13
El Lobo Feroz se vistió con esmero.
Una vieja americana de tweed. Una camisa azul abotonada, un poquito deshilachada en el cuello y los puños. Una corbata a rayas arrugada. Unos pantalones caqui desteñidos y unos zapatos marrones con rozaduras. Introdujo una grabadora de voz fina, nueva y de última generación y una libreta pequeña en una vieja bandolera de loneta verde, junto con una colección de bolis baratos y un ejemplar de bolsillo de su último libro. La novela presentaba un cuchillo con el filo dentado y ensangrentado en la cubierta plateada y negra, aunque no aparecía ningún personaje que empleara tal cuchillo en ninguna de las páginas. Hizo una pausa y se giró hacia un espejo justo cuando se había ceñido la corbata al cuello y recordó cómo se había quejado de mala manera a su anterior editor cuando le planteó tal discrepancia.
«¡El puto artista de la cubierta ni siquiera se ha molestado en leerse una puñetera palabra de las que he escrito! ¡Ni siquiera aprobaría un test de verdadero/falso sobre lo que pasa en el libro!»
Ultraje e insulto, expresado con una voz frenética y sin tapujos. Lo habían ignorado descaradamente. Una explicación evasiva que no conducía a nada más que a una excusa peregrina. Por lo que parecía, rediseñar la cubierta del libro suponía un gasto que no estaban dispuestos a sufragar. El recuerdo le resultaba amargo y le hacía sonrojar, como si la afrenta no se hubiera producido hacía quince años sino que hubiera ocurrido aquella misma mañana. Su nuevo libro, pensó, no recibiría tan escasa atención.
El Lobo Feroz inhaló con fuerza y esperó a que su pulso recuperara la normalidad.
Comprobó el aspecto que presentaba en el espejo de cuerpo entero de su mujer unas cuantas veces, mirándose desde todos los ángulos posibles como una quinceañera la noche del baile de fin de curso. Coronó el atuendo con unas gafas de concha que se colocó en el extremo de la nariz y una vieja trinchera marrón claro que parecía caerle informe sobre el cuerpo y que aleteaba a cada paso que daba. Por la ventana del dormitorio vio que el día era húmedo y crudo y se planteó coger un paraguas, pero imaginó que el hecho de que unas cuantas gotas de agua y un poco de brisa le revolvieran el pelo ya ralo le haría parecer un poco más desaliñado, que era precisamente la imagen que quería dar.
Un hombre de lo más meticuloso que, a ojos de cualquier observador, parecería un poco desorganizado, totalmente inofensivo y con la cabeza en las nubes.
Tomó nota mentalmente de que tenía que añadir un nuevo apartado a su libro actual llamado «Pasar desapercibido».
«Cuando eres especial, cuando eres realmente único —se dijo—, tienes que ocultarlo a conciencia.»
Se serenó, consultó la hora en el reloj de pulsera y decidió parar un segundo en el despacho antes de salir. Junto a la puerta encendió una lámpara de techo que proyectaba una luz brillante en todo el estudio, aunque él consideraba que estaba mejor en la penumbra. Cuando trabajaba solía emplear el destello de la pantalla del ordenador y una lámpara de mesa de poca potencia. En el despacho solo había una ventana, que él mantenía cerrada a cal y canto y con la persiana bajada. Recorrió con la mirada el escritorio, las estanterías, las pilas de papeles y al final se demoró delante del tablón estilo policial en el que tenía fotografías de las tres pelirrojas. Se fijó en cada una de ellas, como si fuera capaz de hablar con ellas y en su imaginación entabló un diálogo delicioso. Intentó imaginar el tono de sus voces. «¿Están asustadas?», se preguntó. Pensó en la sensación que le produciría tocarles la piel con los dedos. «Carne de gallina.» Se tomó su tiempo con cada una de ellas, como si pudiera llenarse con algo que les robaba a ellas.
