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Cefalonia, año 1500

 

Había vuelto a tener la maldita pesadilla; cuatro lobos feroces, de gran tamaño, con los ojos inyectados en sangre, lo perseguían en mitad de la niebla, en una noche de luna llena, a través de un bosque fantasmal; él corría al límite de sus fuerzas, desnudo…

Rodrigo se incorporó, mirando desorientado a su alrededor. Se encontraba en el pabellón de campaña de su señor, el Gran Capitán, adonde había acudido a descabezar una siesta tras comer un puñado de almendras y un mendrugo de pan. Se levantó apresuradamente y descorrió la lona; en el campamento había cundido el pánico; una densa polvareda cubría las trincheras; en el castillo de San Jorge una parte del lienzo de muralla se había desplomado...

-¡Ha estallado el polvorín en la galería! –exclamó un artificiero.

¡Eso era un desastre! La galería que estaban excavando los zapadores del ingeniero Navarro parecía la única vía razonable para conquistar el castillo. ¿Cómo podrían abatir ahora a los turcos, que se defendían como gato panza arriba?

Desde las almenas caía una lluvia de piedras, saetas envenenadas, dardos y aceite hirviendo.

Se adentró en el desbarajuste bélico; a los pies de la muralla había varios heridos con el cuerpo semienterrado en las piedras.

-¡Cubrid con vuestros escudos a los tiradores para que puedan avanzar! –tronó la voz del Gran Capitán-. ¿No veis que el arcabuz pierde potencia a partir de las veinticinco brazas?

Los mosqueteros se turnaban, formando tres líneas, para alejar la presencia enemiga en el tope del terraplén, donde los infantes habían colocando unos tablones para trepar por ellos.

Se encaramó en el talud de cascotes.

-¡Por España! ¡Por Santiago! –exclamó, esgrimiendo el montante.

Algunos infantes habían alcanzado el borde de la muralla. A punta de maza, espada o daga intentaban romper el cerco defensivo que los hombres de Gisdar habían dispuesto en el camino de ronda.

Rodrigo se sintió atraído por un jenízaro que lo observaba desde las almenas; había engatillado su ballesta y lo apuntaba arrimando el ojo al carril saetero, con una extraña fijeza. Era un muchacho aún más joven que él; por la tez pálida de su rostro no parecía turco; a veces el emperador del Imperio Otomano reclutaba a hijos de cristianos para engrosar las filas de sus magros ejércitos.

-¡Esos infieles llevan al Diablo en la sangre! –dijo un infante-. ¡Han soltado varios lobos! ¡A cubierto!

El lobo era un gancho atado a una maroma; el arma defensiva más temida por los sitiadores; se utilizaba para izar al asaltante y arrojarlo al suelo desde una altura mortal; un golpe de efecto que aterrorizaba al ejército enemigo.

Las primeras tres víctimas ya habían alcanzado la suficiente altura para que sus cuerpos se destrozasen al caer; no cesaban de proferir alaridos, implorando clemencia.

Rodrigo se santiguó al ver cómo caía al vacío el primer cuerpo, entre bramidos ensordecedores, y se estrellaba contra los cascotes en una postura inverosímil, con las extremidades dislocadas y el cuello partido. ¡El cadáver se encontraba a unas brazas del parapeto rocoso que le servía de escondrijo!

La segunda víctima provocó un desagradable chasquido óseo al incrustarse contra los afilados salientes del talud. Luego se escuchó un aullido agudo, descendente, interrumpido bruscamente por el impacto: un sonido de nuez al quebrarse.

Aún no se había recuperado de la impresión cuando sintió algo moviéndose a sus pies; un contacto firme, duro, que le rodeaba el tobillo derecho; ¿una culebra? Nada de eso; era el maléfico lobo de los jenízaros; ¡ahora lo había atrapado a él!

Seré la cuarta víctima, se dijo. No tenía miedo, ni siquiera después del espectáculo que había presenciado en primera fila. Lo izaron rápidamente; su cuerpo ascendía bocabajo; la sangre se le agolpaba en la cabeza; volvió a santiguarse. El grito del Gran Capitán al reparar en el percance resonó en el campamento, entre el vocerío reinante.

-¡Velarde! ¡Voto al Diablo!

Gonzalo dispuso un frente de arcabuceros para alcanzar a los jenízaros que manejaban el lobo protegidos en la torre albarrana; tras las detonaciones, la atmósfera se impregnó de olor acre a pólvora, pero las balas daban en los sillares o se perdían en el aire.

-¡Afinad la puntería, canallas!

Rodrigo oía los disparos en sordina; la sangre congestionaba su cerebro. Había alcanzado la altura mortal de sus predecesores. La polea se detuvo, con un chirrido seco. Calculó que se encontraba a treinta varas del suelo. Ya no podía soportar aquella posición invertida; ¡le iba a estallar la cabeza! Se aferró a la maroma para ponerse boca arriba y respiró aliviado al sentir que la sangre volvía a distribuirse por todo el cuerpo.

Contempló impotente a sus compañeros, el campamento envuelto en nubes de humo, el pabellón del alto mando, los jinetes del jorobado Pedro de Paz tratando de socorrer a los heridos; a lo lejos, en la bahía, envueltos en la bruma, los navíos: carracas, bergantines, galeazas y galeones atracados en el aferradero.

El chirrido metálico de la polea al detenerse resonaba en sus oídos. Se veía a sí mismo suspendido, balanceándose, abrazado a la maroma, con el cuerpo tenso, conteniendo la respiración, a la espera del desenlace fatal. Le había llegado la hora, inesperadamente, como le ocurrió a su padre. Así era la vida del hombre de armas; podía apagarse en cualquier momento. Ahora me soltarán y mi cuerpo se estrellará contra el suelo, se dijo.

Un silencio sepulcral se apoderó del campamento; los arcabuceros se habían dado por vencidos. Gonzalo Fernández de Córdoba, rodeado de oficiales, parecía implorar a Dios que salvase a su protegido. Ponciano, el capellán, rezaba hincado de hinojos. Más allá, junto a las caravanas, las mujeres y los niños de los soldados aguardaban, expectantes.

Rodrigo oyó voces procedentes del castillo que discutían; volvió a sonar el chirrido de la polea y el gancho se elevó una braza más, hasta alcanzar el vano de la torre albarrana. Los rostros jenízaros que lo observaban desde el castillo de San Jorge sonrieron con complicidad. ¡Habían decidido tomarlo como rehén! ¿Quizá pensaban que la vida de un alférez podía cambiarse por un suculento botín…?

Cuando se volvió para ver a sus captores, distinguió al ballestero de las almenas que lo había observado con fijeza, como si tuviera algo personal contra él… Bajo la capa de tizne se ocultaba un rostro agraciado con unos expresivos ojos de color esmeralda.

No se trataba de un zagal, como creyó erróneamente; era una muchacha de unos dieciséis años; en su mirada palpitaba una mezcla de resentimiento y esperanza…

El último cabalista
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