23
La señora de Lobo Feroz yacía arrugada en la cama como si de un papel usado y desechado se tratase. Hacía poco que había amanecido y entre sábanas retorcidas y almohadas miró a su marido, que dormía plácidamente a su lado. Escuchó el sonido regular de su respiración y gracias a su larga experiencia supo que parpadearía y abriría los ojos en cuanto el reloj de la cómoda marcase las siete de la mañana. Su despertar era sumamente regular y así había sido durante los años de su matrimonio, al margen de lo tarde que se hubiese acostado la noche anterior. Sabía que se desperezaría al lado de la cama, se pasaría los dedos por el pelo ralo, se sacudiría un poco como un perro perezoso al que despiertan de un sueño y después cruzaría sin hacer ruido la habitación hasta el baño. Podía contar los segundos que tardaría en oír correr el agua de la ducha y la cadena del retrete.
Esta mañana todo sería exactamente igual.
Pero no lo era.
La señora de Lobo Feroz examinó cada arruga del rostro de su marido dormido, contó las manchas marrón oscuro de las manos propias de la edad y se percató de los pelos grises de sus pobladas cejas. Cada artículo en el inventario de su marido resultaba tan familiar como la débil luz del sol de la mañana.
Podía percibir el argumento que hervía en su interior. «Conoces a este hombre mejor que a cualquier otra persona aparte de a ti misma —y por otro lado—: ¿quién es en realidad?»
Había dormido poquísimas horas y sentía el desagradable cansancio que se suma a dar vueltas en la cama durante toda la madrugada. Y cuando al final había logrado conciliar el sueño, había tenido unos sueños implacables e inquietos, como pesadillas infantiles. Era algo que no había vuelto a experimentar desde la época de sus problemas de corazón, cuando los miedos la sacudían por la noche. Una parte de su ser deseaba con todas sus fuerzas descansar y olvidar, pero demasiadas preguntas la abrumaban y no podía formular ninguna en voz alta.
La noche anterior, después de haber violado el lugar de trabajo de su marido, había mirado, sin comprender, una sucesión de sus programas favoritos en la televisión que no había logrado hacer la más mínima mella en sus preocupaciones. Había apagado el televisor y todas las luces y se había sentado en su asiento habitual en la más absoluta oscuridad hasta que vio los faros de su coche reflejados en las paredes blancas del salón mientras el Lobo Feroz bajaba por la calle donde vivían. En ese momento, se apresuró con determinación a irse a la cama. Normalmente, daba igual lo cansada que estuviese, se habría quedado levantada para preguntarle sobre la conferencia forense. Esa noche, no. Cuando él entró sigilosamente en la habitación y se había deslizado en la cama a su lado, había fingido que dormía. Había sentido frío al preguntarse si era un extraño el que se tumbaba a su lado. Tiempo atrás, puede que le hubiese acariciado el brazo o el pecho para despertarla con deseo, pero esos días ya hacía mucho que habían pasado.
«¿Qué has visto en su despacho?»
Esta pregunta retumbaba en su interior. Le había parecido que se oía en la oscuridad de la noche y que solo se había suavizado un poco cuando el amanecer entró por la ventana del dormitorio.
«No lo sé.»
Se preguntaba si esto era una mentira. «Quizá no lo sepa.»
Explicaciones sencillas y benévolas combatían contra interpretaciones oscuras y siniestras. Se sentía como si estuviese de pie en una plaza de algún país extranjero intentando encontrar una dirección. Todos los letreros estaban escritos con un alfabeto que no conocía, todos los transeúntes hablaban una lengua que no comprendía.
—¡Eh, buenos días!
El Lobo Feroz se había despertado.
Ella pensó que le temblaría la voz, pero no fue así.
«Pregunta lo obvio», se dijo.
—¿Qué tal fue la conferencia? Intenté quedarme levantada para esperarte, pero me entró sueño antes de que regresases…
—Oh, ha sido fascinante. El tipo de la policía estatal era bastante listo y divertido y muy inteligente. He aprendido mucho. Volví tarde.
«¿Qué has aprendido?»
La pregunta le daba miedo.
Observó cómo se daba la vuelta en la cama y cruzaba la habitación.
—Casi no queda dentífrico —dijo.
«Normal —pensó—. No ha cambiado nada.»
