24

Por extraño que parezca, Pelirroja Dos fue quien contestó la llamada telefónica silenciosa y reaccionó con calma. Sarah se había sorprendido a sí misma. Todos los contactos anteriores con el Lobo Feroz la habían abocado a una frenética respuesta llena de pánico revólver en mano y, sin embargo, esta vez, a pesar de lo siniestro y amenazador que había resultado el silencio al otro lado de la línea, la había empujado a un lugar muy diferente del que había esperado al principio. Había sentido frío, pero no el escalofrío del miedo, sino más bien el helor de una decisión que se había visto obligada a tomar. De repente supo con exactitud lo que tenía que hacer. Esa certeza casi la hizo sentir abrigada y cómoda.

Pelirroja Uno, por otro lado, se había echado a llorar.

El silencio parecía gritarle que era incompetente. Había dedicado toda su vida a encontrar respuestas a preguntas complicadas y, ahora, independientemente de lo que hiciese, se le escapaba la respuesta adecuada. ¿Gritar obscenidades? ¿Desafiarle a gritos? ¿Vociferar una falsa demostración de fuerza? Así que en cuanto el Lobo Feroz desapareció de la oscuridad del otro extremo de la línea, dejó el teléfono en el escritorio delante de ella y se permitió el desahogo del llanto. Las lágrimas le caían por las mejillas acompañadas de gritos ahogados y sollozos e incluso de un leve gemido de desesperación. Descontrolada e inconsolable, Karen se había dejado llevar por el torrente de emociones y se balanceaba hacia delante y hacia atrás en su asiento, abrazándose con fuerza, respirando agitadamente, angustiada. No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel estado de desconcierto total. Pero como un niño pequeño que llora por un cachorro que se ha perdido, al final el llanto ahogado fue decreciendo y fue capaz de recuperar la respiración normal, a pesar de no tener la más mínima idea de lo que iba a hacer a continuación. Su único deseo era hablar con las otras dos pelirrojas porque sabía que por muy diferentes que fueran de ella, eran las únicas personas en todo el mundo capaces de entender por lo que estaba pasando. Excepto, cayó en la cuenta, quizá también el Lobo Feroz.

A Pelirroja Tres le embargó la ira.

Después de la llamada no había logrado dormir y había pasado gran parte de la noche revisando sin éxito los vídeos en YouTube del Lobo Feroz en un intento de encontrar alguna clave secreta que la ayudase a contraatacar. A las tres de la mañana, por fin se había metido de nuevo en la cama y se había tapado la cabeza con la colcha como una niña de ocho años a la que asusta la oscuridad. Pero debajo de las sábanas sudaba, con los dientes apretados. Al final, había tirado las sábanas y la colcha al suelo y se había quedado rígida como un cadáver mirando fijamente al techo. Cuando sonó el despertador, se había levantado sintiéndose sucia, una sensación que el agua caliente y el jabón no lograron eliminar. Y cuando esa mañana se dirigía a clase, se tropezó y a punto estuvo de caer al pasar por el lugar donde se encontraba la noche anterior cuando la llamada de silencio había llegado a su móvil. Parecía como si la memoria a corto plazo le hubiese puesto una zancadilla y ella le dio una patada al sendero como si este tuviese la culpa de que hubiese estado a punto de caerse.

La primera clase de esa mañana era Español de nivel avanzado.

La señora García, su profesora, era una mujer de mediana edad que había crecido en Barcelona, donde había estudiado inglés, así que invertir su formación para enseñar bachillerato a adolescentes estadounidenses no fue precisamente un desafío. Era morena y corpulenta, con una risa socarrona y una visión insistentemente positiva sobre cualquier cosa que estuviese remotamente relacionada con su país. Proyectaba películas como El laberinto del fauno o El secreto de sus ojos con un obvio entusiasmo y les ponía trabajos sobre libros de Cervantes y de Gabriel García Márquez, aunque dudaba de que sus alumnos entendiesen gran cosa de lo que leían. Mencionar el arte en clase casi siempre la lanzaba a una enardecida descripción del Prado de Madrid con sus famosos cuadros de Goya y de El Bosco. Su efervescencia la convertía en una persona apreciada en el colegio, así como la benevolencia con la que puntuaba los exámenes y los trabajos. A pesar de que Jordan iba muy justa en Español, la señora García se había negado a pasarla a un curso inferior y le había dicho en más de una ocasión que al final volvería a tener el nivel de antes. Jordan sabía que lo hacía por solidaridad con la turbulenta situación de su familia. Se preguntaba si la señora García mostraría la misma solidaridad si supiese lo del Lobo Feroz.

