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«Los asesinatos constan de tres etapas», escribió el Lobo cuando por fin regresó a su despacho después de la larga entrevista con el agente de policía, cerró la puerta con llave y se deleitó durante unos instantes concentrado en silencio.
Planificación. Ejecución. Consecuencias.
Si se presta poca atención a cualquiera de estas tres fases, el fracaso resulta inevitable. La clave reside en exigirse más a uno mismo. Es crucial reconocer que al término de la segunda fase, por profundamente emotiva y satisfactoria que resulte, y por mucho que uno se haya preparado para ese momento, siguen habiendo pasos críticos por dar. En pocas palabras, no ha acabado. Acaba de empezar. Creo que se parece un poco a los soldados que vuelven a casa de la guerra intentando acostumbrare a un restaurante de comida rápida tras meses de privaciones y miedo, o, quizás, al astronauta que regresa de orbitar durante mucho tiempo en el espacio y se enfrenta al registro de automóviles; se necesita cierta descompresión antes de regresar a la vida normal, una vuelta atrás, donde el asesino necesita emerger de la emoción y pasión de la cacería y el asesinato y dejar que se convierta en un recuerdo edulcorado. Para crear el contexto emocional del gozo se necesita una planificación tan cuidadosa como para el asesinato en sí. Ahí es donde fallan los aficionados torpes y los aspirantes mediocres, después de perpetrar el asesinato que han inventado, y entonces no saben disfrutar del momento. Además, es importante ser consciente de que no anticipar las necesidades de la última etapa genera frustración y consternación y conduce a errores en las dos primeras fases. Se corre un grave peligro si uno no se prepara bien para el goce post mórtem.
Cuando se ha logrado algo especial, se necesita mucho coraje y concentración y fortaleza de espíritu para permitirse volver a ser aparentemente normal incluso cuando se es consciente de que la persona que los demás ven es una mentira absoluta.
Como siempre, las palabras acudían a raudales al Lobo.
Daba la impresión de que los dedos bailaban por el teclado, concentrado como estaba en la entrada que iba tomando forma ante sus ojos. Se sintió a gusto, como si fuera un deportista que acomete la rutina de un entrenamiento, donde los kilómetros que recorre o el agua que fluye bajo sus brazadas fueran como tantos otros empujones conocidos desde atrás. Hizo una breve pausa para dedicar un pensamiento a cada una de las pelirrojas, y consideró que se acercaba el momento en el que tendría que ponerse manos a la obra con cada una de las muertes. «Pelirroja Uno es especial porque se ha enfrentado a la muerte con mucha frecuencia con una profesionalidad consumada, pero ahora debe enfrentarse a una muerte sin diagnóstico. Pelirroja Dos es única porque está muy ansiosa por morir y ahora se enfrenta al hecho de que sus deseos más profundos se conviertan en realidad, pero no del modo que esperaba. Y Pelirroja Tres es excepcional porque ha hecho tanto por desperdiciar su futuro que ahora tiene que enfrentarse al hecho de que otra persona le robe el poco futuro que le queda.» Negó con la cabeza y soltó un fuerte gruñido. Entrante. Segundo plato. Postre. Cada etapa de un asesinato tiene sabor propio y se puso a cavilar sobre la situación actual de cada Pelirroja.
Escribió: «Quiero que cada fase siga su curso.»
El Lobo era plenamente consciente de que, como en cualquier relación, un asesinato tenía que resultar satisfactorio a todos los niveles. Las palabras sueltas le salían como balas de metralleta: Amenaza. Miedo. Proceso. El momento. El seguimiento. Recuerdo.
Cualquier descuido mermaría la experiencia global.
Volvió a vacilar y en esta ocasión dejó vagar la mirada por la última entrada en la pantalla del ordenador. «¿Qué hace que un libro realmente funcione? —Se planteó de repente—. Tiene que asumir riesgos. Tiene que absorber al lector al interior de la historia. Cada personaje tiene que ser fascinante a su manera. Debe crear la necesidad imperiosa en los lectores de pasar página. Esto sirve tanto para una novela costumbrista como para un thriller de ciencia ficción. Las mismas normas del asesinato se aplican a la escritura. ¿De qué sirve —escribió— contar una historia que no tiene repercusiones mucho después de que se haya leído la última página? ¿Acaso el asesinato no se enfrenta a la misma pregunta? Tanto el escritor como el asesino acometen la tarea de crear algo que perdure. El escritor quiere que el lector recuerde sus palabras mucho después de la última página. El asesino quiere que el impacto de la muerte permanezca. Y no solo para él sino para todos aquellos a quienes la muerte ha afectado.
