1. El Lobo Feroz
En la parte superior de la primera página, escribió:
Capítulo Uno: Selección
Se paró, movió los dedos por encima del teclado del ordenador como un mago al conjurar un hechizo y entonces se inclinó hacia delante para continuar.
El primer, y en muchos casos el principal, problema es seleccionar a la víctima. Ahí es donde los irreflexivos, los impacientes y los novatos cometen la mayoría de los errores estúpidos.
Odiaba caer en el olvido.
Habían pasado casi quince años desde que escribiera una palabra digna de publicar o matara a una persona inocente y la jubilación forzosa le resultaba sumamente dura.
Le faltaba un año para cumplir los sesenta y cinco y no esperaba vivir muchos más. La parte realista de su interior le recordaba que, a pesar de su aparente buena forma física, la longevidad verdadera no formaba parte de su herencia genética. Tanto su padre como su madre habían muerto víctimas de un cáncer virulento con poco más de sesenta años y su abuela materna había sucumbido a una cardiopatía a la misma edad, por lo que pensaba que su hora estaba próxima. Aunque hacía años que no iba al médico, notaba molestias misteriosas y constantes, sufría pequeños dolores agudos, repentinos e inexplicables y debilidades extrañas por el cuerpo que presagiaban la llegada de la vejez y tal vez de algo peor que crecía en su interior. Hacía varios meses había leído todo lo que Anthony Burgess había escrito con frenesí en el productivo año en el que al famoso novelista le habían diagnosticado erróneamente un tumor cerebral inoperable y mortal, cuando en realidad no lo tenía. Creía, sin ningún tipo de confirmación médica, que bien podía encontrarse en la misma situación, salvo que no habría ningún error en el diagnóstico. Tuviera lo que tuviese, era mortal.
Por consiguiente, había llegado a la conclusión de que en el tiempo que le quedaba, ya fueran veinte días, veinte semanas o veinte meses, debía hacer algo realmente significativo. Necesitaba crear algo deliciosamente memorable y que fuera recordado mucho después de que abandonara este mundo y fuera directo al infierno, si es que existía. Esperaba, no sin cierto orgullo, ocupar un puesto de honor entre los malditos.
Así pues, la tarde en la que puso en marcha la que consideraba sería su última y mejor obra, sintió la emoción tiempo atrás olvidada de un niño a la espera de los Reyes Magos, y una sensación abrumadora de profunda liberación, sabiendo que no solo retomaba el juego que había abandonado con tanta renuencia, sino que lo que planeaba para su obra maestra estaría en boca de la gente durante años.
Los crímenes «perfectos» raras veces se producían, pero los había. Normalmente no se debían al gran talento de los criminales sino a la ineptitud continuada de las autoridades, y en general se definían por la cuestión prosaica de si el autor salía impune o no. Consideraba que debían llamarse «Accidentes del homicidio ideal», porque salir impune de un asesinato no suponía un gran reto. Pero los crímenes perfectos eran harina de otro costal y creía sinceramente que estaba planeando uno de ellos. Su invento estaba destinado a satisfacerle a muchos niveles.
«Materialízalo —se dijo— y lo estudiarán en las escuelas. Hablarán de ti en la televisión. Harán películas sobre ti. Dentro de cien años, tu nombre será tan conocido como Billy el Niño o Jack el Destripador. Alguien quizá te dedique una canción. Y no un tema suave y melódico de estilo folk. Heavy metal.»
Más que nada odiaba sentirse normal y corriente.
Ansiaba gozar de una fama duradera. Las pequeñas degustaciones de fama que había tenido en la vida habían surtido el efecto de una droga, subidones momentáneos seguidos de una vuelta devastadora a la rutina. Todavía recordaba el instante hacía casi cincuenta años en que, como jugador de fútbol americano del instituto, había recuperado una pérdida de balón en un partido de eliminatorias. Había pasado de un anonimato opresivo en la línea defensiva a ser aclamado como héroe en las páginas deportivas del periódico local y a disfrutar de una semana de miradas envidiosas y palmadas en la espalda cuando recorría los pasillos áridos del instituto, hasta que el equipo perdió el viernes siguiente por la noche. Al cabo de unos años, durante sus cuatro años desganados en la universidad, ganó un premio de quinientos dólares en un concurso de ensayos abierto a todo el campus. El tema elegido había sido «Por qué Kafka es más importante en el presente que en el pasado». Cuando recibió el galardón, el jefe del departamento de Literatura Inglesa destacó sus «argumentos complejos y expresión elocuente». Pero con la llegada del nuevo semestre y de otro concurso que no ganó, aquello acabó. Luego, como adulto, después de muchos años de trabajo duro y rutinario como corrector de estilo en varios periódicos medianos corrigiendo errores gramaticales de reporteros descuidados en una línea de montaje de noticias que parecía no tener fin, recibió una especie de descarga eléctrica cuando una editorial reputada aceptó su primera novela. Se publicó con un torbellino de críticas moderadamente buenas. Un «talento nato» había opinado un crítico. Y después de dejar el trabajo y dedicarse a escribir los siguientes libros, lo habían puesto de relieve con alguna que otra entrevista en una revista literaria o en la sección de Cultura de los periódicos locales. Una cadena de televisión vecina había grabado un pequeño reportaje sobre él cuando una de sus cuatro novelas de misterio había recibido una oferta para ser llevada al cine, aunque al final el guion que un escritor poco memorable de la Costa Oeste había escrito había acabado en nada. Pero antes de lo esperado, las ventas habían menguado e incluso estos logros menores habían caído en el olvido cuando dejó de escribir. Ya no encontraba ejemplares de sus novelas en las estanterías de las librerías, ni siquiera en la mesa dedicada a excedentes de las editoriales y saldos. Y nadie había dicho que fuera «complejo», ni que fuera un «talento nato» cuando había envejecido inexorablemente.
