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-¿Qué buscáis, Su Santidad? –inquirió con curiosidad Ponciano.

-¡El tetragrámaton! La marca que según las profecías señala al portador de la Cábala judía.

Alejandro VI hurgó con fruición en el cabello de Adif. Al cabo, miró al capellán con el semblante iluminado.

-¡Aquí está!

Le mostró la nuca del anciano; había grabadas cuatro letras en el cuero cabelludo: YHVH.

-¡Yahveh! ¡El nombre de Dios! –exclamó Ponciano, admirado.

-¡Saquemos al mirlo de la jaula! –dijo el Papa Borgia, indicando al verdugo que procediese.

El Segoviano, un tipo obeso y vulgar que había sido arriero antes de dedicarse a ese oficio que tan lucrativo le resultaba, ordenó al cabalista que se desnudase y le aplicó el garrote, con movimientos diestros y rápidos; en seguida comprobó que en ese caso no resultaba efectivo; Adif daba muestras de gran sufrimiento, se había desvanecido dos veces, pero se mantenía enrocado en su mutismo, como si no le costase soportar aquellos tormentos.

-Cambiemos de instrumento –dijo.

-¿En qué estás pensando? –preguntó Ponciano, mordido por su infatigable curiosidad.

-Probaremos con el potro, que tan buenos resultados da a la Inquisición Española –farfulló el Segoviano, dando muestras de irritación por la terquedad de la que hacía gala su víctima.

En los quince años que llevaba en el oficio era la primera vez que encontraba a un torturado que manifestase la resistencia al dolor de ese escuchimizado personajillo. ¿De dónde sacaba las fuerzas para mostrarse tan impasible? ¡Parecía como si su alma se hubiese mudado a otra parte y no sintiera los padecimientos del cuerpo!

-¡Medid el castigo o de lo contrario se nos marchará al limbo sin haber proferido palabra alguna! –le advirtió el valenciano, presa de desasosiego; deambulaba por la cámara de tortura, cabizbajo, con las manos a la espalda, temiendo ser burlado en el último momento por esa Muerte que podía arrebatarle al cabalista antes que lograsen obtener la clave

El Segoviano asintió, reconcentrado, mientras tumbaba a Adif en el banquillo. Tras atarlo de pies y manos, estiró las cuerdas haciendo girar el torno. Alejandro VI apartaba la mirada, sintiendo escrúpulos, pero el capellán asistía fascinado a aquellos manejos.

Adif era como un muñeco de trapo. ¿Cómo conseguía esa insensibilidad al tormento?, se dijo, atónito.

A la cuarta vuelta las extremidades del cabalista no sólo se habían dislocado, sino que amenazaban con desmembrarse para no volver jamás a su sitio. El Segoviano renegó para sus adentros. ¡Que él supiera nadie había podido soportar más de tres vueltas en el potro! ¿Qué diablos de hombre era ése?

Adif daba la impresión de dormitar; de pronto abrió los ojos y miró fijamente al verdugo, sonriendo, completamente relajado, como si se encontrase en un estado placentero…

El Segoviano pensó que era objeto de una alucinación. ¡Ese anciano frágil y de aspecto bondadoso no podía ser real!

-¿Quién sois vos? –preguntó, presa de desasosiego, creyendo que aquello no era real, sino una pesadilla que le había sobrevenido en mitad del sueño.

Hubo un silencio. Alejandro VI y el capellán aguardaban la respuesta del cabalista, sugestionados, conteniendo el aliento, al comprender que estaban presenciando un fenómeno sobrenatural.

En la cámara de tortura sonó alta y clara la voz de Adif Avshalom; serena, como si procediese de una persona llena de paz y no de ese cuerpo terriblemente castigado por el potro, a punto de desmembrarse.

-Vengo del Reino de los Cielos… -dijo.

El último cabalista
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