Al final, como un hombre que traga agua fría en un día caluroso, retrocedió. Habló en voz alta, imitando las voces que se asocian con un cuento. Miró a Pelirroja Uno, Pelirroja Dos y Pelirroja Tres.
Aguda, llorica:
—Abuelita, qué ojos tan grandes tienes…
Firme, profunda y controlada:
—Sí. Son para verte mejor, nietecita mía. Y a ti también, y a ti.
Repitió la frase tres veces, con los ojos clavados en cada una de las fotografías correspondientes.
Entonces se echó a reír como si acabara de contar el chiste más gracioso, tronchante y escandaloso, se volvió y salió de casa comprobando dos veces que la puerta del despacho estaba cerrada con llave antes de salir. Al Lobo Feroz le pareció oír risas que resonaban detrás de él. Caminó con rapidez hacia el coche y los sonidos se apagaron. No quería llegar tarde a su cita.
En el exterior de la comisaría chispeaba. No era suficiente para empapar a nadie pero bastaba para que el frío resultara húmedo y desagradable. Se levantó el cuello y recorrió el parking a toda prisa.
La comisaría era un edificio moderno, en marcado contraste con los diseños victorianos de ladrillo a la vista que habían albergado el resto de los departamentos municipales durante décadas. Su población, de un tamaño insuficiente para ser considerada una ciudad pero mayor que un pueblecito, era como muchas otras de Nueva Inglaterra, un batiburrillo de edificaciones viejas mezcladas con las nuevas. Había calles flanqueadas por árboles de una singular belleza antigua junto a zonas nuevas que delataban la mediocridad de las prisas de la posguerra limitadas a cuadrados y rectángulos.
Un par de robles altos vigilaban el pasadizo que conducía a la comisaría. Acababan de perder las hojas y parecían dos esqueletos gemelos. Un poco más allá había un tramo de escaleras de cemento que acababa en unas puertas anchas de cristal. Se encaminó en esa dirección.
Había un agente uniformado de pelo cano y barriga prominente detrás de un tabique de cristal blindado que al Lobo Feroz le pareció excesivo. Era poco probable que un pirado irrumpiera en el lugar pegando tiros. La jefatura de policía en sí era típica de una población de ese tamaño. Estaba formada por una sección con tres agentes y una patrulla. Contaba con especialistas en violencia doméstica, violaciones y una patrulla de tráfico que obtenía unos beneficios considerables para la población al año dada la gran cantidad de multas que ponían por exceso de velocidad. Incluso disponía de una modesta oficina anticorrupción que dedicaba el tiempo a recoger llamadas de residentes ancianos que se preguntaban si el mensaje de correo electrónico que les había enviado un príncipe nigeriano pidiéndoles dinero era legal, y nunca lo era. Al igual que todos los departamentos modernos y organizados, cada elemento tenía su propio cubículo y había señales útiles en las paredes que le indicaban el camino a seguir.
El Lobo Feroz no tardó mucho en encontrar al agente Moyer, sentado tras un escritorio revuelto, con una pantalla de ordenador llena de notificaciones del FBI. Moyer era un hombre corpulento de aspecto alegre, lo cual hacía que pareciera más apto para hacer de Papá Noel en unos grandes almacenes que agente de policía dedicado a crímenes graves. Le estrechó la mano con un entusiasmo que se correspondía con su corpulencia.
—Me alegro de conocerte —bramó el agente—. Tío, esta petición sí que es rara. Quiero decir que la mayor parte del tiempo cuando un ciudadano tiene preguntas es porque quiere que sigan a su cuñado porque cree que trafica con drogas o engaña a su mujer o algo así. Pero tú eres escritor, ¿no? Eso es lo que me dijo la secretaria de relaciones públicas del jefe.
—Eso es —respondió el Lobo Feroz. Rebuscó en la cartera y sacó el libro de bolsillo con el cuchillo ensangrentado—. Toma —dijo, con una sonrisa—. Prueba fehaciente. Un regalo.
