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El sol se había encaramado sobre la cima del Vesubio; soplaba una agradable brisa; en el muelle comenzaba el habitual ajetreo de los estibadores. Rodrigo contempló, melancólico, la bruñida superficie del Tirreno apresada en el golfo de Nápoles.
-¿Qué piensas? –preguntó Leonardo, sosteniéndole la mirada.
¡Qué fácil era zambullirse en esos ojos azules y cristalinos cargados de promesas!
-Maestro, ¿volveremos a vernos alguna vez? –dijo, con la voz entrecortada por la emoción.
El artista sonrió, señalando las cabriolas que describía en el aire una gaviota.
-Siempre que vueles nos encontraremos en la tierra adonde viajan los sueños.
Guardaron silencio; tan sólo se oían las olas del mar restallando contra el rompiente.
-Muéstrame la congoja que oprime tu corazón, hijo… -dijo de improviso Leonardo.
¡Aquel hombre extraordinario lo sabía todo…!
Rodrigo rompió a llorar, llevándose la mano al pecho; había brotado una punzada de culpa.
-Mi padre… -balbució.
-¿Sí?
-Cuando regresaba a casa de sus campañas, descargaba en mí su frustración…
-¿Por qué era infeliz?
-Por todo: la enfermiza relación con mi madre, su propia brutalidad, los sinsabores de la vida militar. Se desahogaba despertándome a media noche para bañarme en agua fría y azotarme hasta que perdía el sentido. Así pretendía endurecerme...
-¿Y tu madre?
-Ella rezaba ante el altar, esperando que su Dios bajase del cielo para impedir que mi padre siguiese atormentándome.
Se hizo un tenso silencio.
-Por eso deseaste su muerte…
-Sí, maestro. ¡Lo deseé con todas mis fuerzas!
-Y luego, cuando tu padre falleció, te culpaste...
Rodrigo agachó la cabeza, sintiéndose derrotado.
-No he dejado de culparme desde entonces.
Leonardo sonrió, pasando el brazo por sus hombros.
-En la vida todos necesitamos cubrir nuestra propia odisea de aprendizaje. Tu experiencia de estos años te ha fraguado como hombre y ahora llega el momento de levantar el vuelo; ¡conquistaste el premio del amor que exorciza a los fantasmas! Has de reconciliarte con el pasado a través del cariño que le entregues a tu madre; sólo nos hace libres el amor…
Rodrigo se enjugó las lágrimas, sintiéndose reconfortado; las palabras de Leonardo le habían imbuido la misma certidumbre que percibió en el castillo de San Jorge al tomar conciencia del sentimiento que le inspiraba Dana.
-Debo partir –dijo el toscano, dedicándole una de sus luminosas sonrisas-. Hasta pronto…
-¡Gracias, maestro!
Cuando Leonardo se hubo marchado, Rodrigo se apoyó en la balaustrada, respirando a pleno pulmón el húmedo aire napolitano. ¡Se sentía tan ligero tras despojarse de su carga que se creía capaz de volar!
Los pasos firmes del artista resonaban, alejándose, escaleras abajo.
-¡Amen Selah! –exclamó Rodrigo, agradecido.
Al cabo de un rato, cuando empezaba a dudar que esas palabras hubiesen llegado a su destinatario, sonó desde un punto incierto, como si procediese del mismo cielo, la voz metálica de Leonardo da Vinci, despidiéndose:
-¡Amen Selah, Rodrigo!