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Tenía muchos motivos para dejarse la piel, los sesos y lo que fuera menester en la arena. En primer lugar deseaba brindar su gloriosa victoria, si finalmente se propiciaba, a Dana. Luego estaba la cuestión de saldar las muchas deudas que ya arrastraba con su señor. Concederle el triunfo en aquella justa significaría mucho para Gonzalo, a quien tan escasas alegrías había podido concederle, lo cual le hacía sentirse un ahijado ingrato. También su padre, el capitán don Pablo Velarde, podía añadirse a la cuenta de las dedicatorias, para cerrar viejas heridas y conjurar definitivamente a esos fantasmas que seguían visitándolo en sueños. Por último estaba su pobrecita madre, doña Leonor, la esposa renegada y madre por accidente metida a monja por necesidad; sólo había obtenido frialdad y desapego tanto del marido como del hijo, y vegetaba, solitaria y desdichada, como una boya perdida en el océano.

¡A por todas!, se dijo, enrabietado, cuando las dos líneas de contendientes salieron a la carrera y se produjo el primer encontronazo. ¡Cielos, aquello era peor de lo que se imaginaba! A duras penas logró sostenerse sobre Incitatus. La lanza de su adversario se le había echado encima tan enfilada que no pudo esquivarla y le impactó con violencia en un hombro.

Acababa de pagar el peaje del novato; ahora cambiarían las tornas; ya había dejado de serlo.

Volvió a la formación encogido por el dolor. En la siguiente acometida, señalada por las trompetas, pudo zafarse del certero golpe rival; a la tercera intentona consiguió por fin enderezar su lanza lo suficiente para hacer blanco en un costado del caballero galo, que lo miraba airado bajo la celada.

El desafío marchaba sobre ruedas. Miel sobre hojuelas.

En el quinto choque, el más violento, Incitatus había cobrado tal ímpetu en la carrera que en cuanto la lanza de Rodrigo alcanzó al galo, su caballo, asustado, se trastabilló, descabalgándolo, y los jueces se levantaron de los asientos, temiendo una desgracia. El jinete cayó al suelo, jadeando de dolor, mas no tardó en incorporarse. No había nada que lamentar, por el momento.

-¡Bravo, Incitatus! –exclamó, palmeando al purasangre en el cuello.

¿Y ahora qué? Las tornas habían cambiado, era evidente. Tocaba combatir sin la valiosa colaboración de la montura. Cara a cara. Caballero contra caballero.

Puso pie a tierra y continuó batiéndose a espada contra su adversario. Si el francés, un coloso chapado de bronce, ya era bueno en la suerte a caballo, como espadachín se antojaba insuperable, juzgó tras un duro intercambio de estocadas. ¡A duras penas contenía su empuje con la liviana y bien templada cinquedea de Gonzalo!

Observó por el rabillo del ojo que no quedaba ningún luchador a caballo. Los franceses, expertos justadores, habían partido varias lanzas de los españoles, contraponiendo hábilmente sus escudos; en la bandera de Pedro de Paz se habían rendido cinco justadores, tres de ellos derrotados por el implacable brazo de Bayardo.

El caballero sin tacha y sin miedo, tras despachar en el primer embate al justador de la línea española que le correspondía, había desarmado con su maza a los otros dos que lo siguieron, haciéndoles morder el polvo de una forma humillante, para delirio del público, que vitoreaba su nombre, enardecido, y lo ovacionaba estrepitosamente en los lances más emotivos de los diferentes duelos.

Bayardo era sin duda el enemigo a batir. El último estandarte del ejército francés. El inexpugnable…

Luego de fintar en el último momento la estocada de su oponente, como le había enseñado Gonzalo, Rodrigo consiguió sorprender la guardia del coloso con un diestro espadazo; la cinquedea corrió ligera hacia su gaznate cuando el galo se derrumbaba como un bloque empujado por su propio impulso.

Rodrigo a duras penas lograba respirar. No podía creerse que hubiese llegado a esa ventajosa situación, él, un imberbe alférez que se estrenaba en su primera justa. Pero había que continuar con la escenificación. No bastaba con saberse vencedor. El público reclamaba dramatismo, de lo contrario sus aplausos se trocaban por silbidos y abucheos de reconvención.

-¡Rendíos, bellaco! –le dijo a su oponente, apoyando el pie en su pecho.

Hubo un nuevo receso de incertidumbre; no se sabía bien qué iba a suceder. Las gradas se sumieron en un silencio expectante. Podía imaginarse los rostros conmovidos por la emoción del momento; Dana y Gonzalo se hallarían tan suspensos del desenlace de aquel duelo que habrían contenido el aliento. También los demás contendientes aguardaban el resultado final de ese enfrentamiento que a priori se antojaba tan desigual: el joven y enjuto Rodrigo frente a ese avezado justador galo con aspecto de cíclope.

Entonces se escucharon esas palabras que parecían levantar un altar ante la imagen victoriosa del novato caballero español.

-Me rindo… -exhaló, sudoroso y sofocado, el gigantón galo.

Rodrigo alzó la visera, triunfante, llenando de aire sus pulmones, y se irguió, con las piernas sólidamente asentadas en la arena, en medio de una estruendosa ovación que daba la impresión de conmover hasta los cimientos del palenque.

Era la primera vez que se sentía verdaderamente satisfecho y orgulloso de sí mismo desde que había emprendido, obligado por su conciencia, la incierta carrera de las armas. Mas aquella victoria se hallaba carente de significado si no la compartía con las dos personas presentes entre los espectadores que se habían hecho merecedoras de ella; las buscó con la mirada; no tardó en distinguir en las gradas a su capitán, que le hacía una señal aprobadora, levantando el pulgar, y a Dana, que sonreía abiertamente, apartándose de la noble francesa que la acompañaba para mandarle un beso volado.

Qué momento irrepetible. ¡Se sentía el más feliz de los mortales! Había pasado la noche en vela, fantaseando con su comportamiento en la justa, y resultaba gratificante comprobar que la realidad se correspondía simétricamente con sus imaginaciones más osadas.

Mas la lid aún no había finalizado; restaba el premio gordo.

El invencible Bayardo…

El último cabalista
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