28

La señora de Lobo Feroz estaba extrañamente familiarizada con la turbulenta sensación que sacudía sus sentimientos. Era la ridícula esperanza de que todo volviese a ser como era, enturbiada por la certeza de que nada volvería a ser como antes. Había pasado por una enfermedad que había amenazado con robarle la vida, había experimentado la fría creencia de que su propio cuerpo estaba a punto de traicionarla y se había enfrentado a la idea de que la muerte inminente la esperaba.

Y había sobrevivido.

Sin embargo, no estaba segura de poder sobrevivir a lo que la esperaba ahora. «¿Puede matarme la verdad?», se preguntaba.

Sabía la respuesta a esa pregunta.

«Claro que sí.»

Se le llenó la cabeza de advertencias furibundas.

«Idiota. Idiota. Idiota. Nunca debiste abrir la puerta del despacho. Antes de hacer esa estupidez eras feliz. Nunca abras una puerta cerrada con llave. Nunca.»

Al otro lado de la habitación el Lobo Feroz examinaba el correo y descartaba casi todo en el cubo de plástico que utilizaban para el reciclaje, haciendo una mueca a la factura ocasional que aparecía entre folletos, catálogos y cartas que ponían «importante» en el sobre pero que, en realidad, eran señuelos para nuevas tarjetas de crédito o peticiones para donaciones a partidos políticos o para buenas causas. La señora de Lobo Feroz se dio cuenta de que su marido guardaba algunas de esas cartas; sabía que hacía pequeñas donaciones para la investigación sobre el cáncer y las enfermedades cardiovasculares. Se trataba de unos pocos dólares aquí o allá, donaciones que le hacían bromear y decir: «Solo intento asegurarme de que iremos al cielo.»

No estaba segura de que el cielo todavía fuese una posibilidad para cualquiera de los dos.

—¿Quieres que veamos un poco la tele? —preguntó el Lobo Feroz cuando, con una floritura tiró la última carta inútil a la basura.

La señora de Lobo Feroz sabía que la respuesta habitual era «sí», a la que le seguía que cada uno se sentase en su asiento habitual y zapease por los canales de siempre hasta encontrar los programas usuales. Había algo maravillosamente reconfortante, casi seductor, en la idea de que con solo decir «sí» y colocarse suavemente detrás de su marido, las cosas volverían a ser como antes. Con palomitas.

Albergaba muchas dudas. Gran parte de su ser insistía en callar la boca, hubiese pasado lo que hubiese pasado, y dejar que todo volviera inexorablemente a la vida que la había hecho tan feliz. Pero una pequeña parte de su ser se daba cuenta de que no había nada en el mundo más pernicioso que la incertidumbre. Había pasado por ello con la enfermedad y ahora se preguntaba si alguna vez podría volver a tomar la mano de su marido y estrecharla en la suya sin que la embargasen dudas persistentes y aterradoras.

Y mientras este debate se lidiaba en su interior y hacía que casi se marease por la ansiedad, oyó que decía:

—Tenemos que hablar.

Era como si alguien hubiese entrado en el salón y otra señora de Lobo Feroz hablase en voz alta, en un tono de voz siniestro y teatral, muy dramático. Quería gritar a esa intrusa: «¡Mantén la boca cerrada!» y «¿cómo te atreves a inmiscuirte entre mi marido y yo?».

El Lobo Feroz se volvió con lentitud hacia ella.

—¿Hablar? —preguntó.

—Sí.

—¿Sucede algo? ¿Te encuentras mal? ¿Tengo que llevarte al médico?

—No. Estoy bien.

—Qué alivio. ¿Tienes algún problema en el trabajo?

—No.

—Bien, de acuerdo. Hablemos. Será otra cosa, supongo. ¿Qué te pasa?

Parecía tan solo ligeramente confundido. Se encogió de hombros e hizo un gesto en su dirección, como invitándola a continuar.

