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Jordan maniobró a lo largo de hileras de libros desgastados de la modesta biblioteca del colegio. Encontró muchas obras sobre el ascenso del Imperio otomano o sobre las causas de la Primera Guerra Mundial. Había estantes enteros dedicados a la Reforma e innumerables volúmenes sobre los Padres Fundadores o sobre la Gran Depresión.

Apenas había libros sobre cómo evitar ser víctima de un asesinato.

Se sentía como una loca deambulando arriba y abajo entre los estantes buscando algún título alegre y desenfadado, algo así como: «¿Seguro que no quieres ser víctima de un homicidio? Doce pasos básicos para realizar en casa y evitar pasar a engrosar las estadísticas.»

—El asesinato como un plan de adelgazamiento —imaginó.

Hasta ese momento su investigación se había centrado sobre todo en intentar entender los asesinatos famosos con objeto de conseguir algún tipo de antiinformación de alguno de los casos. Su razonamiento era sencillo: si entendía lo que hacían los asesinos, quizá podría evitar cometer los mismos errores que sus víctimas. Había leído sobre la inocencia de Sacco y Vanzetti y el atraco, sobre los asesinatos de John Dillinger. Había fijado su atención en Billy el Niño y las veintiuna muescas de su revólver Colt, así como en Charles Manson, quien en realidad puede que no hubiese asesinado a nadie, aunque estaba considerado un asesino infame. Había inspeccionado los estantes dedicados a las obras de ficción y había encontrado algunas novelas de Agatha Christie que parecían anticuadas y pasadas de moda, y algunas de John Le Carré, aunque la verdad es que no se sentía como una espía que opera en mundos oscuros y no creía que sus libros pudiesen serle de ayuda. Elmore Leonard podría haberle sido más útil y quizá también George Higgings, pero vio que sus obras parecían tratar principalmente sobre mafiosos en Florida y Boston y eso no era en realidad lo que a ella le interesaba, pues el Lobo Feroz no era un tipo mafioso o un pandillero de una banda de los arrabales. Incluso había una estantería con un implacable montón de libros con la palabra «presa» salpicando de forma sensacionalista y llamativa cada página de títulos, pero aunque sintiese que intentaba evitar convertirse en eso, no le parecía que estos libros pudiesen enseñarle muchas cosas.

Llevó el portátil a un extremo de la biblioteca donde había unos cubículos pequeños y privados para que los alumnos preparasen exámenes o buscasen información para un trabajo de inglés. Buscó en Google «acechar» y aparecieron en menos de un segundo más de cuarenta millones de entradas. Echó una ojeada a algunas que parecía que pertenecían a organizaciones gubernamentales o de la policía.

Tampoco le ayudaron.

Todas empezaban con la advertencia sumamente sabia de «limitar el contacto con personas de personalidad obsesiva».

«Fantástico —pensó —. Eso sí que es una gran ayuda.»

Su problema derivaba del hecho de que toda conexión entre el Lobo Feroz y ella la había iniciado él. Sencillamente no era lo mismo que un ex novio o un compañero perturbado de clase o de trabajo. Por un lado pensaba que el Lobo Feroz era completamente anónimo. Por el otro, se encontraba tan cerca que podía sentir en el cuello su aliento caliente.

Y ninguna de las páginas web, igual que los libros sobre asesinatos, le ayudaron lo más mínimo a discernir qué hacer a continuación.

Así que Jordan pensó: «Estás sola y al mismo tiempo no estás sola, porque también están Pelirroja Uno y Pelirroja Dos. Pero lo que ya no puedes permitirte es hacer lo que el Lobo Feroz espera que hagas.»

Alzó la vista y miró alrededor de la biblioteca. En un escritorio de la esquina estaba la ayudante de bibliotecaria y media docena de alumnos deambulaban arriba y abajo entre los estantes, como había hecho ella, o se agachaban sobre un montón de libros en uno de los otros cubículos. La ayudante de bibliotecaria era una mujer de mediana edad inclinada con fascinación sobre un ejemplar de Cosmopolitan, mientras mataba los últimos minutos antes de ahuyentar a los alumnos de sus consultas para poder cerrar. Los otros alumnos eran del tipo empollón que se hubiese sentido avergonzado de utilizar información anónima de Wikipedia en el trabajo que estuviese escribiendo, algo mal visto por los profesores de todo el mundo, pero utilizado por casi todo el alumnado. La mujer se echó hacia atrás y se balanceó en la silla. Jordan dio un vistazo a la sala calibrando a todo el que veía. Sabía que el Lobo no estaba ahí en ese momento. Eso no cambiaba nada. Había logrado crear la sensación de que siempre estaba cerca, como si estuviese en el siguiente cubículo, sonriendo con satisfacción tras un montón de material de consulta, pero vigilándola. Esa sensación era la que paralizaba a las tres pelirrojas.