E incluso el asesinato había perdido lustre para él.
Los días de titulares chillones y el toque de tambor frenético de los artículos de seguimiento plagados de especulación habían desaparecido. Tenía la impresión de que la muerte —incluso los asesinatos violentos y al azar— habían perdido caché en el negocio periodístico. Y un asesino solitario e implacable ya no era una celebridad. Los arranques de violencia a tiros, obra de asesinos psicóticos y chiflados atrapados en delirios descabellados, seguían acaparando titulares completos. Las matanzas producidas en las guerras del narcotráfico seguían siendo codiciadas por las cámaras de televisión. Tirotear a un grupo de compañeros del trabajo en el asalto a una oficina electrizaría las ondas radiofónicas. Pero el sensacionalismo instantáneo había sustituido a la planificación constante y prudente, lo cual lo dejaba profundamente aislado y con una sensación de inutilidad total. Tenía un álbum de piel lleno de recortes de prensa relacionados con sus cuatro asesinatos, al lado de una colección con las reseñas de sus libros. Cuatro libros. Cuatro asesinatos. Pero allá donde antaño se había regodeado con los detalles de cada párrafo, ahora ya no soportaba ni abrirlo. Independientemente de la sensación de logro y satisfacción que aquellas muertes o los libros que había escrito le habían proporcionado, ahora le resultaban amargos.
El hecho de que la fama, por cualquiera de sus vocaciones, no le hubiera llegado en dosis mayores le corroía por dentro continuamente, retorcía las horas que pasaba despierto y las convertía en nudos de frustración; mientras dormía sufría sueños sudorosos que rayaban en las pesadillas. Consideraba que era tan bueno en lo que hacía como Stephen King o Ted Bundy, pero nadie parecía darse cuenta. Pensaba que las únicas pasiones verdaderas que le quedaban eran la ira, la envidia y el odio, que era más o menos como sufrir una especie de enfermedad terminal, pero una dolencia que no puede tratarse con pastillas ni una inyección o ni siquiera cirugía y para la que no sirven las radiografías ni las resonancias magnéticas. Así pues, a lo largo del último año, mientras urdía minuciosamente su último plan, había llegado a la conclusión de que era el único camino para seguir adelante. Si, en años venideros, deseaba partirse de risa con un chiste o disfrutar de un buen vino y una buena comida, emocionarse al ver que un equipo ganaba un campeonato o incluso votar por un político con cierto optimismo, entonces planificar un asesinato realmente memorable revestía una importancia capital. Daría vida y sentido a sus últimos días. «Especial», se dijo. Le enriquecería, en todos los sentidos del término.
Crear. Ejecutar. Huir.
Sonrió y pensó que era la Santísima Trinidad de los asesinos en serie. Se sorprendió un poco al pensar que había tardado tantos años en darse cuenta de que había añadido un cuarto elemento inesperado a la ecuación: «Escribir sobre él.»
Pulsó con fuerza las teclas del ordenador. Se imaginó que era el batería de una banda de rock, dedicado a mantener el ritmo y crear el pilar de la música:
Si bien hay mucho que decir y admirar acerca del asesinato repentino y al azar —en el que de repente se encuentra a la víctima adecuada y se perpetra el acto al instante—, este tipo de homicidios acaba por proporcionar nula satisfacción verdadera. No son más que un eslabón de la cadena que conduce a más de lo mismo, donde los deseos dictan la necesidad y esos mismos deseos acaban por superarte y nublar la capacidad de planear e inventar, por lo que es probable que conduzca a la detección. Son torpes y la torpeza acaba convirtiéndose en un policía que llama a tu puerta con el arma desenfundada. El mejor asesinato y el más gratificante es el que combina el estudio intenso con la dedicación continuada y, por último, el deseo. El control se convierte en la droga elegida. Hay que pensar, maquinar e inventar más allá y entonces es inevitable que el asesinato sea memorable. Satisfará todas las necesidades siniestras.
