15

 

 

 

 

Se despertó sobresaltado. Dana lo miraba sonriente.

-Qué tierna imagen. El caballero reposa abrazado a su caballo.

En efecto, se había quedado dormido a lomos de Incitatus; no era la primera vez que le ocurría; ¡increíblemente no se caía al suelo!; su fiel bayo estaba pendiente de evitarlo.

-Pensé que no ibas a venir –dijo, poniendo pie a tierra.

-Yo también.

-Has sabido encontrarme.

-No ha sido difícil. Supuse que te retirarías aquí para compadecerte de ti mismo.

-¡Sospechaba que tú también me viste la vez anterior!

-Claro, el rabillo de mi ojo da para mucho.

Rodrigo giró sobre sus talones al sentir un suave aroma a madreselva.

Dana sonrió.

-¿Por qué miras hacia el bosque? ¡Soy yo quien huele!

-Me gusta.

-Me puse este perfume para venir a verte. Siempre llevo un frasquito encima. Espero que no te moleste que me lo haya regalado Nemours.

Se abstuvo de hacer comentarios.

No en vano tenía ante sí a la chica que le había hurtado el sueño durante los últimos quince meses. La escrutó, admirado. Por debajo de su deslumbrante vestido de gala y sus afeites femeninos parecía una guerrera mitológica.

-¿Por qué me miras así?

-¡Eres casi tan alta y atlética como yo!

-He crecido algo en este tiempo…

Dana le tomó la mano y sus bocas se juntaron con voracidad. Rodrigo sentía aquel cuerpo que tanto había deseado volcándose sobre él. Al percibir los senos turgentes y pulposos estrechándose contra su pecho lo invadió una vaharada de deseo. Ansiaba desnudarla allí mismo, poseer su cuerpo, hacerlo suyo para siempre; también el ansia de ella lo enardecía; sus manos explorándolo sin disimulo, su lengua pugnando con la suya.

Tras ese arrebato repentino, volvieron a separarse, calibrándose mutuamente. De improviso ella se mostraba abatida por esa impresión fatalista que la paralizaba.

-¿Qué te pasa?

Había enmudecido. Agachó la cabeza, frotándose las manos; su mirada se zambullía en un lugar lejano. Rodrigo enjugó con las yemas de los pulgares las lágrimas que se escurrían por sus mejillas; ahora se le antojaba una niña desamparada. Estaba rota por un dolor que él no acababa de comprender.

¿Por qué no le hablaba? ¡Seguro que tendría muchas cosas que contarle! ¿Cuándo iba a sincerarse? ¿Qué temía?

Como si se sintiese súbitamente agotada, se dejó caer lánguidamente sobre una piedra. Era una imagen sugerente ver a una dama como ella, tan distinguida y hermosa, ataviada con ese vestido de volantes que debía de costar una fortuna, en ese claro del bosque donde solían hacer parada las caballerías; con la falda arregazada, sentada sobre aquella peña.

¿Su congoja debía gravarse a cuenta de los sinsabores que soportó para abandonar la paupérrima isla de Cefalonia y ganarse la vida en el gran mundo, entre las gentes de alto copete? ¿Qué extremos había alcanzado su padecimiento? ¿Hasta qué punto hubo de sacrificarse? ¿Acaso, como él temía, se vio forzada a convertirse en una cortesana? ¿Había aprendido a mostrarse frívola y a coquetear con los hombres para beneficiarse de ellos?

Dana levantó bruscamente la cabeza y lo traspasó con la mirada.

-¿Quién era esa mujer? –preguntó, en un tono imperioso.

-¿Quién?

-La vaca con la que bailabas tan pegado.

Rodrigo se rió.

-¡Lo ignoro, ya te lo dije! La conocí en el baile.

-¿Has estado con alguna mujer?

¿Qué le había dado de repente?

-¡Contesta!

-Por Santiago, no –confesó, llevándose la mano al corazón, solemne.

No comprendía sus aprensiones; se suponía que era él quien estaba en situación de acosarla a reproches.

-¿Y tú?

-¿Yo qué?

-¿Por qué aceptas costosos regalos del duque de Nemours?

-¿Qué tiene de malo?

-Él te ha regalado ese vestido, ¿verdad?

-En efecto.

-¿Qué le has dado tú a cambio?

-Mi agradecimiento.

-Se conforma con poco…

Dana esbozó una mueca maliciosa.

-Vivimos en un mundo gobernado por los hombres, querido, en el que las mujeres somos esclavas sexuales, floreros y fregonas. Nuestra única escapatoria es ser objeto de la admiración de un hombre poderoso.

-¿Sin principios?

-Algunos hombres no se creen con derecho a obtener tus favores sexuales por el hecho de regalarte un perfume o un vestido.

-Entiendo; Nemours es un caballero.

-Hasta donde yo sé.

-¿Y tus parejas de baile?

-¿Quiénes?