De todas formas, a Jordan le caía muy bien la señora García porque no era ni madre ni administradora ni intentaba actuar como si tuviese todas las soluciones a sus problemas.

Esa mañana Jordan se sentó en el asiento que solía ocupar en las filas traseras, cerca de la ventana, para poder mirar hacia fuera y observar a los mirlos posados en un árbol cercano. Estaba completamente distraída, repasando en su mente todos los aspectos de la silenciosa llamada telefónica. Si se hubiese oído alguna palabra o incluso sonidos guturales, una respiración pesada, silbidos o incluso los sonidos característicos de un hombre masturbándose, podría haberlos interpretado y haberse formado en la mente algún tipo de imagen. Sin embargo, la ausencia de sonido era como mirar un lienzo en blanco.

Apretó los puños, los colocó debajo del pecho y los juntó como si estuviese luchando contra ella misma.

—¿Jordan?

Tenía los nudillos blancos. Quería golpear algo.

—¿Señorita Jordan?

La ira cubría su rostro como si de una máscara se tratase.

—¿Señorita Jordan, qué pasa?[2]

Fue la risita de los demás alumnos lo que la devolvió a la clase. Miró a su alrededor con los ojos desorbitados, a las sonrisas y las risitas de burla. No tenía ni idea de lo que pasaba, hasta que miró hacia delante y vio a la señora García observándola frente a la pizarra. Inmediatamente se dio cuenta de que le había hecho una pregunta y no la había contestado.

—Lo siento… —tartamudeó.

—En español, por favor, Jordan.

—No sé…

—¿No estabas escuchando?

—Sí, estaba escuchando, es que… —se interrumpió a mitad de la mentira.

—¿Te pasa algo?

—No, señora García, no me pasa nada.

Esto era otra mentira y sabía que tanto la profesora como los alumnos lo sabían.

Bueno. En español, por favor, Jordan —repitió la señora García—. ¿Cuál es el problema?

—Ningún problema, no estaba… —se calló al ver que estaba a punto de contradecirse. Entendía que se suponía que tenía que responder en español y tenía las palabras en su interior, aunque ligeramente fuera de su alcance. Frases, oraciones, fragmentos de pasajes de libros, diálogos de películas inundaban el cerebro de Jordan en un melódico español. Buscó desesperadamente la combinación de palabras adecuada para responder a la pregunta de la profesora.

La señora García, al frente de la clase, dudaba. Esa pausa permitió que un par de alumnas de la clase se susurrasen algo. Jordan no alcanzaba a oír bien lo que decían, pero sabía que era algo hiriente.

No pudo contenerse.

Se levantó y se volvió hacia las chicas. Veía las sonrisas medio burlonas en sus rostros.

—¡Maldita puta idiota! —gruñó a la que estaba más cerca.

La chica retrocedió. Jordan se preguntó si alguien la había llamado alguna vez maldita puta idiota en el idioma que fuera.

—¡Jordan! —exclamó la señora García.

Pero Jordan, que sentía que liberaba días de ira, no hizo caso.

—¡Bésame el puto culo!

Insultó a otra chica.

Uno de los alumnos de la clase hizo ademán de incorporarse para defender a la chica que había insultado, pero Jordan soltó uno de los insultos más comunes en español, uno que estaba segura que el chico conocería. De hecho, todos lo conocerían, se dijo a sí misma.

¡Tu puta madre! —soltó Jordan, señalando el pecho del muchacho.

—¡Jordan, basta ya! —La señora García había pasado a un inglés furioso. Casi nunca lo hacía.

