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—Esta ha sido la mejor idea que se me ha ocurrido con tan poco tiempo —dijo Pelirroja Uno—. Parece un lugar seguro.

«Un lugar seguro» era un concepto que resultaba extraño, salvo cuando estaban juntas, pues entonces parecía que la amenaza disminuía al dividirla: «¿El terror dividido entre tres es igual a…?»

Las tres pelirrojas estaban de pie en un cono de luz tenue en la puerta de la librería The Goddess, situada en un callejón oscuro y estrecho, alejado de las zonas más frecuentadas de la pequeña localidad. Un flujo regular casi exclusivamente de mujeres, de varias edades y tipos, incluidas unas cuantas que llevaban de la mano a niños pequeños o empujaban cochecitos, se dirigía al pequeño comercio. La librería tenía estantes llenos de novelas de New Age, obras sobre nigromancia y temas de salud femenina, junto con algún que otro libro de tarot o de predicciones de futuro a partir de los signos del zodiaco.

Esta noche una autora que no era de la ciudad iba a dar una charla sobre su última novela y, cerca de la pequeña tarima, por todo el pequeño espacio, habían colocado hileras de sillas plegables. Había un gran cartel de la escritora, una mujer de edad comprendida entre la de Pelirroja Uno y la de Pelirroja Dos y que llevaba la larga melena morena peinada en lo que Jordan consideraba estilo vampiresa, es decir suelto, ocultando algunas de sus facciones para darle un aspecto misterioso aunque no especialmente sutil. La escritora iba vestida completamente de negro: botas, pantalones, camisa de seda y una gruesa capa de lana, y lo único que sobresalía era el collar largo con un pesado colgante con incrustaciones de piedra que representaba un símbolo místico. Los ejemplares de su libro se encontraban en montones altos en el interior, al lado de las puertas. El cartel indicaba que se trataba de una serie en curso. La novela en concreto se titulaba El retorno de la asesina y en la sobrecubierta aparecía un dibujo exagerado de estilo cómic de una Valquiria, una doncella guerrera, con la brillante espada desenfundada y luchando contra una escuadra de vikingos claramente inferiores a ella, muy musculosos y tocados con cascos con cuernos. En el fondo de la contraportada, dragones voladores.

Karen condujo a las otras dos pelirrojas al interior y las guio a unos asientos en la parte lateral del improvisado estrado, desde donde podían ver a la ponente y a todo aquel que entrara en la librería para asistir a la conferencia. Se sentaron en las incómodas sillas y empezaron a examinar los rostros de todas las personas que acudían a la reunión. Cada una de las pelirrojas realizaba este examen sin comentar nada a las demás. La misma pregunta les revoloteaba por la cabeza: «¿Quién eres? ¿Eres el asesino?»

Solo había cuatro hombres entre el público. Los cuatro parecían sentirse incómodos por distintos motivos. Las tres pelirrojas los miraban a hurtadillas buscando alguna señal reveladora que sugiriese que estaban observando al Lobo Feroz.

Uno de los hombres era bajo, fibroso, con cierta cualidad furtiva, como de ratón, pero había llegado con una mujer el doble de alta y una hija de seis años, con la que pasó gran parte de la velada intentando que dejase de moverse en el asiento. Otro era corpulento, barbudo, no muy distinto de los hombres de la sobrecubierta del libro de la escritora. Tenía constitución de leñador y llevaba una chaqueta de lana de cuadros rojos. Pero había entrado acompañado por una joven de pelo teñido de rosa y múltiples piercings, vestida con una indumentaria exagerada parecida a la de la autora, y el hombre le había llenado los brazos de ejemplares de lo que parecían otros libros de la serie y, por lo visto, le había indicado que se encargase de conseguir que la autora se los firmase. Tenía una mirada de perro apaleado. Los otros dos hombres tenían un aspecto más intelectual, gafas de cristales gruesos, americanas de tweed y pantalones de pana, y los dos dejaban patente su incomodidad por haber sido arrastrados a la conferencia en el lenguaje corporal retorcido e incómodo que mostraban al lado de las mujeres a las que acompañaban. Los dos estaban repantigados en las sillas con los brazos cruzados y una expresión de aburrimiento en el rostro, mientras que las mujeres que los habían arrastrado hasta la lectura estaban encaramadas en los brazos de sus sillas, la mirada brillante, inclinadas hacia delante, escuchando con atención cada palabra.

Ninguno de estos hombres parecía en modo alguno ni siquiera levemente asesino.

Esto no significaba gran cosa para las tres pelirrojas. Estaban alerta a cualquier posibilidad, aunque ninguna de ellas sabía exactamente qué buscaba.

