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Tristán Mamerto soltó una estruendosa carcajada que resonó entre las altas paredes de la cámara; se estremecía a causa de la hilaridad; en su rostro se perfilaba una expresión despiadada.

-¿Cómo has podido ser tan cobarde para aceptar la protección de ese malnacido Gran Capitán? ¡Te creía un hombre autosuficiente! ¿O acaso tus conocimientos cabalísticos no te sirven para defenderte por ti solo?

El inquisidor volvió a reírse, complacido, y sus ojos examinaron al cabalista con codicia.

-¡Por fin eres mío! –exclamó, tras un tenso receso de silencio en el que sólo se oía el sonido sordo que provocaban las ratas al corretear por el empedrado.

El anciano miraba impasible el escudo de la Inquisición que el dominico llevaba bordado en el faldón de la sotana. Una cruz formada por dos leños atravesados. A la derecha del escudo estaba la espada, símbolo del trato que aguardaba a los herejes. Y a la izquierda, la rama de olivo, promesa de reconciliación para los arrepentidos.

Qué infantiles símbolos de poder, se dijo, al límite de sus fuerzas.

Fuera de la estancia resonaron los pasos impacientes de los familiares del Santo Oficio; montaban guardia temiendo la llegada de los soldados de Luis XII; los espías de Nemours habían descubierto su golpe de mano; según Pedro de Paz, el reptil de Mamerto entre las huestes del Gran Capitán, había un destacamento de franceses pisándoles los talones. En cualquier momento podía presentarse en aquella hacienda que el conde Scatolini cedía gentilmente a la Inquisición.

Mamerto decidió ponerse manos a la obra. Se trataba de instilar un terror puro, absoluto, en el ánimo del reo, y a ser posible empleando métodos psicológicos; de nada les valdría muerto…

Había que mostrar al judío los diferentes instrumentos de tortura, recreándose en cada uno de ellos.

-¡Levanta la cabeza! –ordenó, inflexible-. Aún te quedan ganas para afrontar nuevos y retorcidos tormentos, ¿no es así? Veamos, aquí tenemos para tu entero disfrute la bien llamada cuna de Judas.

Mamerto llevó a rastras el cuerpo desmadejado del cabalista para que contemplase el aplastapulgares, el cinturón de San Erasmo, el garrote, la flauta del alborotador, el péndulo, el potro, la rueda.

-Como ves hay para elegir –dijo, obsequioso, como un mercader mostrando el género-. Infinidad de artilugios para infligir tormento, a cuál más terrible. Te daría a elegir gustosamente, mi dilecto Adif, mas el tiempo apremia, de modo que, en honor a nuestros anfitriones, emplearemos el tratti di fune, conocido popularmente como strappado, muy del gusto del Santo Oficio, que en mi tierra llamamos garrucha.

Sin más dilación, Mamerto indicó al gorilesco Leone que procediese. El verdugo oficial de la Inquisición en Bari era un joven hercúleo, cargado de músculos, tan peludo que aun llevando el torso desnudo apenas se veía la piel bajo la maraña de vello negro y duro; su atuendo era sencillo: gruesas botas de militar y elásticos pantalones rojos de toldilla que se ajustaban a las piernas.

Leone, sin pestañear, desnudó al anciano, dejándolo con los calzones; le ató las manos a la espalda y lo izó lentamente, tirando de la cuerda que pasaba por la polea instalada en el techo. Luego lo dejó caer y detuvo bruscamente el mecanismo justo antes que Adif tocase el suelo.

El cabalista profirió un desgarrador aullido de dolor; el verdugo denegó ostensiblemente con la cabeza; la maniobra no había resultado lo efectiva que él deseaba.

-Es demasiado menudo y flaco –dijo, hosco.

-¡Pues insistid cuantas veces sea necesario! –le increpó Mamerto, furioso.

El verdugo tomó un peso de un quintal, lo sujetó a los pies del cabalista y repitió la operación. Adif chilló aún más fuerte al sentir que sus brazos se dislocaban. Luego se desvaneció.

El último cabalista
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