La señora de Lobo Feroz se preguntó qué aspecto tenía su rostro. ¿Estaba pálida? ¿Estaba surcado por miedos? ¿Le temblaba el labio? ¿Tenía un tic en el ojo? ¿Por qué no veía la angustia que ella sabía que llevaba como un traje llamativo de vivos colores?

Pensó que era incapaz de respirar. Se preguntó si se iba a ahogar e iba a desplomarse en el suelo.

—Yo… —se calló.

—Sí. Tú, ¿qué? —respondió. El Lobo Feroz todavía parecía no darse cuenta de la terrible agonía que embargaba a su mujer.

—He leído lo que estás escribiendo —añadió.

La amplia sonrisa se borró rápidamente del rostro de su marido.

—¿Qué?

—Te dejaste las llaves del despacho cuando cambiamos de coche la otra noche. Entré y leí algunas de las páginas en el ordenador.

—Mi nuevo libro —repuso.

Ella asintió con la cabeza.

—No tenías que haberlo hecho —declaró el Lobo Feroz. El timbre de su voz había cambiado. Ya no tenía un tono divertido; este había sido reemplazado por un tono uniforme y monótono, como una sola nota disonante en una melodía de piano desafinada que se toca una y otra vez. Había esperado que gritase indignado e iracundo. La ecuanimidad de su voz la asustaba.

»Mi despacho, mi trabajo, me pertenecen. Es algo privado. No estoy preparado para enseñárselo a nadie. Ni siquiera a ti.

La señora de Lobo Feroz quería decir «perdóname» o «lo siento». De repente se sentía confusa. No estaba segura de quién de los dos había hecho algo peor. Ella, por violar el espacio y el trabajo o él, porque quizá fuese un asesino.

Pero se tragó todas sus disculpas como si fuese leche agria.

—¿Las vas a matar? —preguntó.

Le parecía increíble que hiciese esa pregunta. Se había pasado de directa. Si él contestaba que sí, ¿qué significaría para ella? Si decía no, ¿cómo podía creerle?

Él sonrió.

—¿Qué crees que voy a hacer? —preguntó. El timbre de su voz había cambiado de nuevo. Ahora hablaba como alguien que está repasando la lista de la compra.

—Yo creo que tienes intención de matarlas. No entiendo por qué.

—Puede que saques esa conclusión de lo que has leído —repuso.

—¿Son tres…? —empezó una pregunta, pero se detuvo porque no estaba segura de cuál debía ser.

—Sí. Tres. Es una situación única —contestó a algo que ella no había preguntado.

—La doctora Jackson y esa chica de mi colegio, Jordan…

—Y otra más —añadió interrumpiéndola—. Se llama Sarah. No la conoces. Pero es especial. Las tres son muy especiales.

Esta palabra, «especial», le parecía errónea, pensó, pero no sabría decir cómo o por qué. Negó con la cabeza.

—No lo entiendo —prosiguió—. No lo entiendo en absoluto.

—¿Hasta dónde has leído? —inquirió.

La señora de Lobo Feroz dudó. La conversación no se desarrollaba como ella había pensado. Había hablado cara a cara con su marido y le había preguntado si era un asesino y esto tendría que haberlo aclarado todo, sin embargo ahora hablaban sobre palabras.

—Solo un poco —contestó—. Quizás una página o dos.

—¿Eso es todo?

—Sí. —La señora de Lobo Feroz sabía que era la verdad, pero daba la sensación de ser una mentira.

—Así que en realidad no sabes de qué trata el libro, ¿no? Ni lo que intento conseguir ni en qué contexto. Si te pregunto sobre el argumento o sobre los personajes o sobre el estilo, no serías capaz de contestarme, ¿verdad que no?

La señora de Lobo Feroz negó con la cabeza. Tenía ganas de llorar.

—Trata de asesinatos.

—Todos mis libros tratan de asesinatos. Sobre eso escriben los escritores de novela negra o de misterio. Pensaba que te gustaban.

Este comentario, que incluso podría ser una crítica, dio en el blanco.