»El asesinato no se limita a una sola muerte. Es una onda que se expande en la vida de muchos.»
Tamborileó el escritorio de madera con los dedos, como si aquel tecleo rápido acelerara sus pensamientos y los convirtiera en palabras nuevas que podía escribir. Durante un instante envidió a los artistas que se limitaban a trazar una línea en un lienzo en blanco y dejaban que aquel pequeño movimiento definiera todo lo que estaba por llegar. «Pintar es fácil», pensó. Comprendió que las similitudes entre un asesino y un artista era que ambos tenían un retrato totalmente acabado de lo que emergería con claridad en su cabeza cuando plasmaran el primer trazo del diseño. Aquella idea le hizo desplegar una amplia sonrisa.
Entonces escribió en lo alto de una página nueva: «Por qué me gusta cada una de las Pelirrojas.»
El Lobo suspiró. Se dijo: «No basta con decir a los lectores cómo esperas acometer sus muertes. Hay que explicar por qué. En el cuento, el lobo no solo quiere una buena comida cuando acecha a Caperucita Roja por el bosque. Podría saciar su hambre en cualquier momento. No, su verdadera inanición es muy distinta y debe abordarse con intensidad.»
El Lobo volvió a vacilar. Había oscurecido en el exterior, la tarde había dado paso a la noche y esperaba que la señora de Lobo Feroz llegara a casa en breve. Hacía lo mismo todos los días, justo poco antes de las seis de la tarde soltaba un alegre «ya estoy en casa, cariño» al cruzar la puerta de entrada. El Lobo nunca respondía de inmediato. Le permitía unos momentos para que observara que su abrigo colgaba del perchero habitual, su paraguas en el soporte del vestíbulo y los zapatos quitados por consideración junto a la entrada del salón, sustituidos por unas zapatillas de piel abiertas por detrás. El par de ella, igual que los de él, la estaría esperando. Entonces ella pasaría de puntillas junto a la puerta cerrada del despacho, aunque llevara las bolsas de la compra y le fuera bien que la ayudaran. Sabía que se dirigiría de inmediato a la cocina a preparar la cena. La señora de Lobo Feroz consideraba que asegurarse de atiborrarlo era un elemento clave para alimentar el proceso de escritura. Él no se mostraba en desacuerdo.
Así pues, en cuanto oía el estrépito de los cacharros en la cocina mientras preparaba la comida, gritaba una respuesta, como si no la hubiera oído entrar.
—¡Hola, cariño! ¡Enseguida salgo!
Sabía que su mujer disfrutaba con aquel aullido desde detrás de la puerta del despacho, así pues la saludaba de este modo independientemente de su estado de ánimo o de la situación que se estuviera desarrollando en la página que tenía delante. Podía estar escribiendo sobre algo tan mundano como el tiempo o algo tan electrizante como el método elegido para matar. Daba igual. Él seguía alzando la voz para que ella le oyera. Decían las mismas cosas a diario.
«¿Qué tal el día?»
«¿Qué hay de nuevo en la escuela?»
«¿Has podido trabajar bien?»
«¿Te ha dado tiempo de pagar la factura de la luz?»
«Tenemos que hacer unas cuantas cosillas en el patio.»
«¿Te apetece cenar comida china mañana?»
«¿Vemos una película en la tele esta noche o estás demasiado cansado?»
«Este año quizá tendríamos que irnos de crucero. Hay muchas ofertas de viajes al Caribe. Hace meses que no nos tomamos unas vacaciones de verdad. ¿Qué te parece? ¿Hacemos una reserva y empezamos a ahorrar?»
El Lobo Feroz oyó un traqueteo distante. Tenía que ser la puerta de entrada. Esperó y luego oyó el saludo de rigor. Aquello marcaba el comienzo del proceso electrónico de cerrar todo aquello en lo que estaba trabajando y encriptarlo. De hecho resultaba innecesario. El tablón con fotografías ya resultaba lo bastante incriminatorio, información que le había proporcionado el agente. «A los asesinos, del tipo al que les gusta planificar, no los matones que roban en una tienda o se cargan a algún competidor del mundo del narcotráfico con una gran potencia de fuego automático, les gusta guardar recuerdos», le había dicho el policía con un tono de voz petulante y pagado de sí mismo. «Como si realmente supiera de qué está hablando», se dijo el Lobo. El agente le había resultado de gran ayuda y había respondido a todas sus preguntas, aunque a veces el policía había parecido un maestro que intenta explicar algo a los alumnos de primaria distraídos. Pero apagando así el ordenador tenía la sensación de que preservaba su intimidad. Era como apagar una máquina al tiempo que encendía su imaginación, porque cada Pelirroja brillaría en sus pensamientos a lo largo de la anodina velada que tenía por delante. No le importaba lo más mínimo. De hecho, tomó nota mentalmente de escribir un capítulo sobre la necesidad de guardar las apariencias con esmero y parecer mundano, ordinario y poco excepcional cuando lo contrario era precisamente lo cierto.