El agente lo cogió y se quedó mirando la sobrecubierta.
—Guay —dijo—. No leo muchas novelas policiacas. Leo sobre todo libros de deportes, ¿sabes?, como de equipos de básquet que han ganado la liga, o entrenadores famosos o de los récords de atletismo. Pero el marido de mi hermana es algo así como adicto a estas cosas. Se lo daré a él…
—Se lo dedicaré —dijo el Lobo Feroz y sacó un boli.
—Se pondrá súper contento —repuso el agente.
El Lobo Feroz acabó con una rúbrica. Acto seguido sacó la pequeña grabadora.
—¿Te importa? —preguntó.
—No —respondió el agente Moyer.
El Lobo Feroz le dedicó una sonrisa.
—Es que me gusta documentarme bien —declaró—. No quiero cometer errores en esas páginas. Los lectores son muy susceptibles con esas cosas. Como cometas un error, te llaman enseguida…
Dejó la frase inacabada. El agente Moyer asintió.
—A nosotros nos pasa lo mismo. Nos cuestionan continuamente. Lo que pasa es que en nuestro caso es de verdad. No es inventado.
—Yo tengo ese privilegio —bromeó el Lobo Feroz. Los dos hombres sonrieron, como si compartieran un pequeño secreto.
El Lobo Feroz sacó la libreta y el boli. Era consciente de que aquellos artículos eran más bien parte del decorado. Le permitían evitar el contacto visual cuando quisiera. La grabadora digital captaría todas las respuestas con precisión.
—Y a veces resulta muy útil tener tanto las notas como las palabras exactas —explicó.
—Parecen sistemas redundantes —dijo el agente—. Como en los aviones.
—Exacto —repuso el Lobo Feroz.
—Entonces ¿qué quieres saber? —preguntó el agente.
—Bueno —el Lobo Feroz habló lentamente, con vacilación, antes de empezar a tantear el terreno—, en mi nuevo libro hay un personaje que acosa a una persona desde la distancia. Quiere acercársele más pero no quiere hacer nada que llame la atención de la policía. Quiere que sea uno contra uno, no sé si me entiendes. Tengo que tenerlo todo pensado antes de que la policía entre en escena.
El agente asintió.
—Suena tenso.
—De eso se trata —respondió el Lobo Feroz—. Hay que mantener a los lectores en vilo. —Sonrió, activó la grabadora y se inclinó sobre la libreta, mientras el agente se balanceaba adelante y atrás en la silla del escritorio antes de describir con todo lujo de detalles y con gran amabilidad exactamente lo que la policía tenía capacidad para hacer y lo que no.
Por regla general, la señora de Lobo Feroz se tomaba una hora entera para el almuerzo y salía de su mesa en el despacho del director. Cuando hacía buen tiempo, se tomaba una ensalada o un sándwich rápidos en el comedor de la escuela y salía a sentarse bajo los árboles, donde podía estar sola y ver pasar a los estudiantes despreocupadamente. Cuando el tiempo no acompañaba, como era el caso, se dirigía con su comida a alguno de los rincones que había alrededor del campus en los que sabía que la dejarían sola; un hueco en la galería de arte, un banco fuera de las oficinas del departamento de Inglés.
Aquel día se encorvó en un aula vacía. Alguien había escrito en una pizarra: «¿Qué quiere decir Márquez al final?» Clase de Literatura Hispánica, se dijo, pero se imaginó que la pregunta se refería a Cien años de soledad. Engulló rápidamente la comida ligera, se recostó en el asiento y abrió un ejemplar del último libro de su marido. Era la misma novela con el cuchillo dentado en la cubierta. Ya había leído el libro al menos cuatro veces, hasta tal punto que se sabía algunos pasajes de memoria. No le había dicho a su marido que era capaz de aquello, era una parte de su amor que le gustaba guardarse para ella.