Eso es lo que tengo en mente con mis tres Pelirrojas.
La tarde que envió las cartas se paró en un pequeño quiosco del paso elevado de la calle 42 que conduce a la Grand Central Terminal y pagó en efectivo un cruasán medio pasado relleno de un queso inidentificable y un café amargo que estaba ardiendo en un vaso de plástico. Llevaba una cartera de cuero oscuro colgada al hombro y vestía un sobretodo de lana color gris pizarra encima del traje azul marino. Se había teñido el pelo entrecano de color rubio arena y lo combinaba con unas gafas de montura oscura y barba y bigote falsos, comprados en una tienda especializada en disfraces para la industria cinematográfica y teatral. Se había encasquetado una gorra de tweed estilo chófer, lo cual ocultaba su aspecto todavía más. Consideraba que ya bastaba para engañar a cualquier software de reconocimiento facial, aunque tampoco es que esperara que algún agente con iniciativa lo fuera a emplear.
El café le llenó los orificios nasales de calidez y se dirigió a la estación cavernosa. La luz amarillo suave se reflejaba en el techo azul rugoso y un murmullo constante le dio la bienvenida. El zumbido de las llegadas y partidas de los trenes era como música de fondo enlatada. Los zapatos le sonaban contra la superficie pulida del suelo, lo cual le recordaba a un bailarín de claqué o quizás a una banda en movimiento dando pasos precisos.
Era la hora punta. Caminó con paso estudiado, masticando el cruasán y chocando despreocupadamente con miles de viajeros habituales, la mayoría de los cuales presentaba un aspecto muy parecido al de él. Pasó junto a un par de policías de Nueva York aburridos cuando se dirigía hacia un buzón situado en el exterior de la entrada al andén para el tren de cercanías de New Jersey Transit. Durante unos segundos le entraron ganas de darse la vuelta en su dirección y gritar: «¡Soy un asesino!» Más que nada para ver su reacción, pero enseguida contuvo el impulso. «Si supieran lo cerca que me han tenido…» Aquello le hizo reír porque la ironía formaba parte de todo el montaje. Tomó nota mentalmente de plasmar sus observaciones y sentimientos por escrito más tarde esa misma noche.
Llevaba guantes de látex de cirujano, le divertía que ninguno de los dos agentes de policía se hubiera fijado en aquel detalle revelador «probablemente hayan pensado que no soy más que otro paranoico obsesionado por los gérmenes». Se paró ante un contenedor de basura para abandonar lo que le quedaba del cruasán y el café y arrojó los restos en el receptáculo sin miramientos. Con un movimiento que había ensayado en casa, se descolgó la cartera del hombro y cogió tres sobres. Sujetándolos, dejó que las prisas de la gente por regresar a casa lo transportaran hacia el buzón. Con la cabeza gacha —sospechaba que había cámaras de seguridad escondidas en lugares que no veía al acecho de terroristas potenciales imaginarios— introdujo rápidamente los tres sobres por la estrecha ranura situada encima de un rótulo que advertía a la gente del peligro de enviar por correo materiales peligrosos.
Aquello también hizo que le entraran ganas de troncharse de la risa. El Servicio de Correos de Estados Unidos se refería a drogas ilegales, venenos o líquidos para fabricar bombas cuando mencionaba los «materiales peligrosos». Sabía que las palabras bien escogidas resultaban mucho más amenazadoras.
A veces, se dijo, los mejores chistes son lo que sólo pueden escucharse a solas. Las tres cartas quedaban entonces en manos de uno de los sistemas de procesamiento postal más ajetreado de Estados Unidos, y uno de los más fiables. Le entraron ganas de lanzar un alarido de expectación, de aullarle a alguna luna distante escondida por el techo abovedado de Grand Central. Era consciente de que el pulso le iba a cien por hora de la emoción y que el trajín de los trenes y las personas que lo rodeaban se difuminaba y de repente se sintió embargado por un silencio cálido y delicioso de creación propia. Era como sumergirse en las aguas azul turquesa del Caribe y flotar, observando los haces de luz que atravesaban el mundo azul de su alrededor.
Al igual que el buzo que imaginaba ser, exhaló poco a poco y sintió que ascendía a la superficie inexorablemente.
«Y así, empieza», pensó para sus adentros.
Entonces se dejó arrastrar por el resto de las masas anónimas hasta un tren de cercanías abarrotado. Le daba igual adónde se dirigía, porque independientemente de donde parara, no era su destino verdadero.