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Karen intentó adoptar un tono despreocupado, desafecto al teléfono. Había marcado el número de la tienda Apple de un centro comercial situado a unos cuarenta kilómetros y le habían pasado con un joven de su Genius Bar, que le había dicho que se llamaba Kyle.

—Tengo una duda de informática —dijo Karen, siendo lo más escueta posible.

—Vale. Dime —repuso Kyle, sin señalar lo obvio, pues no había otros motivos para llamar a la tienda.

Al fondo se oían respuestas de otros «genios» de Apple con su característica camiseta azul que hablaban sobre bits y bytes, descargas y memoria.

—¿Se puede subir algo a YouTube de forma anónima? Estamos preparando algo especial para el cumpleaños de mi marido, y los niños y yo queríamos hacer un vídeo sorpresa, está de servicio en el extranjero, ¿sabes?, y parte de la sorpresa consiste en que no pueda rastrear el origen, porque no queremos desvelar la segunda sorpresa que hemos pensado para cuando vuelva a casa…

Entonces se calló. Era consciente de que no tenía ningún sentido y era una mentira flagrante, pero imaginó que bastaba para que Kyle el Genio le proporcionara la información que necesitaba.

—Ah, claro. ¿Subirlo de forma anónima? Ningún problema. No cuesta mucho, la verdad —dijo.

—¿Totalmente imposible de rastrear?

—Sí —respondió.

—Y si quisiera saber quién lo ha subido, ¿cómo lo haría?

—Fácil de subir. Difícil de rastrear —se limitó a decir Kyle.

—¿Puedes explicármelo un poco más? —pidió Karen. Esperaba que su voz no destilara la tensión que sentía en su interior.

—Bueno, en realidad son dos preguntas distintas —repuso—. Primero es subir un vídeo de forma anónima. No es demasiado difícil. Basta con llevar el portátil a cualquier servidor público, como una cafetería o la biblioteca. Luego se crea una cuenta proxy en un sitio web como TOR, que te da un programa que garantiza el anonimato. Para cuando subes un vídeo a YouTube, estás utilizando un servidor que no puede relacionarse contigo y un sitio que esconde toda la información informática relevante, por lo que aunque uno fuera a ese lugar, acabaría chocando contra un muro.

—Pues parece mucho trabajo.

—No tanto. Basta con ir a algún local, tomarse un café a precio de oro y hacer unos cuantos clics discretos. Yo diría que se trata de un inconveniente relativamente pequeño a cambio de un secretismo total.

Daba la impresión de que Kyle estaba aburrido con la pregunta.

—Pero la policía…

—Nada —le interrumpió de inmediato, con renovado entusiasmo—, no pueden hacer nada. Chocarían contra los mismos muros electrónicos. Y, suponiendo que el servidor público de la biblioteca o cafetería no tenga cámaras de seguridad, pues… ya está. El vídeo ya está subido, te borras del TOR o lo que sea, nadie nota nada y desapareces.

El Lobo Feroz sabría lo de las cámaras de seguridad, pensó Karen. Era imprescindible. Sabría de ordenadores. Sabría de sitios web que crean el anonimato. De repente imaginó que sabría de «todo» aunque eso fuera imposible.

—Y rastrear a la persona…

—¿Se refiere a si alguien subiera algo de forma anónima a la que quisiera rastrear? ¿Como si alguien le hiciera a usted lo que quiere hacerle a su marido?

La pregunta de Kyle tenía cierto tono burlón, como si comprendiera que realmente no hablaba de su marido, pero estaba dispuesto a seguirle el rollo.

Eso era lo que Karen quería saber en realidad. Notó que se le encogían las vísceras, como si la abrazaran con fuerza. Notó el sudor en las axilas y se recordó que debía mantener la voz despreocupada y alegre, aunque le resultara prácticamente imposible.

Por lo que parecía, Kyle era joven, probablemente de veintipocos años, pensó, pero con respecto a los conocimientos informáticos, era mucho mayor que ella.