—Claro que me gustan. Ya lo sabes —contestó. Parecía como si lo que pronunciaba fuese un ruego. Lo que quería decir era «esos libros fueron lo que nos unió. Esos libros me salvaron la vida».

—Pero solo has leído… ¿qué es lo que has dicho? ¿Un par de páginas? ¿Y crees que sabes de lo que trata el libro?

—No, no, claro que no.

—¿Te das cuenta de que ese manuscrito tiene varios cientos de páginas que no has leído?

—Sí.

—Si coges una novela de espías de John Le Carré, por ejemplo, y lees dos o tres páginas al azar por en medio del libro, ¿crees que podrías decirme de qué trata?

—No.

—¿Sabes siquiera si mi novela está narrada en primera o en tercera persona?

—Parecía en primera persona. Hablabas sobre un asesinato…

Él la interrumpió.

—¿Yo? ¿O mi personaje?

De nuevo tenía ganas de llorar. Tenía ganas de sollozar y de tirarse al suelo porque no sabía la respuesta. Una parte de ella temía que fuese «tú» y otra parte rogaba que fuese «tu personaje».

—No lo sé. —Es todo lo que fue capaz de decir. Pronunció las palabras en una especie de lamento.

—¿No confías en mí? —preguntó.

Al final, las lágrimas empezaron a empañar los ojos de la señora de Lobo Feroz.

—Claro que confío en ti —repuso.

—Y, ¿no me quieres? —preguntó.

Esta pregunta le afectó sobremanera.

—Sí, sí —repuso con voz ahogada—. Ya sabes que sí.

—Entonces, no veo cuál es el problema —añadió.

A la señora de Lobo Feroz le daba vueltas la cabeza. Nada sucedía como había pensado.

—Las fotografías de la pared. Los horarios. Los diagramas. Y después las palabras que he leído…

Esbozó una sonrisa bondadosa.

—Todo junto te ha hecho imaginar una cosa…

Ella asintió con la cabeza.

—… sin embargo, la verdad puede ser totalmente diferente. —Terminó su declaración.

Movía la cabeza arriba y abajo en señal de asentimiento.

—Así que —continuó hablando con voz suave, casi con las palabras sencillas que uno utilizaría con un niño—, todo lo que viste te preocupó, ¿no?

—Sí.

Se reclinó en el asiento.

—Pero soy escritor —prosiguió, con una amplia sonrisa en su rostro—. Y a veces para dejar volar la creatividad tienes que inventar algo real. Algo que parezca que está sucediendo delante de tus ojos. Algo más real que lo real, supongo. Es una buena manera de decirlo. Este es el procedimiento. ¿Crees que es así?

De nuevo temía ahogarse.

—Supongo que sí —repuso lentamente la señora de Lobo Feroz. Se secó algunas de las lágrimas en el rabillo del ojo—. Quiero creer… —empezó a decir pero se detuvo bruscamente. Volvió a respirar hondo. Se sentía como si estuviera debajo del agua.

—Piensa en los grandes escritores Hemingway, Faulkner, Dostoievski, Dickens… o los escritores actuales que más o menos nos gustan como Grisham y Connolly y Thomas Harris. ¿Crees que eran diferentes?

—No —contestó dubitativa.

—Lo que quiero decir es que, ¿cómo inventas a un Raskolnikov o a un Hannibal Lecter si no te metes completamente en su piel? Si no piensas como ellos. Si no actúas como ellos. Si no dejas que se conviertan en parte de ti.

El Lobo Feroz no parecía que quisiese una respuesta a su pregunta. Su esposa se sintió vapuleada de un lado a otro por la incertidumbre. Lo que le había parecido tan obvio y aterrador cuando invadió su despacho, ahora parecía algo diferente. Cuando leyó la novela que estaba escribiendo, ¿ya se había acercado a ella con sospechas o de forma ingenua e inocente? De pronto, se recordó sentada en la consulta médica austera y estéril, escuchando los complicados tratamientos y los programas terapéuticos, aunque en realidad solo oía las pocas posibilidades que tenía de vivir. Le parecía que toda esta conversación era igual. Tenía dificultad para oír cualquier otra cosa que no la reconfortase, aunque todo parecía volverlo más complejo. Pero al mismo tiempo, la señora de Lobo Feroz se agarraba a hilos de certeza. Una sola voz aterrorizada gritaba en su interior y al final cedió y formuló la atrevida pregunta.

