar. Pero, al mismo tiempo, tengo que mantener el anonimato. Cerca pero oculto, esa es la táctica.

Hizo una pausa. Se acercaba la hora de cenar. Los dedos se desplazaban rápidamente por el teclado. Quería terminar algunas de sus ideas iniciales antes de hacer una pausa para cenar.

Nadie ha hecho jamás lo que quiero hacer yo.

Tres víctimas completamente dispares.

Tres ubicaciones diferentes.

Tres muertes distintas.

Todas el mismo día. Con escasas horas de diferencia entre las mismas. Quizá minutos. Muertes que se desmoronan como fichas de dominó. Una contra la siguiente. Clic, clic, clic.

Se paró. Le gustaba la imagen.

Tal vez uno de aquellos francotiradores militares hubiera perpetrado distintos asesinatos el mismo día, o en la misma hora, o incluso en el mismo minuto, pensó. Pero tenían un único enemigo en el que centrarse que pasaba como un tonto y sin pensar directamente delante de la línea de fuego. Y él había estudiado a asesinos que habían perpetrado múltiples asesinatos con poco tiempo de diferencia. Pero, de todos modos, aquellos actos eran realmente al azar: dispara a esta persona, cruza la ciudad y mata a otra persona. El francotirador de DC. El Hijo de Sam. El Zodiaco. Había otros. Pero ninguno era especial como pensaba ser él. Lo que pretendía era realmente algo que nadie había intentado jamás. Digno de figurar en el Libro Guinness de los Récords. Apenas era capaz de contener la emoción. «Proximidad —se dijo—. Acércate más. Y al final todas las preguntas encontrarán respuesta.»

Eso era lo que el Lobo Feroz hacía en el cuento. Eso era lo que él planeaba con dedicación.