«Soy capaz de diagnosticar una enfermedad mortal —pensó Karen—. Soy capaz de reconocerla en un análisis de sangre o en una radiografía. No sé si soy capaz de reconocer a un asesino.»

Jordan perforaba con la mirada a cada uno de los cuatro hombres del público. Ella tenía más seguridad. «Si estás aquí, me voy a dar cuenta», le dijo a la imagen del Lobo Feroz que había creado en su mente. Era demasiado joven para hacerse la agobiante pregunta de cómo iba a darse cuenta. Seguía intentando fijar la feroz mirada en cada uno de los hombres pero, a pesar de su incomodidad, todos parecían estar más interesados en la oradora.

Sarah, por el contrario, dejaba que su mirada se deslizase entre los hombres. No se creía capaz de saber quién era el Lobo Feroz, ni siquiera aunque estuviese de pie a su lado, con un cuchillo ensangrentado en la mano y un cartel grande colgado del cuello. Sonrió. Eso ya no cambiaba nada para ella.

Las tres barrieron la reunión con la mirada como centinelas de guardia, incluso cuando la propietaria de la librería presentó con entusiasmo a la escritora, que subió al estrado entre aplausos entusiastas.

—Todos mis libros tratan sobre la potenciación del papel de la mujer —empezó la escritora con el énfasis esperado.

Ese fue el momento en que las tres pelirrojas dejaron de prestar la más mínima atención a lo que oían. Fue Sarah quien pensó «la verdadera fuerza viene del interior. Solo es cuestión de encontrarla».

La escritora siguió con su perorata mientras las tres pelirrojas esperaban.

El discurso duró poco menos de una hora y a continuación hubo una predecible serie de preguntas, que osciló entre cuestiones más detalladas como las manías asesinas de una doncella guerrera, hasta más generales como la falta de interés del mundo editorial comercial por libros con temática femenina. La sesión en general fue bastante sosa.

Karen en especial tenía ganas de que terminase. Se revolvía en la silla, desesperada por volverse hacia Pelirroja Dos y preguntarle qué era tan importante para tener que reunirse esa noche. Qué había sucedido.

«Aparte de la llamada telefónica», pensó. Eso les había sucedido a las tres. Karen estaba enfadada en parte. Estaba agotada por la tortura de la preocupación y por el dolor de la incertidumbre y quería que todo acabase. Pero todavía no estaba dispuesta a reconocer que una forma de que todo acabase sería que el Lobo Feroz lograse su objetivo.

La escritora terminó y se deleitó con los aplausos.

Hubo un frenesí de actividad en la librería cuando la escritora se sentó tras un escritorio cercano, blandió un bolígrafo grande y empezó a firmar libros. En otra mesa se servía al público que no se había puesto en cola para adular a la escritora brownies de chocolate, hummus y patatas fritas y vasitos de plástico con vino blanco y tinto muy barato.

Sarah se dirigió a la mesa. Cogió un brownie duro e hizo un gesto a Karen y a Jordan para que la acompañasen hasta un lateral del local, lejos de las firmas, de la caja y de la mesa con la comida. En medio de toda la gente las tres pelirrojas estaban solas.

Se quedaron de pie delante de una pared llena de libros con títulos de temática femenina que abarcaban desde el aborto hasta el derecho al voto. Miraban los libros, pero su conversación era exclusivamente entre ellas.

Empezó con una risita tímida.

—Bueno, si el maldito Lobo Feroz es capaz de aguantar todo este rollo… —dijo dejando que su voz se debilitase. Incluso Jordan, que siempre parecía tan intensa, forzó una sonrisa.

Sarah negó con la cabeza.

—¿Alguna de vosotras tiene alguna duda de quién nos llamó anoche?

Jordan y Karen no tuvieron que responder.

—¿Alguna cree que esto puede terminar de otra forma que no sea que el lobo consiga lo que quiere?

De nuevo silencio.

—Me refiero a si os habéis planteado la posibilidad de que quizá no quiera asesinarnos como dice, sino tomarnos el pelo.

—¿Crees que somos tan afortunadas? —preguntó Jordan. Una pregunta para responder a otra.

—Parece que ha hecho los deberes —prosiguió Sarah.

La palabra «deberes» provocó los mismos pensamientos en las tres. «Nos ha vigilado. Nos ha estudiado. Nos conoce y nosotras no le conocemos a él. Estamos indefensas y él no.»

—¿No sentís las dos que cada vez se acerca más y más? —preguntó Sarah—. Me refiero a que a veces apenas puedo respirar porque creo que está escondido en alguna sombra o a la vuelta de la esquina o en un coche en la oscuridad, vigilándome.

Todas estas posibilidades se les habían ocurrido a las otras Pelirrojas.

Karen y Jordan asintieron con la cabeza, aunque Karen dijo:

—No hay forma de saber a quién está vigilando en un momento dado. Está continuamente jugando con nosotras.