«¿Cómo sé cuándo estoy a salvo y cuándo no? —se preguntó para sus adentros—. Miras a tu alrededor y no ves a nadie, pero eso no significa nada, ¿verdad?»

Estas preguntas resonaban en su interior. Se levantó de repente, apartó todos los libros, cogió el ordenador, lo guardó en la mochila y salió de la biblioteca caminando con rapidez. En los escalones, rodeada de la noche temprana, se dio cuenta de que el Lobo podía estar allí, o no.

Si se decía a sí misma que no estaba, seguía ese pensamiento con la idea de que estaba. La incertidumbre la perseguía a cada paso.

Encorvó los hombros para protegerse del frío y regresó a su habitación. Esperaba pasar otra noche sin hacer los deberes y dando vueltas en la cama intermitentemente cuando el sueño la torturase.

Pero Jordan sabía que por mucha humedad y por mucho frío que hiciese fuera, el verdadero helor se encontraba en lo que cada vez era más obvio. «No puedo huir. Todo lo contrario. Tengo que acercarme lo suficiente para verle con claridad.»

Sin embargo, el reto consistía en pensar cómo lograrlo.

Y comprendió que era algo más que un reto. Era sumamente peligroso.

Estaba tan concentrada en encontrar la respuesta que casi no oyó el teléfono móvil que sonaba en la mochila.

Sarah también estaba fuera a primera hora de la noche y dejaba que el aire fresco la envolviese de forma constante, pero sin sentir realmente el frío. «Es increíble —pensó— cómo un poco de miedo hace que no notes el frío.»

No había conseguido quedarse en casa. La omnipresente televisión no había logrado distraerla. Recuerdos y miedos se habían fundido en un batiburrillo de ansiedad y supo que tenía que hacer algo, pero era incapaz de pensar qué podría ser ese algo.

«¿Ir al cine? Ridículo.»

«¿Salir a cenar sola? Una estupidez.»

«¿Ir a un bar del barrio y emborracharme? Eso sería muy inteligente.»

Percibía su sarcasmo rebotando en su interior.

De modo que, a falta de otra idea, pensando que era sumamente tonto ponerse en semejante posición de vulnerabilidad, pero incapaz de soportar la tensión cada vez mayor, se había puesto un par de zapatillas deportivas y había salido a dar un paseo.

Subió una manzana, bajó por la siguiente, atravesó varias calles, caminaba de la forma más arbitraria posible, sin una dirección determinada. Había pasado por delante de varias casas donde en el pasado había visitado a amigos y vecinos, pero no se detuvo. De vez en cuando se había cruzado con otras personas, generalmente gente que sacaba a pasear al perro, pero en casi todas las ocasiones, había encorvado los hombros y había enterrado la cabeza y el cuello en el abrigo y se había negado a establecer contacto visual. No pensaba que un hombre de negocios que hubiese regresado del despacho y sacase a pasear a Fido o a Spot para que hiciese sus necesidades y un poco de ejercicio se convirtiese en el Lobo Feroz, aunque sabía que esta posibilidad podía ser tan cierta como cualquier otra. «¿Por qué un tipo que pasea a su chucho no puede ser un asesino?» De hecho, las únicas personas que descartaba eran aquellas cuyos perros eran irrefrenables y tenían la perruna costumbre y la perruna necesidad de mover la cola y olisquear a todo desconocido. Y entonces, después de haberle tocado las orejas y haber acariciado el cuello del tercer perro de este tipo que se le había acercado a pesar de las disculpas y las amonestaciones de su dueño, de pronto se preguntó: «¿Por qué un asesino no iba a tener un perro simpático?»

Tampoco tenía la respuesta a esta pregunta. La idea de que no parecía adecuado no la consoló mucho.

Medio esperaba que el hecho de que empezase a caer la noche la convirtiese en un blanco difícil. Sin embargo, su otra mitad esperaba que el Lobo Feroz aprovechase ese momento y acabase de una vez. Era casi como si la resolución fuese más importante que la vida.

Cuando se le ocurrió esta idea, se dijo que estaba actuando como si ya la hubiese vencido. «Puede que sea cierto —murmuró en voz alta—. Puede que no.»

No sabía cuánto tiempo llevaba andando. Las manzanas se extendían kilómetros. El barrio cambió, volvió a cambiar. Primero giró a un lado, después al otro y por último, cuando los pies empezaban a quejarse con ampollas en carne viva, se dio la vuelta y regresó cojeando a casa. Cuando llegó a la puerta de su casa, respiraba con dificultad y estaba agotada, cosa que consideró positiva. Le dolían un poco las rodillas y por primera vez sintió frío.