Él tampoco sabía que poco después de que ella se enterara de su queja al editor sobre la sobrecubierta, había enviado una carta furibunda a la editorial señalando ese mismo problema. Hacía apenas un año que estaban casados pero la lealtad formaba parte integral de su amor, pensaba ella. Había soltado una arenga al editor diciéndole que la cubierta daba pie a confusiones y que resultaba inapropiada y que no volvería a comprar otra novela de esa editorial. Por impropio de ella que fuera, había llenado la carta de amenazas violentas y obscenidades descabelladas.
Se había dejado llevar y al menos había tenido la sensatez de no firmar con su nombre.
En el aula hacía calor. Cerró los ojos un momento.
Cuando se permitía soñar despierta, solía imaginarse en un entorno público, un restaurante o cine o incluso una librería, donde tendría la oportunidad de insultar en voz alta al editor, a todos los editores, que no reconocían la genialidad de su marido. En su imaginación, era capaz de reunirlos a todos, junto con los productores de cine, críticos periodísticos y algún que otro bloguero de Internet, todos aquellos que le habían fallado o que habían sido maliciosos y poco elogiosos.
Cuando pintaba aquel retrato interior, los hombres —que siempre eran bajitos, con el pecho hundido y medio calvos— se empequeñecían bajo el alud de críticas y reconocían humildemente sus errores.
Le producía una gran satisfacción.
Todas las mujeres de escritores se imaginarían lo mismo, supuso. Era su trabajo.
La señora de Lobo Feroz abrió los ojos y los posó en las páginas abiertas para que se deslizaran por las palabras que tenía delante. Colocó el dedo en medio de un párrafo que describía el comienzo de una persecución en coche. «El malo se sale con la suya —recordó—. Es muy emocionante.» Se acordó que de pequeña no había gozado de mucha popularidad en el colegio y por eso se había refugiado en los libros. Libros de caballos. Libros de perros. Mujercitas y Jane Eyre. Incluso de adulta, los títulos y los personajes habían seguido siendo sus verdaderos amigos.
A menudo deseaba haber sido bendecida con el tipo de visión adecuado y con el dominio del lenguaje necesarios para convertirse en escritora. Anhelaba el don de la creatividad. En la universidad había hecho cursos de escritura, de arte, de fotografía, de interpretación e incluso de poesía y había resultado mediocre en todos ellos. El hecho de que la inventiva siempre la hubiera eludido le entristecía. Pero se atribuía el mérito de haber conseguido lo siguiente mejor: vivir al lado de alguien dotado de aquel talento maravilloso.
Dejó de leer. Notaba un temblor interno. Lo que sostenía en sus manos era hermoso, pero le resultaba familiar. Dejó el libro abierto en la falda, se recostó y cerró los ojos por segunda vez, como si en la oscuridad pudiera extraer una imagen de la nueva historia de su marido que se revelaba delante de ella. Sabía que habría un asesino implacable y un policía listo que le seguía el rastro. Habría una mujer en peligro. Probablemente una mujer bastante guapa, aunque esperaba que tras el pecho generoso de rigor y las piernas largas, el personaje estuviera modelado a su estilo. El ritmo del libro sería trepidante, lleno de avatares inesperados y sorprendentes que, por muy estrafalarios que parecieran, irían encaminados hacia una confrontación dramática. Conocía todos los elementos necesarios de los thrillers modernos.
Mantuvo los ojos cerrados, pero estiró las manos como si pudiera tocar las palabras que sabía que se estaban creando casi delante de ella.
La señora de Lobo Feroz no acarició más que el aire vacío.
Al cabo de unos instantes tuvo un poco de frío, como si el calor del aula se hubiera desvanecido. Suspiró con profundidad y guardó el libro y los utensilios del almuerzo antes de echarle un vistazo rápido al reloj. La hora del almuerzo ya casi había acabado y era hora de volver al trabajo. Por la tarde había una reunión de profesores a la que su jefe, el director, seguro que asistiría. A lo mejor podía leer unos cuantos pasajes conocidos a hurtadillas cuando él no estuviera.