—¿Crees que se está acercando? —repitió Sarah con un poco más de firmeza.

Karen respiró hondo.

—Sí, yo sí —repuso.

—Podría seguir haciendo esto hasta la eternidad —añadió Jordan—. Quizá sea eso lo que le gusta.

—No lo creo —repuso Sarah—. Quiero decir que sí, que seguro que le encanta lo que hace. Pero creo que le gusta todavía más algo mayor.

Todas sabían lo que «mayor» significaba.

Las tres mantuvieron la mirada hacia delante, como si los títulos y las sobrecubiertas de los libros que estaban en los estantes delante de ellas tuvieran una respuesta.

—¿Os habéis dado cuenta de que siempre hace las cosas de tres en tres? —prosiguió—. Las tres recibimos una carta el mismo día. Las tres recibimos un vídeo a la vez. Las tres recibimos una llamada, una después de otra…

—Claro —repuso Jordan—. ¿Por qué no iba a hacer las cosas de tres en tres?

Sarah no estaba tan segura.

Sin embargo, su voz cogió impulso, incluso cuando la bajó hasta casi un poco más que un susurro.

—Es evidente que tiene un sistema. Es obvio que tiene un plan. Nosotras somos las tres partes del plan —prosiguió, hablando cada vez más rápido—. Hace todo por triplicado, así que su disfrute se multiplica por tres. No le ha hecho nada diferente a alguna de las tres. Ni una sola vez. Es como si fuésemos tres guisantes en la misma vaina. He estado pensando en ello desde que nos llamó anoche. Quiero decir ¿y qué viene ahora? ¿Ponerse otra vez en contacto con nosotras para aterrorizarnos todavía más? O quizá vaya a empezar con los asesinatos. Podría hacerlo en cualquier momento. ¿No os sentís como un animal al que van a cazar?

Karen no dijo nada, pero así era exactamente como se sentía. Miró a Jordan de reojo. La más joven de las tres miraba fijamente hacia el frente. Con una expresión entre furiosa y resignada en el rostro.

—Cuanto más pienso en ello, más me parece como estar en una clase. Todas estamos aprendiendo sobre asesinatos, ¿verdad? No sé si sabéis, pero he pasado mucho tiempo dando clases. Y sé perfectamente cuándo sucede algo que rompe la clase. Arruina la planificación que has hecho de la lección. Todo lo que tienes preparado para la clase de ese día simplemente desaparece —continuó Sarah.

Su voz, aunque ansiosa, se quebró con algún recuerdo. Jordan imaginó que de repente Sarah había recordado qué era lo que la había puesto delante de todos esos jóvenes alumnos.

—Un pequeño altercado, bueno, se solventa de forma rápida y efectiva. Envías al alumno desobediente al despacho del director. Un poco de firmeza restablece el orden en la clase. Prosigues con la lección.

Jordan sabía exactamente de lo que hablaba. Al fin y al cabo eso había hecho ella precisamente esa mañana.

—Pero a veces hay altercados que no se pueden resolver con facilidad. En ese caso todo explota de repente.

—¿Y entonces qué pasa? —preguntó Karen.

—Toda la planificación se va directa al carajo.

—Bueno —interrumpió Jordan—, ¿qué quieres decir?

—Estamos en su clase. Tenemos que interrumpir lo que tiene planeado para nosotras. Romper su sistema. Tenemos que conseguir desbaratar todos los malditos planes que haya diseñado para cada una de nosotras.

Karen asintió con la cabeza.

—Suena bien. Pero del dicho al hecho… —susurró.

—No —respondió Sarah. Extendió las manos y sujetó las muñecas de Karen, para acercarla un poco más—. Sé cómo desbaratárselo todo. A la mierda total y completamente con el Lobo Feroz y con lo que tenga pensado para nosotras.

La obscenidad parecía miel que se desliza por la lengua.

—¿Cómo? —espetó Jordan. Estaba confundida, pero de repente tenía esperanza. La sola idea de hacer algo en lugar de esperar a que le hiciesen algo a ella ya resultaba alentador.

De repente, a Sarah le empezaron a brillar los ojos por efecto de las lágrimas, al mismo tiempo que su boca esbozaba una sonrisa. Extendió la mano y acarició la mejilla de Jordan con rapidez, un acto de afecto sorprendente para alguien que apenas era algo más que una desconocida.

—Una de nosotras tiene que morir —sentenció.

Las otras dos se quedaron boquiabiertas. Karen dio un grito ahogado e intentó dar un paso atrás, pero Sarah la detuvo sujetándole el brazo con más fuerza. Sarah negó con la cabeza.

—No —repuso a la pregunta no formulada—. Yo.