Esta falsedad la hizo sentir bastante mejor. Decidió pensar en lo que le iba a preparar para desayunar, en lugar de preguntarse si había descubierto por casualidad un secreto morboso. No estaba muy segura de que decidir entre huevos o tortitas prevaleciese mucho tiempo sobre la pregunta: «¿Es tu marido un asesino?»
Cuando llegó al trabajo, la señora de Lobo Feroz no estaba segura de si de verdad quería respuestas a las preguntas que su transgresión había generado. Lo que quería era rebobinar el tiempo, como si fuese una cinta de vídeo, regresar al momento en el que se había dado cuenta de que tenía la llave del despacho de su marido y había decidido colarse en su interior. Una parte de su ser se avergonzaba de haber tenido que mentirle. Otra, estaba simplemente confusa.
Lo primero que hizo fue dirigirse al archivador negro donde estaban todos los expedientes de los alumnos y sacar la carpeta de Jordan.
En el interior de la carpeta estaba la fotografía oficial de Jordan que le habían tomado al principio del primer trimestre. A la señora de Lobo Feroz le recordó a las fotografías de la policía: de frente. De perfil. Perfil derecho. De perfil. Perfil izquierdo. Lo único que faltaba era el letrero con los números de identificación debajo de la barbilla.
La señora de Lobo Feroz pasó la página de las fotografías y estudió con detenimiento la información que contenía la carpeta. Conocía casi todo: las buenas notas que habían caído en picado; los problemas de actitud en las clases; la evaluación psicológica sobre los problemas de Jordan con el difícil divorcio de sus padres; la opinión pesimista del asesor de universidades que consideraba que sus posibilidades futuras se reducían; un informe de varios profesores y de su entrenador de baloncesto sobre su distanciamiento del resto del alumnado.
La señora de Lobo Feroz llevaba demasiados años de secretaria en el colegio privado como para no entender el patrón que los documentos del expediente plasmaban. Para ella resultaba típico hasta el aburrimiento. Tuvo una breve conversación interior: «Los alumnos siempre creen que todos sus problemas son especiales. No lo son.» Pero también sabía que a Jordan le esperaban más problemas, como había sucedido con tantos otros alumnos que habían pasado por la misma confusión en su adolescencia.
«¿Y ahora qué? —se preguntó—. Jordan experimenta con el sexo. Empieza a fumar hierba o a abusar de la receta de Ritalin de su compañera de clase. Se salta alguna norma del colegio de forma especialmente llamativa y la expulsan.»
Pero lo que no lograba ver era la conexión que Jordan tenía con su marido.
Y más: «¿Por qué ella? ¿Por qué era el objetivo de un asesinato o el modelo para el personaje de un libro?»
Ideas de este tipo parecían chocar, descontroladas y espásticas, en el pensamiento de la señora de Lobo Feroz.
Se dio cuenta de que miraba las muchas páginas del expediente de Jordan con una ira desbocada. Sentía que se encendía.
«¿Qué te hace tan especial para que mi marido tenga tu puta fotografía en la pared?»
Gritaba esta pregunta en su interior.
Y, en ese mismo instante se dio cuenta de que la odiaba.
Era un odio real, salvaje, de celos incontrolados. No podría decir por qué se sentía así ni tampoco podría haber explicado qué iba a hacer al respecto.
La señora de Lobo Feroz cerró el expediente de la adolescente y lo dejó dando un golpe en el escritorio.
Ahora le quedaba preocuparse por su médico y por la otra mujer desconocida.
«¿Por qué ellas?»
Alcanzó su bolso y sacó un trozo de papel en el que había garabateado los nombres y las fechas de los libros de su marido y los casos de asesinato que en apariencia no tenían conexión, pero que a él le había parecido apropiado recortar de los periódicos y guardarlos en su álbum de cuero.
Pensó que tenía que investigar un poco. No sabía cuánto tiempo tendría para hacerlo, pero sabía que tenía que darse prisa.
Esa mañana, en su despacho, el Lobo Feroz transcribía contento los apuntes de la conferencia. También estaba satisfecho con las llamadas que había hecho.
«A veces el ruido más fuerte que puedes hacer no es en absoluto ruido», escribió.
