31
Jordan no veía nada por la ventana salvo la creciente oscuridad. El ángulo a través del cristal mostraba canchas vacías que se mezclaban con hileras de árboles lejanos que marcaban el principio de la zona protegida de tierra sin explotar. Esto era algo típico en los colegios privados de Nueva Inglaterra; preferían la imagen arbolada, aislada y boscosa que daba a los visitantes la impresión de que no había nada que distrajese del mundo del estudio, los deportes y las artes que el colegio promovía. Jordan sabía que en otras direcciones había luces brillantes, música a todo volumen y los típicos problemas que habitualmente encontraban las adolescentes. Sus problemas no tenían nada que ver con el de ellas.
Esperó pacientemente a que la psicóloga que estaba sentada detrás del escritorio frente a ella terminase la conversación que mantenía con un psiquiatra local especializado en soluciones farmacológicas para los miedos adolescentes. Discutían sobre una receta de Ritalin, el medicamento preferido para el tratamiento por déficit de atención con hiperactividad. La psicóloga, una mujer joven angulosa y desaliñada, probablemente tan solo unos diez años mayor que Jordan pero que se esforzaba en parecer más madura, tenía cuidado de no mencionar nombres porque estaba Jordan. Parece que el problema era una nueva receta que no se debería haber extendido. Jordan sabía exactamente por qué este alumno anónimo se había quedado sin Ritalin antes de tiempo: porque había vendido algunas o le habían robado unas cuantas, o quizá las dos cosas. Se trataba de una de las drogas preferidas para las fiestas.
«Diversión para algunos —pensó—, y ahora el chaval no se puede concentrar lo suficiente para aprobar el examen trimestral de Historia.»
Tenía ganas de reír por el dilema y por la forma patética en que el alumno había intentado convencer a la psicóloga para que le recetase más. Jordan sabía que el colegio controlaba el número de pastillas que cada alumno «debía» tener en un momento dado: lo justo para un respiro de la distracción una vez al día.
La psicóloga gesticuló en el aire, como si quisiese puntualizar algo y, con el teléfono todavía en la oreja, hizo un gesto en dirección a Jordan, un movimiento que significaba «espera un momento», y Jordan volvió a mirar por la ventana. Distinguía su reflejo en un extremo de la hoja de cristal, pálida, como si la imagen fuese algo diferente a Jordan. «Esa es Pelirroja Tres, no Jordan», decidió.
La psicóloga colgó el teléfono con un coro de «de acuerdo, de acuerdo, de acuerdo» repetidos antes de desplomarse en la silla y mirar a la adolescente. Sonrió.
—Bueno, Jordan, háblame sobre lo que viste anoche.
«No se anda con rodeos», pensó Jordan.
—Tal vez si me diese una receta de Ritalin… —empezó Jordan.
La psicóloga fingió reírse.
—Era una conversación bastante predecible, ¿no crees?
Jordan asintió con la cabeza.
—Pero intentar sin éxito convencer al personal de que no hay necesidad de utilizar sustancias de clase 4 no es lo mismo que ver cómo se suicida una mujer.
«Directa al grano», pensó Jordan.
—Volvíamos al colegio en la furgoneta después del partido. Yo era la única que miraba por la ventanilla. Vi a una mujer que se subía a la barandilla del puente y la vi saltar. Entonces grité. Simplemente una reacción natural, supongo.
La psicóloga se inclinó hacia delante esperando más.
Jordan se encogió de hombros.
—No es como si yo la hubiese matado.
«Pero ahora ella es libre», pensó Jordan. Era como ver a alguien que recibe un regalo que le hace una ilusión especial. Envidiaba a Pelirroja Dos.
Jordan se revolvió en su asiento. La psicóloga le hacía más preguntas, pretendiendo averiguar los sentimientos, las impresiones. Era inevitable que intentase encajar esta conversación con una discusión sobre sus padres, sus notas y su mala actitud. Jordan ya se lo esperaba y contestó de la forma más escueta posible. Solo quería irse de la consulta con el mínimo daño posible y retomar la tarea de salvar su vida. Estaba dispuesta a decir cualquier cosa, a comportarse como fuese necesario o a actuar de la forma más indicada para lograrlo.
«Nada de lo que diga aquí significa nada.»
Por un instante se planteó contarle todo a la psicóloga: las cartas. El vídeo. Todo lo que suponía haberse convertido en Pelirroja Tres. Era como contarse un chiste y tuvo que reprimir una sonrisa.