—¿Has matado a alguien?

Hubiese deseado poder convertir esta pregunta en una exigencia, como un fiscal cargado de ira justificada e insistencia en la verdad en un juicio de ficción, pero sentía que se deshacía. Qué fácil era ser dura y firme en el colegio con todas las peticiones estúpidas de adolescentes egoístas y privilegiados. Ser dura con ellos no era un reto. Esto era distinto.

—¿Crees que he matado a alguien? —preguntó.

Cada vez que le devolvía las preguntas, ella se sentía más débil. Era como estar delante de uno de los espejos de la Casa de los Espejos y ver cómo el cuerpo se ensanchaba y era gorda y después se alargaba y era delgada y sabía que ese no era exactamente su aspecto, aunque temía de alguna forma quedar atrapada en la imagen distorsionada del espejo y que esa imagen deforme, rara, se convirtiese en ella. Con paso inseguro, la señora de Lobo Feroz se incorporó, caminó hasta donde había dejado su cartera y extrajo varios manojos de papel. Cogió todas las copias impresas y las hojas de cálculo que había recopilado ese día. La mano le temblaba mientras las sostenía, miró hacia abajo y de repente se sintió confusa; las había colocado en perfecto orden antes de salir del despacho. Estaban organizadas y ordenadas por horas y fechas y detalles como si demostrasen por sí mismas algunos puntos. Pero a la señora de Lobo Feroz le parecía que de alguna manera, como por arte de magia, habían cambiado. Ahora estaban completamente desordenadas, un desorden inconexo y enmarañado que no servía de nada.

—¿Qué es todo eso? —preguntó bruscamente el Lobo Feroz. De nuevo la irritación se había deslizado en su voz.

—¿Por qué guardabas recortes de periódico de estos asesinatos? —intentó formular una pregunta sensata, una pregunta que ayudase a aclarar las cosas.

—Documentación —repuso con rapidez en tono cortante—. Basar las novelas en hechos reales. Guardar recortes. Recordar la técnica que ha funcionado.

La miró fijamente.

—Así que no solo has leído mi nueva novela, sino que además has mirado mi álbum de recortes.

Se sintió como si la estuviesen interrogando. No lograba decir sí, de manera que se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Qué más? —preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—¿Qué más? —preguntó de nuevo.

—Eso es todo —repuso. Las palabras, al pronunciarlas, le arañaban la garganta.

—Pero eso no es todo, ¿no es así?

Ahora las lágrimas sí que le quemaban los pómulos. Quería rendirse a la desesperación.

—He intentado comprobar —gimió.

No hacía falta que dijese lo que había intentado comprobar.

—¿Comprobar? ¿Cómo?

—He llamado al agente que se ocupaba de este caso.

Le pasó un recorte de periódico. El artículo trataba sobre una adolescente que había desaparecido cuando regresaba andando a casa desde el colegio. En el lenguaje periodístico de un periódico de poca monta, describía un terror inconmensurable. En un momento había desaparecido de la tierra y había sido asesinada. El caso era peor que una pesadilla y la señora de Lobo Feroz se estremeció levemente cuando su mano rozó la de su marido. Pensó que estaba atrapada entre la esterilidad del artículo periodístico y la verdad completamente terrible de los últimos minutos de la chica desaparecida. La señora de Lobo Feroz miró a su marido mientras sus ojos recorrían el artículo. Esperaba una explosión de ira de superioridad moral, aunque no estaba segura de por qué iba a reaccionar de esta manera. O de cualquier otra manera.

El Lobo Feroz echó una ojeada a las páginas y después se encogió de hombros. Se las devolvió a su mujer.

—¿Qué te dijo?

—No mucho. Es un caso abierto. Archivado. No espera que haya ningún avance.