Jordan sentía que todos los ojos de la clase se posaban en ella. Tiró la cabeza hacia atrás, desafiante y a punto de soltar otro insulto a la clase. Se acordó de un insulto que había visto en uno de los libros que habían leído a principios del trimestre. El burro sabe más que tú. Estaba a punto de gritarlo pero dudó.

—Puedes irte o quedarte, tú decides, Jordan —dijo la señora García en un tono lento pero furioso—. Pero decidas lo que decidas, ahora mismo dejas de hacer lo que estás haciendo.

La orden exigía silencio por parte de la clase. Susurros, risitas escondidas, obscenidades apagadas, todo se interrumpió.

Jordan alargó el brazo y empezó a recoger sus cosas. Tenía la idea de salir de la clase, hacer un gesto grosero a todos sus compañeros y encontrar un lugar aislado y bucólico donde estar sola y esperar pacientemente a que su asesino la encontrase y acabase con todo. Pero a medio camino de su dramática salida se detuvo. Levantó la vista hacia la señora García, cuyo rostro encendido empezaba a palidecer y que ahora simplemente se veía triste.

Jordan respiró hondo.

—No —dijo de repente—. Esta es mi clase favorita.

Se sentó bruscamente.

Otro silencio paralizaba a la clase. Tras una larga pausa la señora García carraspeó y miró otra vez con tristeza a Jordan.

Bien —masculló, antes de proseguir con la lección del día.

Jordan volvió a sentarse en su sitio y continuó mirando por la ventana. No quería cruzar la mirada con ninguno de sus compañeros.

«Lobo.»

«Feroz», pensó

Unió las palabras en su mente. Lobo feroz. Tenían un bonito ritmo. «El español es así», pensó. Parecía que cada frase formaba parte de una canción. Jordan suspiró y se puso tensa, pues seguía negándose a darse la vuelta y tener algún contacto con sus compañeros. Se sentía como un pedazo de residuo radiactivo. Resplandeciente, peligrosa y nadie podía tocarla.

Cuando terminó la clase, Jordan esperó a que saliesen los demás. La señora García se había sentado en su mesa en la parte delantera. Le hizo un gesto a Jordan para que se acercase.

—Lo siento, señora G —se disculpó Jordan.

La profesora asintió.

—Sé que estás pasando por una época difícil, Jordan. ¿Puedo ayudarte en algo?

«¿Tienes una pistola? ¿Sabes disparar?»

—No. Pero gracias.

La profesora parecía decepcionada, pero logró esbozar una sonrisa.

—Dímelo si crees que puedo hacer algo. Aunque solo sea para hablar. En cualquier momento. Cualquier día. Por cualquier razón. ¿De acuerdo?

«¿Eres una asesina o nada más que profesora de Español? ¿Puedes matar a un hombre que quiere asesinarme?»

—De acuerdo, señora G. Gracias.

Jordan se colgó la mochila al hombro y abandonó la clase. No había ido muy lejos cuando oyó un zumbido, que reconoció como el del teléfono desechable que Pelirroja Uno le había entregado. Antes de sacar el teléfono y mirar la pantalla, se metió en el lavabo de chicas y buscó un compartimento vacío.

Era un mensaje de Pelirroja Dos.

«Quedamos esta noche. Para Hablar. Importante.»

Estaba a punto de contestar cuando recibió un segundo mensaje, este de Pelirroja Uno.

«Recoger en Pizzería a las 7.»

Escribió un mensaje para las dos: «De acuerdo.»

Le entraron ganas de añadir: «Si estamos vivas a las 7», pero se contuvo.

A continuación, Jordan se dirigió a la clase de Inglés. Los deberes para ese día eran sobre Un lugar limpio y bien iluminado, de Hemingway. Se había leído el relato dos veces, pero había decidido que si el profesor le preguntaba iba a hacer ver que ni siquiera había abierto el libro.

Lo que más le había gustado del relato había sido el camarero español. El camarero mayor que estaba dispuesto a dejar el bar abierto para el anciano solitario, no el joven que tenía prisa por irse a su casa con su mujer.

Nada y pues nada y pues nada.

Sabía exactamente lo que el camarero había querido decir con cada palabra y no necesitaba ninguna traducción.