«¿Y qué hará? Pensará que estoy loca. O quizá llame al director. Es una idiota bien intencionada y llamará a la policía. Más idiotas bien intencionados. Y entonces el Lobo Feroz simplemente desaparecerá en el bosque y esperará hasta que vuelva a estar sola y pueda hacer lo que le dé la gana. Quizá me dé un año o dos y después volveré a ser Pelirroja Tres de nuevo. Y sé lo que él hará entonces.»
Jordan se oía a sí misma contestando a las preguntas de la psicóloga, pero apenas prestaba atención a lo que ella decía. Las palabras que pronunciaban sus labios eran inconsistentes y débiles y no guardaban una verdadera relación con lo que le estaba sucediendo. Creía que el hierro forjado y el acero verdaderos estaban en su interior, bien guardados por el momento, reservados para cuando los necesitase de verdad. «Que será bastante pronto —pensó.
»El Lobo Feroz es nuestro problema —se dijo—. Y lo resolveremos nosotras.»
Sonrió a la psicóloga, preguntándose despreocupadamente si una sonrisa era justo la reacción adecuada, pensando que quizá la forma más rápida de salir de la consulta y de la visita sería admitir un pequeño trauma para que la psicóloga tuviese algo de lo que escribir en un informe para enviarle al director y que todo el mundo pensase que estaban haciendo su trabajo. De manera que Jordan se planteó durante un instante esta posibilidad y dijo:
—Me da un poco de miedo tener pesadillas. Me refiero a que veo a esa pobre mujer al saltar. Fue tan triste. Sería terrible estar así de triste.
La psicóloga asintió con la cabeza. Escribió algo en un bloc de notas. «Pastillas para dormir —pensó Jordan—. Me va a recetar somníferos. Pero solo un par para que no pueda suicidarme.»
Sobre la entrada del centro médico había una única luz tenue y Jordan se detuvo un instante al salir para contemplar la noche que se extendía ante ella. El edificio estaba encajado en una bocacalle de una de las zonas menos concurrida del campus, de manera que Jordan supo que tendría que pasar por una zona en penumbra a esas horas para llegar a un lugar donde hubiese estudiantes por los senderos.
De pronto, sintió una vacilante sensación de soledad, como si la oscuridad tuviese la misma cualidad trémula e incierta que las olas de calor en una calzada un abrasador día de verano. Esto no tenía sentido para Jordan; hacía frío. Tendría que haber sido un mundo de claridad casi helada, pero no lo era.
Al salir, encogió los hombros para protegerse del frío que había arreciado y avanzó con premura.
No había dado más de media docena de pasos cuando vio la figura en las sombras, en el lugar donde un roble grande rozaba contra la parte trasera de uno de los edificios de clases ahora vacías.
Fue como ver a un fantasma. A punto estuvo de tropezar y caer. Tuvo la típica sensación de que el corazón se le paraba y todo empezaba en el mismo microsegundo.
La figura iba vestida de negro. Una bufanda y un gorro escondían su rostro. El único rasgo que parecía brillar con vida eran sus ojos.
Jordan levantó una mano, moviéndola a través de la noche delante de ella, como si quisiese borrar la visión. La figura permaneció quieta, mirándola. Lentamente, vio cómo el hombre levantaba la mano y la señalaba.
La voz parecía amortiguada, como si la brisa la hubiese llevado hasta ella desde varias direcciones diferentes.
—Hola, Pelirroja Tres.
Una parte de su ser se quedó clavada. Otra entró en pánico, como si se hubiese soltado de algún amarradero en su interior. Quería echar a correr, pero tenía los pies pegados al suelo. Era como si el miedo hubiese dividido su cuerpo en dos y como gotas de mercurio que caen en el suelo y se dispersan, partes de Jordan se desperdigaban en diferentes direcciones. Por su cabeza pasaban órdenes contradictorias, todas fuera de control. Sintió que la debilidad de sus rodillas se extendía como una infección por todo su cuerpo y pensó que se desmoronaría en el suelo, se acurrucaría en posición fetal y simplemente esperaría. «Ha llegado el momento —pasó por su cabeza, seguido de—: ¡me va a matar ya!»
Jordan retrocedió tambaleándose, como si la hubiesen golpeado.
La figura pareció deshacerse en el grueso tronco negro del árbol. Era como si Jordan ya no pudiese enfocar la mirada, ya no pudiese diferenciar entre una persona y una sombra. Sin darse cuenta, levantó los dos brazos y los mantuvo así delante de su rostro, como si quisiese protegerse de un golpe.