—Eso es lo que hubiese esperado yo. Si me hubieras preguntado, te lo podría haber dicho. Seguramente has hablado con el mismo agente con el que yo hablé hace años, cuando estaba escribiendo el libro.

Eso no se le había ocurrido a la señora de Lobo Feroz.

—No sé si recuerdas, en mi novela la chica es de octavo curso. Es rubia y proviene de una familia desestructurada. —Ahora el Lobo Feroz hablaba como un maestro a una clase de alumnos especialmente tontos—. Pero como ves en esta fotografía, la víctima era más mayor, morena y formaba parte de una familia extendida.

La señora de Lobo Feroz se estremeció. «Claro. Tenías que haberlo recordado. Todo es diferente.»

El Lobo Feroz cruzó los brazos.

—Pensaba que siempre habíamos confiado el uno en el otro —prosiguió—. Cuando estuviste enferma, ¿no confiabas en que cuidaría de ti?

—Sí —masculló.

—Desde el mismísimo día en que nos conocimos, ¿no hemos tenido siempre, no sé, algo especial?

—Sí, sí, sí —contestó. Parecía que rogaba.

—Siempre hemos sido compañeros, ¿no es así? ¿Cuál es esa palabra tonta que utilizan los niños hoy en día? ¿Almas gemelas? Eso es. Bueno, dos palabras. Desde el primer momento supiste que estabas en la tierra para mí y yo supe que estaba aquí para ti…

De los labios de la señora de Lobo Feroz brotaban síes pronunciados con suavidad.

El Lobo Feroz sonrió.

—Entonces, no entiendo —añadió—. ¿Qué es lo que tanto te preocupa?

—Las otras… —empezó a decir.

—¿Cuáles?

—Antes de que nos casásemos. Antes de conocernos.

—¿Otras mujeres?

—No, no, no…

—Entonces, ¿qué otras?

Hablaba con suavidad. Las palabras parecían flotar en el aire entre ellos, como nubes.

—Las mujeres en los artículos de los periódicos.

—¿Te refieres a los casos reales que utilicé para mis novelas?

—Sí.

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Las asesinaste? ¿Y después escribiste sobre ellas?

El Lobo Feroz dudó. Señaló el sofá del salón, movió la mano para que su esposa ocupase su asiento habitual. Ella hizo lo que le indicaba, dejando que las preguntas reverberasen en la casa como un trueno lejano cuyo sonido disminuye entre el martilleo de la lluvia. Cuando se sentó, incómoda, el Lobo Feroz se dejó caer en el sillón donde normalmente se sentaba por las tardes. Se reclinó, como si se relajase, pero miró hacia el techo como buscando orientación.

—¿No tiene más sentido leer sobre esos casos y después escribir sobre ellos? —preguntó al final, bajando los ojos para fijarlos en los de ella.

La señora de Lobo Feroz intentaba organizar sus pensamientos, comparaba las fechas de las muertes con las fechas de publicación, añadiendo el tiempo que tomaba escribirlas, el intervalo entre la complexión y la publicación. Todos los factores matemáticos implicados. No entendía por qué las fechas que estaban claramente grabadas en su memoria ahora parecían borrosas e ilegibles.

—¿De verdad crees que he matado a alguien? ¿A cualquiera? ¿Crees que ese soy yo?

No estaba segura. Una parte de su ser quería decir sí. Pero otra parte no. Se encontró moviéndose hacia delante de forma involuntaria, de manera que estaba sentada al borde del sofá, casi a punto de deslizarse al suelo. Se sentía mal, tenía náuseas, la cabeza le daba vueltas y notaba un dolor inconexo por todo el cuerpo. El corazón le latía con fuerza, lo sentía empujando con furia contra su pecho y las sienes le palpitaban con un repentino y terrible dolor de cabeza. Tenía sed, la garganta reseca y de repente pensó: «Si me dice la verdad, ¿tendrá que matarme?

»Quizás eso sería mejor.»

—Por supuesto que no —repuso.

