41
Las tres pelirrojas esperaban en el coche de alquiler a unos cien metros de la casa. Tendrían que haberse dedicado a repasar los últimos detalles del plan, aunque de poco sirviese, pero más bien estaban enfrascadas en sus pensamientos. Faltaba poco para las tres de la mañana. Karen se había detenido en el lateral de la calle y había aparcado debajo de un roble grande. Jordan estaba en el asiento trasero, Sarah en el delantero. Karen colocó las llaves del coche en el suelo y se cercioró de que las otras dos sabían dónde las dejaba. A continuación, distribuyó tres pares de guantes quirúrgicos que, temblorosas, se pusieron. Los tres pares de ojos miraban arriba y abajo de la calle. Aparte de alguna que otra luz que algún vecino olvidadizo se había dejado encendida, la calle estaba oscura y dormida.
Las palabras estaban bajo mínimos. Ninguna de las tres pelirrojas confiaba en que la voz no le temblase, así que ahogaban las palabras lacónicamente. Parecía que cuanto más se acercaban al asesinato, menos había que decir.
—Dos puertas —dijo Karen—. Sarah y yo, por detrás, entramos. Jordan, si el Lobo intenta salir por la parte delantera, tienes que detenerlo. Cuando hayamos logrado entrar, te dejamos pasar.
Todas asintieron con la cabeza.
Ninguna de las tres dijo: «Si es que es el Lobo.» Aunque las tres tenían el mismo pensamiento.
Tampoco preguntó Jordan: «¿Cómo lo detengo exactamente?» o «¿qué quieres decir con “detenerlo”?». Y por último: «¿Qué pasa si escapa?» Preguntas todas ellas muy razonables esa noche. La incertidumbre se unía a la irreversibilidad; las tres pelirrojas habían entrado en una especie de extraño estado más allá de la lógica. Se hallaban en un cuento de su propia cosecha.
—Arriba y a la derecha. Tiene que ser la habitación de matrimonio. Ahí es donde vamos. Muévete deprisa. Estarán dormidos, de modo que tenemos el elemento sorpresa, aunque al entrar en la casa probablemente los despertemos.
—Supongamos… —empezó a decir Sarah, pero se interrumpió. De pronto se dio cuenta de que había cientos de «supongamos» e intentar anticiparlos todos era imposible.
La voz de Jordan sonaba entrecortada, débil.
—En A sangre fría, una vez dentro separan a la familia Cutter. ¿Vamos a…?
Ella también calló en mitad de la frase.
Ninguna de las tres había dicho las palabras allanamiento de morada, aunque eso era exactamente lo que planeaban hacer. El más despiadado de los delitos, el que ataca una de las convicciones más profundas de Norteamérica, la idea de que uno debe estar completamente seguro en su propia casa. Atracos de bancos, tiroteos desde vehículos, guerras entre bandas por narcotráfico, incluso parejas separadas que se divorcian a tiros, todos tenían una especie de lógica contextual. Un allanamiento de morada no. Generalmente el móvil eran fantasías extrañas de violaciones o de riquezas escondidas que nunca se materializaban. Era el tipo de delito que Jordan había estudiado los últimos días y que Sarah y Karen sabían que estaban a punto de llevar a cabo. Aunque, normalmente, en este tipo de crimen, según había aprendido Jordan, eran delincuentes, psicópatas, los que atentaban contra la seguridad de personas completamente inocentes. Esta noche era al revés, eran los inocentes los que allanaban la casa de un Lobo. Aunque el caso parecía ser tal dentro del coche, supuso que en algún lugar en el exterior, en el frío, todos los papeles podían dar un giro de ciento ochenta grados.
—¿Tenéis algo que decir? —preguntó Karen.
—Respuestas —repuso Sarah tosiendo—. Vamos a intentar conseguir respuestas.
Las tres pelirrojas se deslizaron fuera del coche como si fuesen tinta negra derramada, arrugas en la noche. Se subieron las capuchas, se ajustaron los pasamontañas y se dirigieron con rapidez hacia la casa. Un perro ladró desde el interior de una casa vecina. Las tres pelirrojas tuvieron el mismo pensamiento aterrador: «Supón que tiene un perro. Un pitbull o un doberman dispuesto a defender a su dueño.» Ninguna expresó su preocupación. A Karen le pareció que cada paso que daban ponía de relieve lo poco que sabían sobre el hecho de cometer un delito, en especial, uno tan grave como el que iban a cometer.
Cada una de las tres pelirrojas quería coger a las otras dos, detenerlas en mitad del allanamiento y decir: «¿Qué diablos estamos haciendo?» En realidad, ninguna lo dijo; era como si las tres rodasen de bruces por una colina empinada y no hubiese nada donde agarrarse y detenerse.
