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Esa sensación de libertad era única; nada podía comparársele; de pronto desaparecía la gravedad terrenal con su terrible cargamento de realidad que lastraba el corazón, atándolo a la piedra de las limitaciones materiales. ¡Sólo los pájaros podían vivir sus sueños! Los humanos debían conformarse con despegar a través de la imaginación, se dijo Rodrigo, entusiasmado.

Aprovechando la sensacional oportunidad de sentirse pájaro por una vez, sobrevolaron el volcán Vesubio y llegaron hasta Herculano y Pompeya. Al regresar disfrutaron la vista de la bella Nápoles, que desde las alturas se antojaba más sugerente; la colina de Castel Sant’Elmo, donde a aquellas horas el Gran Capitán se habría entregado a los brazos de Morfeo; más allá, la catedral de San Gennaro, la iglesia de San Domenico Maggiore y el monasterio de Santo Tomás, entre un caserío recoleto y terroso, todo ello recortado en las estribaciones montañosas que rodeaban el amplio golfo del Mar Tirreno.

Se compenetraban tan bien pilotando el ornitóptero como si se hubiesen pasado la vida haciéndolo; empujaban la palanca y dirigían el timón por turnos, según les apeteciese, para que ambos describieran cabriolas en el aire a su gusto, sintiendo que gobernaban aquella máquina fantástica cuyo artífice no podía ser otro que Leonardo da Vinci, el hombre que se había pasado la vida observando el vuelo de las aves para imitarlas.

-¡Jamás olvidaré esto! –exclamó Dana.

-Yo soñaré con ello cada noche –replicó Rodrigo.

Y allí, encaramados en el pájaro del toscano, en mitad del cielo, juntaron sus bocas, intuyendo que nunca volverían a ser tan felices como lo eran en ese instante sublime.

El último cabalista
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