El Lobo Feroz suavizó la mirada y contempló a su mujer de la misma manera que un niño miraría a un gatito. Su cabeza no paraba, en parte felicitándose y en parte pensando con rapidez nuevos planes. En primer lugar, le parecía que la conversación había ido exactamente de la forma que esperaba. No había sabido «cuándo» su mujer iba a tropezarse con su realidad, pero sí había sabido que sucedería y en muchas ocasiones, solo en su despacho o encaramado en alguna atalaya observando a las tres pelirrojas, imaginaba lo que ella diría y cómo él le respondería. Y estaba contento con la forma en que había limitado las mentiras. Creía que era un factor importante. Siempre hay que decir la máxima verdad posible, para que así las mentiras sean bastante menos reconocibles.

Pero más allá de su sensación de satisfacción por haberse preparado para ese momento, ya estaba acelerando el siguiente paso. «Escribe un capítulo titulado “Mantener el disfraz adecuado” —se dijo—. La clave para un asesinato perfecto radica en crear el escondite apropiado. No tiene sentido ser un solitario, estar aislado, apestando a obsesión al primer policía que llegase olfateando algo. Los mejores asesinos parecían a simple vista ser algo muy diferente. Jamás nadie podría decir sobre él: “Parecía que tramaba algo malo.” No. Sobre el Lobo Feroz dirían que no tenían ni idea de que era tan especial. “Parecía tan normal. Pero no lo era, ¿no es así?”

»“No teníamos ni idea de que era tan increíble.”

»Eso es lo que dirán sobre mí.»

Miró a su mujer. Veía todos los problemas y las dudas que todavía retumbaban en su interior como si fuesen destellos de luz que brotaban de sus ojos.

El Lobo Feroz alargó el brazo y le cogió la mano. Todavía temblaba.

—Creo que he sido demasiado celoso de mi trabajo —declaró—. Demasiado, demasiado celoso —recalcó—. Me conoces tan bien —continuó, mintiendo ligeramente—. Creo que tendría mucho más sentido que estuvieses un poco más involucrada. Sabes tanto sobre literatura y te gustan tanto las palabras y me conoces tan bien, tal vez sería una ventaja que me ayudases un poco. Bueno, tú siempre has sido mi mejor fan. Tal vez con esta novela también podrías ayudarme un poco. Ser una especie de ayudante de producción o mi editora, de hecho.

Vio que su mujer levantaba un poco la cabeza. Su ternura tuvo un claro impacto.

—Sécate las lágrimas —dijo, mientras alargaba la mano y cogía un pañuelo de papel de una mesa auxiliar para después secarle los ojos con delicadeza.

La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza. Consiguió responder a su sonrisa con otra propia.

—Pero no estoy muy segura de lo que puedo hacer… —empezó a decir, pero él movió la mano en el espacio que había entre ellos, cortándola.

—Ya se me ocurrirá algo —repuso.

Se incorporó de su asiento habitual y se sentó a su lado.

—Me alegro de haber tenido esta charla —prosiguió—. Quiero hacerte sentir mejor y sé que cuando te preocupas tanto no es bueno para tu corazón.

—Estaba tan… —de nuevo dejó la frase inacabada.

«¿Asustada? ¿Preocupada? ¿Inquieta? —pensó—. Bueno, pues tenías todo el derecho a estarlo.»

Se rio y le dio un apretón de hombros, rodeándola con suavidad con sus brazos, como si fuesen un par de preadolescentes en su primera salida al cine.

—Es difícil vivir con un escritor —añadió.

La cabeza de la señora de Lobo Feroz subía y bajaba.

—Muy bien —dijo el Lobo Feroz con una sonrisa—. ¿Así que me ayudarás a matarlas?

Pronunció la palabra «matar» en un tono que implicaba que estaba rodeada de signos de interrogación. «Una mentira más —pensó—. Y después podremos ver la tele.»

La señora de Lobo Feroz asintió con la cabeza.

—En la ficción, claro —puntualizó el Lobo Feroz con una risa feliz.