—Exacto —dijo.

—Creo que por ley a YouTube se le exige que guarde el máximo de información posible en caso de que la policía entre en escena, o algún abogado con una citación. Están muy sensibilizados con el tema del acoso y la intimidación por Internet por culpa de todos los casos que han aflorado por todas partes como setas. Reciben muy mala prensa cuando algún imbécil de instituto sube algo para humillar o intimidar a un ex novio o novia. Con Facebook pasa lo mismo. Pero van a encontrarse con el mismo problema cuando intenten averiguar algo. De todos modos, no sé cómo funciona el ejército o la CIA. Los espías. Cuentan con mecanismos de alto secreto para rastrear a los malhechores como en Irak. Pero por cada experto del FBI, hay docenas o millones de profesionales informáticos que trabajan para saltarse las normas. Y los tíos que no trabajan para el gobierno son mucho más habilidosos.

Karen no sabía qué más preguntar, pero Kyle continuó amablemente y se iba emocionando por momentos.

—Es como lo que se ve en el cine y en la tele —dijo Kyle—. Ya sabe que siempre hay una escena en la que o los buenos o los malos piratean esto o aquello y encuentran información que te cagas sobre otro tío o un complot o algo por el estilo que está flotando por el ciberespacio y todo parece cobrar sentido y nos lo tragamos.

—¿Sí? —preguntó Karen. Nada de lo que le contaba Kyle servía para tranquilizarla sino que se sentía mareada.

—Pues es porque normalmente tiene sentido.

—Gracias, Kyle —dijo Karen—. A lo mejor tengo que llamarte otra vez.

—Cuando quiera, doctora —dijo antes de colgar.

Tardó unos instantes en caer en la cuenta de que no se había identificado. Y tampoco le había dicho su profesión a Kyle. Identificación de llamada en el teléfono, supuso. Se quedó mirando el auricular negro que sostenía en las manos durante unos instantes. «¿Qué otra información le proporcionaba?» Teléfono fijo, teléfono móvil, teléfono de la consulta. ¿Adónde había ido a parar su intimidad? Estaba asustada.

Entonces se volvió hacia la pantalla del ordenador. Se asustó todavía más.

A Sarah se le habían secado las lágrimas.

Imaginó que era inevitable; se sentía como si hubiera caído de bruces en un cuarto oscuro y supiera que en algún punto del suelo había una trampilla por la que caería en una especie de olvido interminable. Daba igual que caminara con cuidado porque la puerta se abría a sus pies y no había forma de evitarla.

Durante unos instantes se quedó mirando la pantalla del ordenador, contemplando el vídeo de YouTube cuyo enlace había recibido y visto por tercera o cuarta vez. Quizás habían sido cinco. Había perdido la cuenta.

De repente alargó la mano y cogió el revólver de su esposo de la mesa que tenía al lado. Antes de comprender en su totalidad lo que estaba haciendo, quitó el seguro, se levantó de la silla y fue a trompicones por la casa hasta llegar a la puerta delantera. Sin vacilaciones, abrió la puerta de golpe y salió al porche, balanceando el revólver a derecha e izquierda, bajando la mirada hacia el cañón, con el dedo en el gatillo, preparada para disparar de inmediato.

«¡Venga ya! ¡Maldita sea! ¡Venga! ¡Estoy preparada para ti!»

Tuvo la impresión de estar gritando, pero entonces comprendió que las palabras solo estaban en su cabeza, y que tenía los dientes apretados, tan apretados que le empezaba a doler la mandíbula.

Giró hacia la derecha una segunda vez y entonces repitió el movimiento hacia la izquierda, cual peonza que gira encima de una mesa.

Al final bajó el arma y volvió a poner el seguro. Sarah espiró lentamente, inhaló el aire fresco y se preguntó si había contenido la respiración durante segundos, tal vez un minuto o quizás el día entero hasta ese preciso instante, aunque fuera imposible.

De repente el revólver le pareció pesado y le rebotó en la cadera.