-Navarro y Pedro de Paz.

-¿Los oficiales de Gonzalo? ¿Te parece mal que baile con ellos?

-¡No los conoces! ¡Son unos monstruos!

Dana profirió una risotada.

-¿Qué clase de monstruos?

-El ogro barbudo es un violador que azota a sus víctimas hasta dejarlas maltrechas, tras vejarlas sexualmente. Y el enano jorobado se amanceba con niñas.

-¿Qué tiene eso de particular? ¿Podrían haber llegado donde están siendo unos mentecatos de alma cándida como tú?

Rodrigo se sintió soliviantado por aquellas palabras.

¿Mentecato de alma cándida?

-Pobrecito idealista.

-A veces hablas como Gonzalo.

-Quizá vemos la realidad con la misma sensatez; me ha resultado un caballero muy atractivo. No pongas esa cara. ¿Quién puede permitirse el lujo de vivir al margen de la mezquindad?

-Nadie nos obliga a mezclarnos con ella.

-Yo no me siento sucia por bailar con un pedófilo y un violador. Cada uno en su casa y Dios en la de todos.

Dana se levantó y lo besó en la mejilla.

-¡No vamos a cambiar el mundo!

-Gonzalo me suelta esa frasecita continuamente.

-¡Bravo por él!

Rodrigo suspiró.

-Puede que tengáis razón.

-No es divertido erigirse en juez. Hay que reírse de la vida y de uno mismo. Si no lo hiciese hace tiempo que me habría arrojado por un barranco.

-De acuerdo, tú ganas. No más celos y reproches estúpidos. ¿Tienes algo que contarle a este mentecato de alma cándida?

Dana volcó levemente el peso de su cuerpo sobre él, haciéndole sentir nuevamente la turgencia de los senos, y buscó sus labios para mordisquearlos sensualmente.

-¿Qué quieres que te cuente?

-Todo. ¿No te apetece recuperar el tiempo perdido?

En el semblante de Dana había asomado una sombra que pasó de largo.

-La vida ha cambiado mucho para aba y para mí.

-¿Por qué desapareciste? –se sentía desairado; su marcha traicionera era una cuenta pendiente que debían resolver para que no siguiese lacerándolo.

-No quería causarte problemas.

Dana esbozó un guiño cautivador y volvió a la carga… ¡Sus besos poseían un poder embrujador que arrojaba paladas de olvido sobre cualquier pesar!

-¿Qué hicisteis tras mi partida?

-Hemos viajado mucho.

-¿Cómo os ganabais el sustento?

-Siempre encontraba trabajo como dama de compañía. Aba dice que tengo el don del protocolo y me recibirían en la corte de cualquier realeza.

Paseaban por el bosque, cogidos de la mano, como los protagonistas de las historias de ficción que contaban los libros, esos enamorados románticos que lograban culminar su relación imposible tras una odisea de dificultades.

Cuando él paseaba a solas por ese bosque lo veía todo con otros ojos; cegado por los absorbentes pensamientos y la irrefrenable melancolía que lo apartaban de su entorno. Ahora escuchaba el trino de los pájaros y el sonido de las cigarras, sentía el reconfortante contacto del sol y la brisa en su rostro, contemplaba la vegetación, los cantos rodados, las agujas de pino; aspiraba la agradable fragancia que despedía el cascarón de la naturaleza; ¡los árboles se le mostraban como los hitos de un laberinto mágico a cuya sombra le aguardaba un gozoso momento de esparcimiento!

-¿Has tenido noticias de tu madre?

-Una vez al mes me llega desde Córdoba su puntual misiva en la que invariablemente cuenta las mismas cosas. Me dice que rece mis oraciones, como hace ella, que acuda a misa los domingos y me confiese. Por lo menos he de rezar una vez al día el Padrenuestro, el Credo y el Ave María. Supongo que si no lo hago cometo un pecado.

-¿No dice nada más?

-¿Qué quieres que diga? Su mundo se reduce a rezar, rezar y rezar; nunca menciona a mi difunto padre ni habla de sus sentimientos.

-¿Está bien de salud?

-Para ella rezar equivale a estar bien de salud.

-¿No se preocupa por tu alimentación y esas cosas, como cualquier madre?

Rodrigo suspiró.

-Si yo rezo está tranquila en todos los aspectos; la oración alimenta el espíritu, el alama e imagino que indirectamente también el cuerpo.

Callaron. Dana lamentaba que la madre de Rodrigo tuviese esa devoción excesiva.

En todo caso es preferible tener una madre monja que no tener ninguna, se dijo él, aunque no estaba seguro de aquella afirmación.

-¿Cómo es que estás precisamente en Atella?

-En cuanto supimos que habíais desembarcado en estos lares convencí a aba para que viniésemos a encontrarnos contigo. Fue fácil hacerme emplear por Lucrecia Federaci.

-¿La mujer de Nemours?