A Pelirroja Uno se le revolvió el estómago.
Pelirroja Dos estaba mareada por las dudas.
Pelirroja Tres se sintió débil de repente.
Las tres estaban casi paralizadas por la tensión mientras avanzaban sigilosamente en la noche. El aire frío no ayudó mucho a disipar el calor de la ansiedad. Les parecía que todo lo que les había pasado las había, de alguna manera, empequeñecido.
En la parte delantera de la casa, Karen hizo gestos rápidos indicando los arbustos adyacentes a la puerta principal. Jordan se agachó, escondiéndose lo mejor que pudo. Las otras dos pelirrojas perfectamente sincronizadas se deslizaron alrededor del contorno de la casa, en dirección a la parte trasera.
De pronto, el hecho de encontrarse sola en medio de la noche estuvo a punto de acabar con Jordan. Estaba pendiente de algún ruido, temerosa de que su respiración se oyese tanto que despertase a los habitantes de la casa, despertase a los vecinos, despertase a la policía y a los bomberos. En cualquier momento, esperaba verse rodeada de sirenas, de luces intermitentes y de voces ordenándole que se incorporase manos arriba.
Poco a poco abrió la cremallera de la talega intentando hacer el menor ruido posible. Sacó el cuchillo y lo sujetó con fuerza.
Ya no pensaba que tuviese la fuerza necesaria para empuñarlo. La ferocidad que le había parecido tan fácil y natural unos días atrás, ahora le resultaba imposiblemente difícil. Parecía como si la atleta Jordan, más rápida que las otras Jordans, la Jordan más fuerte que cualquier otra jugadora del equipo; la Jordan más lista, más guapa, la Jordan de la que se burlaban y a la que tomaban el pelo, hubiesen desaparecido en ese momento de espera, sustituida por una Jordan extraña que ella no reconocía y en la que ciertamente no confiaba. Si hubiese sabido alguna oración, hubiera rezado en ese momento. En lugar de rezar, se agachó al lado de los escalones delanteros, su atuendo negro perfectamente confundido con la noche como si se tratase de la pieza de un rompecabezas, los músculos se contraían y estremecían, y ella esperaba que esta Jordan nueva e irreconocible fuese capaz de reunir la ira necesaria llegado el momento.
«Romper la ventana. Alcanzar el interior. Abrir el cerrojo. Atacar.»
El plan de Karen no tenía muchas sutilezas. En las películas, siempre parece sencillo: los actores están tranquilos, son inteligentes, no muestran prisas, toman decisiones acertadas y se comportan con una fácil determinación.
«La vida no es tan sencilla —pensó—. Todo conspira para ponerte la zancadilla. Especialmente la persona que uno es. Y esto no es lo que nosotras somos. Yo soy una médica, por el amor de Dios. No soy una artista del allanamiento. Y no soy una asesina.» Sujetó el mazo de goma en la mano, preparándose para hacer añicos el cristal y entrar en la casa, pero entonces Sarah le sujetó el brazo bruscamente, justo en el momento en que Karen había iniciado su furioso swing de retroceso. Karen oyó la rápida y profunda respiración que la joven arrebataba al frío de la noche. Se volvió hacia ella preguntándose qué la había hecho actuar de forma tan precipitada.
Sarah no dijo nada, se limitó a señalar a su derecha. En la ventana, que supusieron era la de la cocina, había una pegatina. Un escudo estampado con las palabras: Protegida por Ace Security.
A Karen le dio vueltas la cabeza. No se le escapó la sencilla ironía: se trataba de la misma empresa que había contratado para que le instalasen el sistema de alarma en su casa, después de haber recibido la primera carta del Lobo Feroz.
Dudó. Después susurró:
—Bueno, esto es lo que va a pasar. Entramos. Se dispara una alarma silenciosa en la sede central de la empresa. Esta llama al propietario de la casa, que tiene que contestar con una señal predeterminada que indica que están bien, que es un error o que hay problemas, en ese caso la empresa llama a la policía, que se presenta en un par de minutos.
Sarah asintió con la cabeza. Las dos pelirrojas se quedaron bloqueadas un segundo.
—¿Qué hacemos? —preguntó Sarah.
—No lo sé —repuso Karen. De pronto era consciente de que cada segundo que permaneciesen en el exterior, cada momento que dejaban a Jordan en la parte delantera, los riesgos aumentaban de forma exponencial. Era como observar en el laboratorio células peligrosas que se deslizan para unirse y se convierten con cada segundo que pasa en células mayores y más complejas.
—Decídete —dijo Sarah—. Seguimos o nos vamos.
Una ira lenta y abrasadora arraigó en Karen. «Si salimos corriendo, puede que corramos hacia la muerte. Quizá no esta noche. Quizá mañana. O pasado mañana. O la próxima semana. O el mes que viene. Nunca sabremos cuándo.»