Un extraño sonido la rodeaba, al principio no lo reconoció, pero de repente se dio cuenta de que era su respiración, superficial, áspera y convertida en un gimoteo infantil.
Miró a su alrededor descontrolada, pensando «que alguien me ayude», pero no lograba formar estas palabras con la lengua y los labios para después gritarlas. No había nada excepto oscuridad y silencio. Cuando dirigió de nuevo los ojos a la figura, ya no estaba. Como si se tratase del espectáculo de un mago, había desaparecido en las sombras.
«Corre», gritó para sus adentros.
Apenas fue consciente de haber dado la espalda al lugar donde había visto la figura y se había lanzado hacia delante.
Era una atleta y era rápida. Daba igual que llevara la mochila cargada de libros o, dado el caso, los tacones de una reina del baile de fin de curso. No había hielo en los senderos y daba unas zancadas cada vez más largas. Sus pies machacaban el macadán negro del sendero con un crujido que parecían disparos que se oyen a lo lejos. Movió los brazos y corrió a toda velocidad, la desesperación le hacía ganar rapidez y lo único que era capaz de pensar era que no lograría ser lo bastante veloz. Notaba al lobo detrás de ella, acortando la distancia, intentando morderle los talones con las fauces, los dientes acercándosele. La sensación de que solo le quedaban segundos de vida la destrozó y quiso gritar que no era justo, que quería vivir, que no quería morir allí, esa noche, en un colegio que odiaba, rodeada de personas que no eran sus amigos. Jadeando pronunció las palabras: «¡Mamá, socorro!» A pesar de que sabía que su madre no podría ayudarla, porque nunca había ayudado a nadie salvo a sí misma. Se sintió como una niña pequeña, poco mayor que un bebé, impotente e indefensa, aterrorizada y asustada de la oscuridad, de los truenos, de los relámpagos, a pesar de que el mundo a su alrededor todavía permanecía en calma.
Justo en el instante en que notó una mano que la agarraba por detrás, tropezó. Parecía que todo le daba vueltas y se cayó, despatarrada como un patinador que pierde el equilibrio. Extendió las manos para protegerse de la caída y dio un pequeño grito. La superficie dura del sendero le había arañado dolorosamente las palmas y se había golpeado la rodilla. Le dolía todo el cuerpo y se quedó aturdida durante unos instantes. Estaba boca abajo sobre la tierra fría, pero tuvo la sensatez de darse la vuelta y darle una patada al lobo que sabía que le había mordisqueado los tobillos y la había hecho caer. Podía oír sus gritos «¡Largo! ¡Largo!», como si viniesen de otro lugar y no de ahí en ese mismo instante. Todo parecía deshilvanado, inconexo, irreal y extraño.
Devolvió los golpes. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Dio puñetazos, luchó utilizando todos los músculos, los tendones tirantes hasta el límite, golpeando la oscuridad que la amenazaba. Sintió que sus manos golpeaban el pelo, la piel y los dientes desnudos y afilados que la desgarraban; sintió la saliva y la sangre caliente que le salpicaban en la cara, impidiéndole ver bien. Sintió que la agarraban y la levantaban y ella arañaba y rasgaba, utilizando hasta la última fibra porque no estaba dispuesta a morir ahí. Luchó con todas sus fuerzas.
Contra nada.
Tardó unos segundos, segundos que parecieron mucho más que cualquier espacio de tiempo que Jordan había experimentado jamás, incluso el final de un partido reñido, donde la tensión y el tiempo se fundían para que todo pareciese ir más deprisa o más lento, como si las reglas de la naturaleza hubiesen quedado suspendidas, en darse cuenta: «Estoy completamente sola.»
«Nada de lobo.»
«Nada de asesino.»
«Nada de morir.»
«Al menos no todavía.»
Jordan estaba tumbada despatarrada sobre el suelo frío. Sentía el calor que emanaba rápidamente de su cuerpo. Miró el cielo negro de la noche y vio estrellas que parpadeaban. Cerró los ojos y escuchó. Sonidos familiares abarrotaban su oído: un coche lejano que aceleraba, estudiantes ruidosos en el internado, unos pocos acordes de una guitarra eléctrica acompañados de las fuertes notas de un saxofón. Cerró bien los ojos, antes de abrirlos de golpe.
«Pasos.»
Dio un grito ahogado de nuevo y se sentó. Miró a la derecha y después a la izquierda, girando la cabeza de un lado a otro.
«Nadie.»