No entró enseguida.

En lugar de entrar, Sarah se quedó de pie bajo la luz de la entrada con la llave de la puerta en la mano.

«Tal vez haya entrado mientras estaba fuera, como hace en casa de la abuelita en Caperucita Roja, para así esperarme cómodamente en el interior.»

Se encogió de hombros. Por un momento sintió como si hubiese agotado todos los miedos que cabían en su interior, de la misma forma que siempre llega un punto en el que ya no se pueden derramar más lágrimas independientemente de lo triste que uno esté.

Pero cuando introdujo la llave en la cerradura, oyó que sonaba el teléfono.

Karen se había quedado en su consulta mucho después de haber terminado las visitas de la jornada. Había advertido la salida del personal de enfermería, de la recepcionista e incluso la del portero de noche, que había recogido la basura del día. Solo unas pocas luces zumbaban en la sala de espera. En su despacho, una solitaria lámpara de escritorio proyectaba sombras en la pared.

Se quedó en el escritorio, enfrascada en pensamientos erráticos, intentando imponer algún tipo de lógica a su situación, aunque, como les sucedía a las otras dos pelirrojas, era algo que constantemente se le resistía.

Una cosa estaba clara: siempre estaba asustada. «Pero ¿hasta qué punto tengo que asustarme?», se preguntaba. Como la escala de dolor colgada en la pared de la consulta, pensó que debería poder cuantificar el miedo. «En este instante, es ocho. En el club de la comedia era nueve. Me pregunto qué se sentirá con el diez.» No formuló una respuesta.

En su lugar, empezó a repetir una y otra vez, «Roja Uno, Roja Uno, Roja Uno», en voz baja, áspera y monótona que sonaba como si estuviese resfriada, aunque sabía que era la tensión lo que impedía que surgiese una voz melodiosa de su garganta.

Levantó la vista hacia el techo y se dio cuenta de que las palabras que repetía tenían una escalofriante similitud con la cantinela del niño de El resplandor en la adaptación que Kubrick hizo de la novela de Stephen King.

Así que Karen intentó unir las dos.

—Roja Uno, redrum —dijo en voz alta.

El techo no daba pistas de lo que había que hacer.

Karen se dio un empujón interior, como si intentase insuflar energía a unos músculos debilitados, a unos tendones deshilachados y conseguir fuerzas para irse a casa, cuando sonó el teléfono de su escritorio.

Su primer impulso fue no contestar. Cualquier consulta de cualquier paciente podía pasar al servicio de contestador, que informaría que si era muy urgente, podían llamar al 911 o llamar de nuevo durante el horario de visitas.

«Pero, por Dios, estás aquí —se dijo—. Este es tu trabajo. Una persona está enferma. Contesta el maldito teléfono y ayúdala.» Extendió la mano, cogió el auricular y contestó.

—Consultorio médico. La doctora Jayson al habla.

Al otro lado de la línea solo se oía el silencio.

La ausencia de sonido puede ser peor que cualquier grito.

Pelirroja Uno se quedó completamente inmóvil en el escritorio.

Pelirroja Dos por poco pierde el equilibrio y tuvo que apoyarse en la pared para no caer al suelo.

Pelirroja Tres se quedó completamente paralizada mientras la oscuridad la inundaba.

Ninguna oyó nada salvo una respiración durante los primeros segundos de la llamada. Las tres estuvieron a punto de sucumbir al deseo de colgar o de arrojar el teléfono al otro extremo de la habitación o de arrancar el cable de la pared. No lo hicieron, aunque Pelirroja Tres levantó el brazo y casi lo dejó caer, antes de, lentamente, volver a acercarse el móvil a la oreja.

Las tres esperaron a que la persona que estaba al otro lado de la línea dijese algo o colgase. La espera se hizo atroz, implacable.

Las tres esperaban que algo aterrador, una voz fría e incorpórea dijese «pronto», o «voy a por ti», o incluso una risa demoniaca, como salida de una película americana de serie B.

Pero no se oyeron ni esas palabras ni ruido alguno. El silencio meramente persistió, como si su timbre aumentase y alcanzase un crescendo parecido al de una orquesta al prepararse para las últimas notas sinfónicas.

Y de repente se acabó.

Pelirroja Uno devolvió con lentitud el teléfono al soporte que estaba en su escritorio. Pelirroja Dos hizo lo mismo. Pelirroja Tres volvió a guardar el móvil en la mochila. Pero antes de apartarse, todas hicieron lo mismo: miraron la identificación de llamadas de sus respectivos teléfonos. Ninguna albergaba la más remota esperanza de que ese número llevase a algún lugar cerca del Lobo Feroz.