Aspiró el aire frío de la noche.
—¿Tienes la pistola? —preguntó.
—Sí.
—Bien. En cuanto entremos ve hacia el dormitorio. Yo iré detrás. Abriré a Jordan. Y Sarah…
—¿Qué?
—No dudes.
Sarah asintió con la cabeza. «Fácil de decir. Difícil de hacer.»
Quedó sin decir a qué se refería con «no dudes» y qué tenía que hacer. «¿Matarlos a los dos? ¿Empezar a disparar? ¿Y si no es el Lobo?»
Karen sabía que si esperaba un segundo más, el pánico sustituiría a la determinación. Cogió el mazo y lo balanceó con fuerza.
En la parte delantera, Jordan oyó el tintineo del cristal al romperse. Si segundos antes había pensado que su respiración era atronadora, este ruido le pareció como una violenta explosión. Retrocedió, aferrándose a los bordes de las sombras como el abrazo de una persona al ahogarse.
Una esquirla perdida desgarró la sudadera de Karen. Por un momento pensó que le había hecho un corte en el brazo y emitió un sonido gutural ahogado que le salió de lo más profundo del pecho. Imaginó que la sangre oscura de las arterias corría por la sudadera y esperaba que un rayo de dolor la alcanzase. Esto no sucedió, cosa que le pareció un misterio. Ni siquiera tenía un rasguño. Pasó el brazo por la ventana rota y descorrió el cerrojo. En un segundo abrió la puerta de un empujón.
Sarah la adelantó. Corrió hacia delante, la linterna en una mano y la pistola en la otra. El pequeño rayo de luz se movía como loco de un lado a otro mientras ella corría por la casa.
«Arriba y a la derecha. Arriba y a la derecha.»
Sarah no estaba segura de si esto lo pensaba, lo decía en voz alta, lo gritaba o lo cantaba. Se lanzó hacia delante, agarró la barandilla y subió la escalera a saltos.
Karen se dirigió a la puerta principal y tanteó la cerradura. Tardó un segundo en abrirla.
—¡Jordan, ya! —susurró con la mayor intensidad posible.
Jordan estaba agachada a un lado, oculta en la oscuridad. La noche parecía zarcillos que la envolvían con tanta fuerza que la inmovilizaban. Notaba que le daba órdenes a los músculos pero no respondían. Entonces, como si estuviera flotando por encima de ella, mirando hacia abajo como una figura espectral, vio a la extraña Jordan que se levantaba, a punto de tropezar con los escalones, y entraba en la casa tambaleándose. Se agarró a Karen para evitar caer.
Karen ayudó a incorporarse a la más joven de las tres Pelirrojas, cerró de golpe la puerta principal tras ellas y saltó a las escaleras que subió a toda prisa intentando alcanzar a Pelirroja Dos.
No hacían mucho ruido.
Pero fue suficiente.
Arrancado por los ruidos del allanamiento del difuso territorio entre sueño y realidad, el Lobo Feroz sintió un abrasador rayo de miedo que le partía el corazón. Se incorporó en la cama, su respiración de repente convertida en jadeos superficiales, y lanzó un puñetazo al aire negro, golpeando a un terror desconocido e invisible, cortando las palabras en una especie de grito animal, sin saber si estaba atacando a una pesadilla o a algo real pero fantasmagórico. A su lado, su esposa emitió un grito que más parecía un gorjeo que un grito propiamente dicho. La señora de Lobo Feroz sintió que se le cerraba la garganta, como si alguien la ahogase.
La puerta del dormitorio se abrió y una figura —en la oscuridad no podían distinguir si era humana, pues era una forma que se confundía con la noche— se lanzó hacia ellos. Rayos de luz cortaban la oscuridad de un extremo a otro de la habitación, mientras Sarah agitaba la linterna hacia delante y hacia atrás.
Levantó la pistola, intentando recordar todo lo que la directora del centro de acogida le había enseñado.
«Utiliza ambas manos.»
«Quita el seguro.»
«Aguanta la respiración.»
«Apunta con cuidado.»
«Haz que todo disparo cuente.»
Tiró la linterna al suelo para poder coger la pistola como le habían enseñado y la pareja que tenía delante, en la cama, desapareció en sombras grotescas. Pensó que gritaba: «¡Mátalo!» «¡Mátalo!», pero de nuevo no oía las palabras ni siquiera sentía que los labios se moviesen y pronunciase algún sonido. En ese momento de duda, un impacto naranja y rojo explotó en sus ojos cuando el hombre al que quería disparar le golpeó el rostro con un salvaje gancho. El Lobo, todo él instinto de lucha, se había lanzado contra Sarah, golpeándola de lado, mientras la señora de Lobo Feroz había retrocedido.
