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Se sentía feliz como un niño; no cesaba de prodigar ternuras a Dana, acariciándole el vientre, mas no había tiempo para esa clase de efusiones, ni para tomar conciencia del futuro incierto que implicaba tal paternidad; el convoy partió de nuevo con el primer canto del gallo.

Al ejército del Gran Capitán lo aguardaban diecisiete millas hasta Ceriñola, en la jornada primaveral más calurosa desde hacía muchos años, propia de la tórrida canícula. Ya desde primeras horas de la mañana se hizo evidente que el aire iba a volverse irrespirable, abrasador, en las desérticas y pedregosas llanuras que atravesaban las huestes de Gonzalo.

El ingeniero iba con el torso desnudo, la frente perlada de sudor; su colosal envergadura y el sobrepeso le pasaban factura.

-La tropa empieza a mostrar signos de debilidad, capitán –dijo al cabo de unas horas, con la respiración entrecortada, visiblemente sofocado-. Los infantes bisoños no están habituados a marchas forzadas y menos bajo este sol devastador, sin disponer de un maldito trago de agua para echarse al coleto. ¡De las damas ni os cuento! ¡Ya he visto a tres desfallecerse ante mis propios ojos!

-Ya será para menos, Navarro. ¡Levanta el culo y no te hagas el remolón! –le espetó Gonzalo.

Pero el ingeniero seguía en sus trece.

-Tened en cuenta que los lansquenetes no suelen vérselas en estos climas tan cálidos.

-¡Pardiez, Navarro, acabemos!

-Su impedimenta es más pesada que la nuestra, por esas armas formidables de las que están provistos. Como son tipos cargados de carnes, por el buen comer y principalmente por causa de esos barriles de cerveza que se meten entre pecho y espalda, están que echan el bofe.

Gonzalo perdió la paciencia; le lanzó una mirada intransigente, bufando de indignación; no daría su brazo a torcer; consideraba de vital importancia adelantarse al duque para tomar las mejores posiciones en el campo de batalla.

-¿Qué me estás contando, Navarro? ¿No serás acaso tú quien desfallece? ¡Que los jinetes aúpen en la grupa de su montura a los soldados y las damas que marchan a pie!

El Gran Capitán, como tenía por costumbre, se había situado a la cabeza del ejército para imprimir un ritmo más vivo; se desentendía de la tropa; quien pudiese seguirlo, bien; los demás se quedaban tirados por el camino.

-Hace un sol de justicia –reconoció Rodrigo al mediodía, mientras atravesaban las desérticas llanuras de il Tavoliere; eran evidentes los estragos que estaba provocando aquel calor abrasador en la tropa, las caballerías y las bestias de carga.

Dana daba muestras de mayor entereza que la mayoría de los soldados, por fortuna; ahora que la sabía preñada sentía más que nunca la responsabilidad de atenderla, prodigándole cuantos cuidados fuesen menester.

Incitatus soportaba bien el calor gracias a su cuerpo recio, fibroso, sin grasa. En cambio muchos soldados se habían despojado de sus ropas. Con los cuerpos bruñidos de sudor, caminaban inclinados hacia adelante, arrastrando los pies y boqueando a causa de la sed y el sofoco.

Los caballos respiraban afanosamente, con los hollares dilatados por el esfuerzo; tenían el cuerpo cubierto por una película de sudor que brillaba bajo el sol. Las mulas que cargaban fardos y los bueyes que arrastraban carretas a duras penas podían realizar su tarea.

-Me preocupa la falta de agua –le confió Gonzalo a Rodrigo-. No por la tropa, que todavía puede aguantar, sino por los caballos y las bestias de carga.

Como si sus palabras fuesen una premonición, de pronto un buey cayó a plomo sobre la arena. Y luego otro. Y otro.

-¡Haced que vuelvan a levantarse! –tronó Gonzalo, airado.

Entre muchos lo intentaron, en vano.

-Los pobres animales no dan más de sí –dijo Dana-. Y dejarlos tirados es una crueldad.