—Pero le he oído —murmuró en alto, como si estuviese discutiendo consigo misma. Pelirroja Tres pensaba una cosa. Jordan Ellis pensaba otra.
Escuchó atentamente e imaginó que oía un lejano y mortecino aullido de lobo inconfundible, imposible. Sabía que tenía que ser una alucinación, pero a ella le parecía real. Era como estar atrapada en una época diferente, en un mundo distinto donde los depredadores merodeaban a sus anchas después del atardecer. Sabía que formaba parte de la vida moderna, con todas las luces y la energía del progreso, pero que el grito desesperado que había escuchado con claridad pertenecía a una época muy distinta. Existía y no existía a la vez.
Jordan se puso de pie como pudo. Tenía los vaqueros desgarrados y sentía la sangre pegajosa en las palmas de las manos y en la rodilla. Con urgencia buscó entre las sombras a su alrededor otra señal del Lobo Feroz.
Pero solo encontró sombras negras.
Jordan notaba cómo el miedo desaparecía y la urgencia lo reemplazaba y empezó a correr de nuevo. Pero esta vez el ritmo era más controlado, sencillamente sabía que tenía que regresar a algún lugar iluminado lo antes posible.
Cuando el móvil sonó en su bolso, Pelirroja Uno estaba de pie en el rellano de la escalera que bajaba hasta el sótano y llevaba una bandeja con una ensalada, un sándwich de jamón y una botella de agua. Había llamado a Pelirroja Dos, que la esperaba abajo, fuera de la vista, oculta de las miradas fisgonas.
Dejó la bandeja y sacó el teléfono de la cartera.
—¿Sí? ¿Jordan? —contestó Karen.
—Estaba aquí, estaba aquí mismo, me estaba esperando y me ha perseguido, al menos, eso creo, pero he conseguido escapar. O quizá, no lo sé… —Jordan hablaba deprisa, excitada, las palabras apenas se entendían, pero el impacto era inconfundible.
La voz de la adolescente se fue debilitando hasta acabar en una confusión silenciosa.
La racionalidad de la doctora tomó el relevo.
—¿Qué has visto exactamente?
—Estaba en el centro médico. Me han obligado a ver a una psicóloga porque creen que estoy traumatizada después de haber informado del suicidio de Sarah…
—Aunque tú sabías…
—Sí, claro, yo sabía que ella estaba bien, ese era el plan, pero cuando salí había un hombre entre las sombras, lo vi, pero después ya no estaba allí…
—¿Estás segura?
Pelirroja Tres dudó. Jordan no estaba en absoluto segura de nada. El miedo, lo entendía, crea confusión. Así que no fue completamente honesta.
—Sí. Estoy segura. Bastante segura. Me habló. Le oí llamarme Pelirroja Tres. Al menos, eso creo que oí.
—¿Cómo podía saber que estabas en el centro médico?
—No lo sé. Tal vez me había seguido antes y yo no me había dado cuenta y se limitó a esperarme fuera.
—De acuerdo —repuso Karen con lentitud.
—¿Karen? —dijo Jordan bruscamente.
—¿Sí?
—Me siento muy sola.
Karen quería decir algo reconfortante, pero no se le ocurría ninguna palabra que pudiese ayudar. En cambio, la cabeza le bullía de ideas.
—¿Estás segura de que era él?
—Sí. Todo lo segura que puedo estar.
—No estás sola. Estamos en esto todas juntas —añadió Karen, aunque en realidad no lo creía—. Mira, Jordan, aguanta. Te llamaré más tarde. —Cerró el teléfono y miró a Sarah.
»Coge tus cosas —dijo, con la brusca decisión de un capitán marino—. Tenemos un par de minutos. El Lobo Feroz ha estado siguiendo a Jordan, así que sabemos que ahora mismo no está aquí fuera. Tenemos que irnos.
—¿Jordan está bien? ¿Crees que deberíamos ir a verla?
—Estaba asustada. Pero se le pasará, creo. Tenemos que seguir con el plan. No puede enterarse de que estás viva. Tenemos que mantenerte oculta. Es la única forma.
Sarah asintió con la cabeza. Todo lo que tenía era una pequeña talega de lona con algunas prendas que Karen le había dejado, el ordenador portátil de Karen y algunas hojas de papel llenas de información sobre una mujer fallecida llamada Cynthia Harrison. También llevaba el revólver de su difunto marido. Ese revólver era lo único de la vida pasada de Sarah Locksley que permanecía intacto.