A Sarah le entraron ganas de reír.

Nadie a la vista. Nadie caminaba arriba o abajo en la calle de delante de casa. No pasaba ningún coche lento. No veía una sola alma.

Qué afortunados eran, pensó. Todos los vecinos que ya no se interesaban por ella. Todos los desconocidos que podían haber pasado por delante de su casa por casualidad en ese momento.

Todos tenían la suerte de estar vivos.

Se dijo que habría sido capaz de levantar el arma, apretar el gatillo y matar a cualquiera. Le habría dado igual que hubiera sido el Lobo Feroz o no. Había empezado a pensar que todo el mundo era el Lobo Feroz.

Suspiró y volvió a entrar. Sarah tenía la impresión de que los vecinos se habían olvidado totalmente de ella. Nadie quería contagiarse del virus de la desesperación que ella portaba. Así pues, nadie reconocía su existencia. Ya no.

«Puedo estar desnuda junto a la ventana. Podría ir desnuda por la calle con el revólver en la mano. Podría bailar desnuda en medio de la carretera disparando a lo que me dé la gana y nadie me prestaría la más mínima atención —se dijo—. Me he vuelto invisible.»

Se sentía tentada de probarlo. Pero entró en la casa, cerró la puerta detrás de ella y dispuso de nuevo el sistema de alarma casero compuesto de latas y botellas antes de volver a situarse frente al ordenador.

Un segundo pensamiento se abrió paso en su cabeza.

«Soy invisible para todo el mundo salvo para una persona.»

Notó que empezaba a respirar de forma entrecortada y atormentada.

Sarah pulsó la flecha de reproducción con el cañón del revólver y se dispuso a mirar por tercera vez lo que había recibido.

Pero mientras miraba, alzó el arma y apuntó a las imágenes que tenía delante.

El vídeo de YouTube para Pelirroja Uno empezaba del mismo modo que el de Tres: la cámara recorría rápidamente una arboleda anónima, como un animal que se mueve veloz por un terreno conocido. Cuando Pelirroja Uno lo vio por primera vez, pensó que era el bosque de detrás de su casa. «Seguro», pensó. Una idea aterradora. Luego el vídeo cambiaba a una imagen distante de ella en la parte trasera del parking de la residencia geriátrica, captada fumando después de alguna muerte, pensando ilusa que se entregaba a su peligroso vicio en solitario sin ser vista.

El vídeo de Pelirroja Dos era igual que los demás, con las imágenes rápidas en el bosque. Pero el suyo pasaba a una toma hecha a través del cristal de un coche en el parking de una tienda de licores barata. Se trataba de una licorería que Pelirroja Dos conocía de sobras. La imagen se mantenía un momento que parecía una eternidad hasta que Pelirroja Dos salía por las enormes puertas de cristal con los brazos llenos de bolsas de papel repletas de botellas de alcohol. La seguía hasta que entraba en el coche y conducía no muy recta por una calle conocida.

Al igual que el vídeo de Pelirroja Tres, cada minigrabación se había tomado en algún momento de los últimos meses. Las imágenes no coincidían necesariamente con los desapacibles comienzos del invierno en los que las tres pelirrojas estaban atrapadas. En los vídeos, los árboles estaban cubiertos de hojas. La ropa era propia de otra estación.

Todos los vídeos se demoraban en la última imagen, salvo el de Pelirroja Dos. El de Pelirroja Uno acababa con las volutas de humo del cigarrillo alzándose por encima de su cabeza. El de Pelirroja Tres acababa con ella desapareciendo en la residencia como si la engulleran las sombras del atardecer. Pero el final del vídeo de Pelirroja Dos añadía una crueldad gratuita. Después de que el coche saliera del parking de la licorería, la imagen había cambiado y al verla por primera vez había proferido un grito de dolor irreconocible:

Un cementerio. Una lápida. Dos nombres seguidos de la misma fecha. Estimado esposo. Estimada hija. Muertos.