«Si eres fontanero, tienes que llevar el cinturón multiuso y las herramientas. Si eres vendedor, procura tener mucha labia y estrechar manos a diestro y siniestro constantemente. Y si eres escritor, procura formular preguntas como si buscaras información que plasmar en una página.»
—¡Enseguida salgo! —gritó, igual que hacía cada noche y justamente como sabía que ella esperaba—. ¡Ya estoy acabando!
«Pastel de carne —pensó—. Estaría muy bien esta noche. En su jugo y con puré de patatas.»
Y luego, si su mujer no estaba muy cansada, después de quitar la mesa y lavar los platos, una película. Apenas salían ya al cine y preferían apalancarse delante de la gran pantalla del televisor. El Lobo era muy considerado ante el hecho de que la señora de Lobo Feroz trabajaba duro en un empleo que revestía una importancia crucial en sus vidas: pagaba a sus acreedores y le permitía ser quien era, y teniendo en cuenta los problemas de corazón que había tenido, aunque ahora estuvieran superados, no quería que hubiera estrés en la casa. La recompensaba con la lealtad y una vida agradable y tranquila para los dos.
Era lo mínimo que podía hacer. Si él pensaba que necesitaba algo especial, la sorprendía con una cena ocasional en un bonito restaurante o con entradas en las primeras filas para la función de Macbeth en un teatro local. Aquellas salidas ayudaban a compensar la inevitable decepción que veía en sus ojos cuando de vez en cuando le anunciaba que tenía que salir solo «a documentarse».
Aquella noche pensó que consultaría la lista de televisión a la carta e intentaría encontrar algo gracioso y romántico que no fuese demasiado moderno. No le gustaba la última hornada de películas, que confundía la asquerosidad con las astracanadas. Prefería a los clásicos. Desde los Hermanos Marx y Jack Lemmon y Walter Matthau, hasta Steve Martin y Elaine May. Sabía de la existencia de Judd Apatow, pero realmente no entendía qué veía la juventud en aquel tipo de comedias cinematográficas. Él y su esposa se pondrían de acuerdo en alguno de los canales de películas antiguas y él se sentaría en su asiento reclinable y ella se desplomaría en el tú-y-yo adyacente. Ella prepararía para los dos una copa de helado de vainilla con unas chips de chocolate por encima antes de que empezara la película.
Se reirían juntos y luego se dirigirían a la cama.
A dormir.
Tenía la impresión de que realmente quería a su mujer. Seguía disfrutando cuando hacía el amor con ella de vez en cuando, aunque en los últimos meses se había imaginado que estaba encima de alguna de las tres pelirrojas mientras cubría a su mujer. No creía que ella se hubiera dado cuenta de esta distracción, si es que de eso se trataba. «Quizá —pensó— me vuelva más apasionado.» Pero también era consciente de que desde que su enfermedad y el desfile de médicos se les había echado encima, las ocasiones para copular habían disminuido. La frecuencia se había reducido a tal vez una o dos veces al mes, si acaso.
Sin embargo, su deseo permanecía intacto. Y se enorgullecía del hecho de que, incluso a su edad, no necesitaba la pastillita azul para rendir. Pero la idea de buscar sexo fuera del matrimonio nunca se le había ocurrido al Lobo.
Se descarriaba. Pero solo en su imaginación.
El Lobo miró la pantalla del ordenador y la página que tenía delante con el nuevo título del capítulo. Lo leyó en voz alta, pero sin pasarse: «Por qué me gusta cada una de las Pelirrojas.»
Acto seguido, hablando todavía con voz queda, respondió a la pregunta.
—Por lo que me dan.
«Pasión verdadera», pensó. Necesitaba plasmar aquella intensidad en las páginas de su libro.
Se imaginó que acecharlas y planear su muerte se parecía un poco a tener una aventura. No obstante, no consideraba que fuera engañar.
Sin duda eran como amantes que le esperaban pacientemente. Pero, a su manera, también eran como esposas fieles.