Las dos mujeres, que se movían lo más rápido posible y comprendían que algo había pasado esa noche que debería asustarlas, salieron de la casa como una exhalación y cruzaron a toda prisa el jardín hasta el coche de Karen. Esta introdujo la llave en el contacto y al acelerar las ruedas giraron sobre el camino de entrada de tierra y grava.
—Te están esperando en cualquier momento —dijo—. Y aunque él sospeche algo, ya no sabrá dónde buscar. Al menos estarás a salvo mientras hacemos lo que debemos hacer.
Ni Pelirroja Uno ni Pelirroja Dos se creían por completo esta afirmación. Quizá, pensaban ambas, tal vez pequeñas partes de sus vidas podrían estar seguras.
Pero toda no.
La puerta principal se cerró con un golpe sordo. Oyó lanzar una chaqueta al colgador y guardar las botas en un armario.
—Hola, cariño. Siento haber llegado tarde.
—No te preocupes. La cena estará lista en un par de minutos.
—Quiero tomar unas cuantas notas y luego salgo.
—¿Qué tal ha ido?
—Guay. Muy guay. He ido a la cita como me dijiste. La he visto entrar. Fue fantástico. Fantástico de verdad. El tipo de escena que ayudará de veras al libro. Me hubiera gustado poder entrar en la consulta con ella para escuchar lo que decía. Pero eso me lo puedo inventar, no es problema. Conseguir plasmar bien el lenguaje de los adolescentes es todo un reto. Vaya, lo ha sido desde que J. D. Salinger en cierto modo definiese el género entero. Pero añadir estos pequeños detalles es lo que da vida a la historia. La verdad es que te debo una.
La señora de Lobo Feroz sintió una oleada de placer. Cuando le llamó no estaba segura de si su marido iba a estar interesado en la cita. Ahora sentía que realmente formaba parte del proceso creativo.
—Eso es lo que esperaba. Por eso te llamé. Así que si me debes un favor, ¿fregarás los platos esta noche?
El Lobo Feroz besó a su mujer en la mejilla, después le pellizcó el trasero y ella dio un pequeño chillido de placer y le pegó en la mano con una indignación fingida.
—Sí. Por supuesto. —Los dos se rieron—. Solo voy a apuntar algunas ideas para el próximo capítulo, me lavo y estoy listo para cenar. Me muero de hambre.
El Lobo Feroz estaba sorprendido del hambre que tenía. Acercarse tanto a Pelirroja Tres, aunque solo hubiesen sido unos pocos segundos, le había provocado un hambre atroz. Sintió una sensación paralela de deseo; era todo lo que podía hacer para no agarrar a su mujer y arrancarle la ropa. Se maravilló ante la intensidad de sus sensaciones. «La pasión y la muerte van de la mano», pensó.
—¿Pronto me dejarás leer un poco más?
Sonrió.
—Pronto. Cuando esté más cerca del final.
Hubo un momento de duda en la cocina, cuando el Lobo Feroz hizo una pausa, antes de dirigirse a su despacho. Volvió la vista atrás para mirar a la señora de Lobo Feroz que estaba de pie delante de la cocina, removiendo el arroz que hervía en una cazuela. Tarareaba una canción y él intentó reconocer cuál. Le resultaba familiar y estaba a punto de recordarla. Solo necesitaba oír unas cuantas notas más. Miró a su alrededor durante unos instantes. Vio la mesa puesta con dos cubiertos y olió el pollo que se asaba en el horno. Se deleitó con la casi aplastante normalidad de toda la escena. «Eso es lo que hace que asesinar sea especial —pensó—. En un momento dado estás sentado en la cabina cumpliendo con tu rutina, completamente prosaica, comprobaciones previas al vuelo hechas un millón de veces, y al cabo de un minuto estás acelerando por la pista de despegue, ganando velocidad e impulso para despegar hacia algo completamente diferente cada vez. Te liberas de todas las ataduras terrenales.»
La señora de Lobo Feroz golpeaba el borde de la cazuela que hervía a fuego lento con una cuchara de palo grande. Como un batería que intenta capturar un ritmo esquivo, se dio cuenta de que el ritmo de su vida había cambiado de una forma misteriosa y agradable. «Escribir, asesinar y amar —pensó—, todas son a su manera exactamente la misma cosa, como diferentes puntadas en la misma tela.» Golpeó el borde de la cazuela con el mango de la cuchara con una secuencia conocida: bum, pam bum, pam bum bum. El famoso compás del bajo de Not Fade Away, la canción de Buddy Holly tantas veces versionada.