Sarah se tambaleó y mientras se tambaleaba un segundo puñetazo la golpeó en el pecho y la dejó sin respiración. Rebotó contra una cómoda, salió despedida de lado y cayó encima de la cama. De repente, notó cómo una mano agarraba la pistola. Solo sabía que tenía que luchar, pero cómo hacerlo era algo que se le escapaba. Su único pensamiento era: «¡No la sueltes! ¡No la sueltes!» Se retorcía, daba vueltas y sentía que los pies se deslizaban mientras caía por el borde de la cama y golpeaba el suelo, un repentino peso encima de ella y uñas afiladas arañándole la cara como si intentase arrancarle el pasamontañas.
Detrás de ella, otras dos sombras negras irrumpieron en la habitación. Karen llevaba el bastón en la mano y lo balanceaba descontrolada e ineficazmente. Golpeó una lámpara de la mesilla e hizo añicos la porcelana. Un segundo golpe sin control se estrelló contra las baratijas que había sobre una cómoda y que salieron volando.
La oscuridad engañaba a todos.
El Lobo Feroz y su señora luchaban de forma salvaje, desesperada. Los dos daban patadas, mordían, golpeaban, utilizaban los dientes, los puños, los pies. La ropa de cama acabó amontonada en el suelo. La estructura de madera de la cama crujía bajo el frenesí. La señora de Lobo Feroz había agarrado la pistola que sujetaba Sarah con las manos, luchando de un lado a otro, intentando frenéticamente que la soltase. Apenas comprendía qué era, solo sabía que era algo que los podía matar y que debía cogerlo y no soltarlo. Como animales, solo conscientes de que del sueño habían pasado a luchar por sobrevivir, peleaban con encarnizamiento.
El Lobo Feroz saltó y cruzó la negra habitación hasta Karen. Le dio un puñetazo en la oreja. La cabeza le daba vueltas. Otro golpe se estampó en el diafragma y la doctora sintió cómo se rompía una costilla y un dolor intenso le recorrió el cuerpo. Esperaba un tercer golpe, uno que la dejase inconsciente y balanceando el bastón desesperadamente lo notó crujir contra piel y huesos y oyó un grito de dolor, pero no estaba segura de si provenía del remolino contra el que luchaba o de sus propios labios.
Un repentino y fuerte aullido atravesó la habitación. Jordan había atacado al Lobo Feroz con su cuchillo y le había alcanzado en el brazo cuando lo llevaba hacia atrás para golpear a Karen. Con un rugido de dolor, el Lobo Feroz agarró a Karen y la lanzó con saña contra Jordan, la menor de las pelirrojas chocó contra la pared y su cabeza se estrelló contra una fotografía enmarcada que se hizo añicos con un estallido.
El Lobo peleó; ahora ya sabía que había un bastón, un cuchillo y una pistola, aunque su mujer parecía tener agarrada esta última. La única luz que había en la habitación provenía de la linterna abandonada que había rodado inútilmente a una esquina, de manera que la pelea tenía poco de organizada y ninguna lógica, no era más que sangre, golpes e intentar ganar y sobrevivir en la oscuridad y la sombra.
Todavía no sabía contra quién luchaba. Si hubiese tenido un segundo para reflexionar, hubiese percibido tres formas, todas femeninas y tal vez esto le hubiese clarificado la aritmética del forcejeo. Pero los golpes que le llovían, el dolor del corte en el brazo y el susto de pasar del sueño a un ataque mortal conspiraban para dejar de lado la lógica. Lo único en lo que era capaz de pensar era en coger el cuchillo de caza que tenía en el escritorio de su despacho en la planta baja y de alguna manera lograr igualar la pelea.
Apartó a Karen de un empujón, lanzándola contra la misma pared donde Jordan yacía desplomada. Se lanzó contra las dos figuras —su mujer y una sombra— enzarzadas en el forcejeo por la pistola. Se estrelló contra las dos sin saber qué cuerpo era de quién, aporreando todo cuerpo que notaba. En la confusión, el Lobo Feroz oyó el ruido distintivo del arma al quedar libre y caer al suelo. La buscó a tientas pero no la encontró.
Y, de repente, le tiraron la cabeza hacia atrás con ensañamiento. Notó la hoja de un cuchillo en el cuello.
Las palabras parecían provenir del inconsciente.
—Si te mueves, te mato.
Jordan estaba detrás de él, casi sentada a horcajadas, con una mano le sujetaba la frente y con la otra empuñaba el cuchillo, como un granjero listo para sacrificar a un animal para la cena.
Su primer impulso fue lanzarse hacia delante. La presión del cuchillo lo disuadió.
Y en ese momento sonó el teléfono.