Era una considerable pérdida, por las bestias en sí y por la carga que debían dejar por el camino: enseres que les resultaban imprescindibles y quizá no podrían reemplazar.

Pero no podía hacerse otra cosa que abandonar a su suerte a los pobres animales, de modo que reanudaron la marcha dejando atrás a los tres bueyes desertores, que serían pasto de los depredadores.

-¿Dónde se habrán metido esos condenados pozos? –rezongó Navarro, furioso a causa del ahogo al que no lograba sobreponerse.

-Vamos a echar un vistazo, Velarde; tú siempre has tenido buena mano para hallar pozos –dijo Gonzalo.

En efecto, Rodrigo poseía intuición para encontrar agua; durante sus interminables excursiones de adolescente no hacía otra cosa que buscar fuentes subterráneas del preciado líquido, cual avezado zahorí.

Arrastró a su capitán por diferentes lugares, olfateando como un sabueso; examinaba el terreno, golpeándolo con un palo, para detectar signos que delatasen un curso de agua, por magro que fuese.

Hasta que por fin dieron con un pozo…

Falsa alarma; por más que examinaron el maldito pozo no hallaron una gota de agua; ¡estaba seco!

Incitatus soltó un relincho desaprobador.

-¡Hay que seguir, Velarde! ¡En algún sitio tiene que estar ese pozo hijoputa que nos permita aliviarnos!

Continuaron dando vueltas, Rodrigo en cabeza, secundado por Dana e Incitatus; Gonzalo detrás, cual perrito faldero, rezongando; ¡mentaba a los dioses del Olimpo!

-¡Aquí hay algo! –exclamó Rodrigo al cabo de un rato.

-Esto parece una burla del destino –dijo Gonzalo, examinando con perplejidad el segundo pozo que había encontrado-. ¡Es tan escaso que no dará para llenar más de cuatro odres!

-Menos da una piedra –replicó Dana.

-¡Con piedras tendremos que aplacar al final la sed!

Gonzalo ordenó que trajesen odres y cuatro fueron los que se llenaron, ni uno más ni uno menos. ¡El Gran Capitán tenía buen ojo hasta para eso…!

-Es lo que hay –farfulló, sopesando uno de ellos, y se lo entregó a Rodrigo.

-¿Qué hago con él, capitán?

-¡Buena pregunta! ¿Qué ha de hacerse, Velarde, con un odre rebosante de rica agua, cuando se está en mitad del desierto, bajo un sol abrasador?

Rodrigo no salía de su asombro.

-¿Beber? –respondió Dana por él.

-¡Eureka! Bebe, hija…

Dana miró indecisa a Rodrigo y él asintió con la cabeza.

-¡Por Santiago, bebed, es una orden! –insistió Gonzalo, perentorio.

Rodrigo y Dana se pasaban el odre, sintiéndose culpables, sin saber qué hacer con él, pero las furiosas miradas de Gonzalo les decidieron a dar un tímido trago.

-A veces conseguís acabar con mi paciencia, muchachos -los tomó a ambos por los hombros-. Una nueva vida no es moco de pavo, así que hacedme el favor de saciar vuestra sed...

Dana y Rodrigo cruzaron una mirada de estupefacción; era increíble que el Gran Capitán estuviese al corriente de su futura paternidad.

-¿Cómo lo sabéis…?

-¡Pardiez, Velarde, como para no darme por enterado! ¡Anoche despertaste a toda la tropa con tus brincos de saltimbanqui!

Así que la buena nueva ya era un secreto a voces; la noche de Cannas se sintió tan absorbido por la noticia que no se había percatado de su ruidosa celebración.

-¡Bebed, hijos míos, os lo ruego, no seáis timoratos!

Así lo hicieron.

Luego Gonzalo ordenó que el agua se repartiese equitativamente entre la tropa, aunque apenas alcanzó para que una parte mínima se refrescase la boca con un sorbo.

Y se reanudó la marcha.

El último cabalista
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