-Su amante oficial. El virrey de Nápoles es el soltero más codiciado de Occidente.

Volvió a sentir una punzada de celos.

-Por la forma en que bailaba contigo, imagino que estaría encantado de tomarte por esposa.

Dana asintió con coquetería.

-El duque tiene a sus pies a todas las mujeres que quiera.

-¿Incluida a ti?

-No niego que lo haya intentado…

-¿Acostarse contigo?

-Entre otras cosas.

-¿Qué otras cosas?

-Me ha ofrecido el matrimonio.

-¿De veras?

-Los hombres como él conciben el matrimonio como un negocio, aunque los beneficios que obtengan no sean siempre contantes y sonantes.

-Y tú rehusaste…

Dana se demoró en contestar.

-Claro –dijo al fin, titubeante.

-¿Te lo pensaste?

-Sí.

Rodrigo acusó el golpe; aquella afirmación le dolía.

-Supongo que al convertirte en la señora de Nemours tu vida y la de tu padre se arreglaría para siempre.

-Estar casada con él tiene muchas ventajas.

-¿Por qué no las aprovechaste?

-Conoces la respuesta.

-Me halagas. En cualquier caso el duque tiene las horas contadas en Nápoles…

Dana soltó una risita.

-No será virrey por mucho tiempo, ahora que el Gran Capitán codicia su cargo -convino.

-Gonzalo siempre obtiene cuanto anhela.

Guardaron silencio. La confesión de Dana había provocado que el ambiente se enrareciese entre ellos.

-¿Te alojas en el campamento francés?

-¿Dónde si no?

-¿Con tu padre?

-Claro. Nemours adora a aba. Dice que es el hombre más sabio del mundo. No nos falta de nada.

De modo que vivía en casa de su rival…

-Bien se ve –dijo, dirigiendo una ojeada elocuente a su ostentoso vestido.

-Nos sienta a la mesa junto a Lucrecia y sus oficiales. Siempre nos ha tratado con todos los honores.

En ese caso el duque había perdido realmente la cabeza por Dana. ¿Se trataba de un mero capricho o realmente se había enamorado de ella? A buen seguro lo primero; los hombres como él no podían enamorarse; ¿o se equivocaba?

Se le ocurrió una idea. Podía matar dos pájaros de un tiro: conseguir la prueba de amor que tanto ansiaba y serle verdaderamente útil a su señor por primera vez; se sentía en deuda con él; no podría desvincularse del ejército hasta saldar la deuda, en caso de tener valor para abandonar la carrera militar, su único asidero con el mundo…

-Quiero pedirte un favor.

Dana se detuvo, a la defensiva, sosteniéndole la mirada.

-Sé qué pretendes.

-Sorpréndeme.

-Que os sirva…

Rodrigo estaba estupefacto.

¡Había dado en el clavo!

-Olvidaba tus dotes telepáticas, hija de cabalista…

-La respuesta es no –se apresuró a añadir ella, tajante.

-¿Por qué?

-No haré de reptil. ¿Por qué pones esa cara? ¿No es así como llamáis a los espías?

La muchacha solemne y resentida, capaz de combatir al lado de los turcos para vengar a su madre, luego transformada en cortesana que compartía mesa y mantel con Nemours y quizá algo más, se dedicaba a leerle el pensamiento con toda tranquilidad; ¡era una verdadera caja de sorpresas!

-¡Alégrate, tonto! El día que renuncies a ese excesivo aire de trascendencia serás por fin el gran hombre que prometes.

Volvió a sentirse herido.

-¿No ves que la vida es un juego y para jugarlo hay que saber reírse?

-No entiendo por qué te empeñas en zaherirme.

-Hay en ti algo muy gracioso… ¿No dicen que el amor y la risa van de la mano?

-De acuerdo, tú ganas, como siempre. Te prometo no tomarme demasiado en serio.

-¡Viva!

Su paseo los había llevado de vuelta al árbol donde estaba amarrado Incitatus, que relinchó para hacerse notar.

-¡Vamos! ¡Alejémonos de ese maldito pabellón! –Rodrigo de pronto se sentía lleno de vigor y entusiasmo.

-¿Adónde?

-¡Al ancho mundo!

-Me gusta. ¡Perdámonos!

La alegría de Dana era contagiosa cuando lograba sacudirse esa tristeza que en Cefalonia daba la impresión de haberse parapetado en su naturaleza para siempre.

-¿Montas?

-¿Tu caballo podrá con los dos?

-¿Acaso lo dudas? ¡Incitatus no tiene nada que envidiar al mismísimo Pegaso!

Dana montó con una agilidad pasmosa, delante de Rodrigo, pero no como hacían las mujeres normalmente, poniendo las dos piernas a un lado, sino como una auténtica amazona, con una pierna a cada lado.

-Tu caballo tiene conciencia. Y es condenadamente guapo. Se parece a ti…

El último cabalista
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