El teléfono móvil que había utilizado para llamar a las tres pelirrojas lo había comprado en una pequeña tienda de electrónica, en una que no tenía cámaras, de eso se había asegurado, y lo había pagado en efectivo. Después de parar junto a la autopista y haber realizado las llamadas, había sacado todos los chips de memoria y había aplastado el teléfono con el tacón. Parte del teléfono lo había tirado en un contenedor de un área de descanso. El resto lo había lanzado a un pequeño río no muy lejos de donde se había celebrado la conferencia. Una de las cosas con las que el Lobo Feroz más disfrutaba en el sistema de asesinato era la preparación para anticipar cada pequeño detalle de la muerte.
La clave —tecleó con furia— radica en asegurarse de que has logrado establecer el nivel adecuado de terror. El miedo en la víctima, tanto si se provoca en unos pocos segundos de pánico cuando se da cuenta del peligro como si se trata de una ansiedad incontrolable que aumenta poco a poco, es lo que hace que cometan errores inmensos y pone de relieve tu emoción igual de inmensa. Tropiezan y se exponen cuando intentan huir o esconderse. Pasa siempre. ¿Alguna vez has visto una de esas películas sangrientas de adolescentes? Da igual qué dirección tomen, Jason o Freddy Krueger o el tipo de Texas con la máscara y la motosierra ha anticipado sus movimientos y les está esperando. Lo que las víctimas no entienden es que las acciones provocadas por el miedo las hacen infinitamente más vulnerables. Cuando corren como locas, abren la puerta a alguien que conoce más el terreno para explotar su miedo. Decir que Viernes 13 enésima parte realmente consigue plasmarlo puede resultar un poco exagerado, pero en verdad no lo es. ¿Te acuerdas de La Caperucita Roja? El lobo conoce cada milímetro del terreno hasta un extremo que ella no puede imaginar. Esas películas no son distintas. Son esos espacios creados por el miedo no planeado lo que el asesino verdaderamente sofisticado ha de aventurar. Algunos de los momentos más intensos de la experiencia de matar vienen de esos lugares, incluso aunque sean breves.
Todo segundo es valioso.
El mejor asesino gana tiempo.
El Lobo Feroz dudó, los dedos sobre el teclado. Sentía el progreso inexorable en las palabras que fluían en la pantalla del ordenador y en el aumento regular de las páginas en una caja a la altura del codo.
«Armas —pensó—. Hora de seleccionar las armas.»
La muerte de Pelirroja Uno sería diferente a la de Pelirroja Dos. Y ni la primera ni la segunda tendrían nada que ver con la de Pelirroja Tres.
Tres asesinatos al azar sin conexión aparente. Todo lo que había aprendido hablando con policías, en la conferencia de la noche anterior, en conversaciones con abogados defensores y fiscales bajo la apariencia de la investigación de un libro y de estudiar con detenimiento la literatura popular, tanto de ficción como de no ficción, le había enseñado que el día en que muriesen las tres Pelirrojas tendría que parecer que se trataba de una desgraciada coincidencia. Automáticamente, habría tres grupos de investigación separados que trabajarían en tres homicidios claramente únicos, en tres partes diferentes del país. Si la policía se tomaba el tiempo para que los investigadores comentasen los casos, vería un montón de contrastes, no tres asesinatos relacionados entre sí. Cada caso pertenecería a un tipo distinto de novela de suspense. Cada uno estaría diseñado para destacar por sí solo, cuando en realidad la verdad era totalmente diferente. De esta manera, creía con firmeza que cuando su libro llegase a las librerías lleno de detalles y verdades que sólo un asesino consumado podía saber, se redoblaría la fascinación del público.
La publicidad que lo rodearía, abochornaría a la policía local y catapultaría el libro a los primeros puestos de las listas de éxitos. Estaba completamente seguro de que así sería.
Las tres Pelirrojas no solo satisfarían todos sus enrevesados impulsos asesinos. Le harían muy rico.
Cuchillos. Pistolas. Cuchillas. Cuerdas. Sus propias manos grandes.
Tenía una gran variedad de medios a su disposición. Simplemente era cuestión de encontrar el estilo adecuado para cada Pelirroja.
«Esto —pensó— no es nada inusual para el escritor de novelas de suspense. Es lo que se hace de forma rutinaria con los personajes y los argumentos.»
Sonrió, en realidad se rio con fuerza, antes de inclinarse de nuevo para proseguir con el trabajo de planificación que tanto le cautivaba. Le parecía que era como un arquitecto. Creía que cada línea que trazaba era una línea exacta.