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-Ha llegado la hora de emprender el regreso, sire.
El Gran Capitán asintió, caviloso.
-De acuerdo, Velarde. Conozco bien el cariz de tus aprensiones, pero antes ocúpate de comprobar que no haya desmanes contra la población civil de Ruvo.
Rodrigo resopló, presa de impaciencia. ¿Qué le había dado hoy a su señor? ¿Por qué no se dedicaban, de paso, a arreglar las casas desvencijadas de los pobres habitantes de Ruvo?
-¡Quien se propase con sus gentes, ya sea violando a las mozas o saqueando los bienes de los lugareños, habrá de padecer los rigores que reservo a los soldados de baja estofa!
-Conformes…
Muy a su pesar fue a cumplir aquella nueva orden. En otras circunstancias habría aplaudido la actitud de su señor, loable como pocas, pero en esta ocasión se sentía mordido por la impaciencia, intuyendo que Dana estaba en peligro, y no veía la hora de volver grupas para regresar al campamento.
¿Por qué había de ser siempre tan perfeccionista Gonzalo, fiel a su propia ética, personal e intransferible?
-Sire, ninguno de los nuestros ha cometido tropelías –dijo, tras cumplir su mandado-. Ahora supongo que el victorioso ejército español puede regresar a Barletta…
-Cierto, Velarde, nada puede causarme mayor placer; mis maltrechos huesos requieren de reposo para curar las heridas que me infligió ese admirable galo.
El ingeniero apareció de improviso, con el semblante demudado.
-¡Capitán, la tropa está al borde del motín! –exclamó.
¡Lo que faltaba!
-¿Y cómo es eso, Navarro? –replicó Gonzalo, suspirando.
-La tropa se queja de no haber recibido los muchos dineros que Fernando le adeuda y lamenta que encima se le impida darse al pillaje...
-No le falta razón. Son ya muchos meses sin soldada y todos mis hombres tienen una familia que mantener… -convino, a regañadientes, el Gran Capitán.
-Aún así, sire, no creo que ni los soldados más proclives al pillaje osen dar saco a la plaza, como haría en su lugar cualquier otro ejército –intervino Rodrigo, temiendo nuevas demoras innecesarias-. A estas alturas es incuestionable el respeto que os habéis granjeado, sire.
-Eso mismo pienso yo, Velarde; así que no hay nada que temer, amigo Navarro.
Teniendo presente la situación de penuria de la tropa, Gonzalo hizo el esfuerzo de ponerse a las puertas de la ciudad para impedir que se sacase cosa alguna de la iglesia o se hiciera a las mujeres la menor descortesía.
Rodrigo lo acompañaba, al borde de un ataque de nervios, por mucho que las gentes de Ruvo no parasen de decir que eran precisamente aquellos detalles los que habían magnificado el prestigio de su señor.
El ingeniero llegó trotando alegremente en su cabalgadura, que mostraba un gracioso aire de jumento por el enorme tamaño de su jinete.
-El balance no puede ser más positivo, mi general –dijo, dándose aires de suficiencia-. Tenemos un botín de mil caballos que reforzarán nuestra magra caballería frente a Nemours y hay seiscientos franceses prisioneros.
-¡Albricias! ¡No podías traer mejores noticias, Navarro! –replicó Gonzalo, complacido; volvía a sentirse en su salsa, feliz y contento, merced a aquellas buenas nuevas, a pesar de hallarse maltrecho por la tunda que le infligió el sepultado Señor de la Palisse.
Acababa de pasar ante ellos el último destacamento de infantes; ya no podían producirse atropellos en Ruvo, lo cual Gonzalo lamentaría vivamente.
-¿Partimos, sire? –dijo Rodrigo por enésima vez.
-Ahora sí, Velarde. Vayamos a disfrutar junto a los nuestros de una merecida pitanza con las provisiones que han traído los sicilianos.
El Gran Capitán sacudió un amistoso pescozón al ingeniero.
-¡Navarro, ha llegado el ansiado momento del reposo!
Rodrigo volvió a percibirla… Una de sus funestas premoniciones. Algo había sucedido. Dana se encontraba en peligro. Como si compartiese sus sospechas, el fiel Incitatus relinchaba furiosamente. ¡Otra vez no!, se dijo, sintiendo pánico.
Ya no cabían más dilaciones, así que picó espuelas para poner rumbo a Barletta.