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No la había encontrado, tras infatigables pesquisas y rodeos de un sitio para otro, pero era sensato pensar que tanto ella como sus acompañantes habían acudido a Atella para asistir al evento de confraternización entre las dos legaciones, que por fortuna duraba tres jornadas; lo razonable era que volviese a hacerse visible antes o después.
La segunda jornada llegó a su fin, infructuosa; Rodrigo se recogió cogitabundo en la tienda de su señor, sintiéndose tan descorazonado que ni siquiera tenía ánimos para atender al fiel Incitatus, que reclamaba su presencia relinchando lastimeramente en las cuadras.
-¡Arriba ese ánimo, Velarde! –dijo Gonzalo, y le deseó buenas noches antes de retirarse, haciendo gala de una alegría desbordante, con una copa de vino en la mano, junto a la francesita pizpireta.
Rodrigo se entregó a los brazos de Morfeo, vencido por el sueño y el desaliento, formulándose la promesa de encontrar a Dana al día siguiente, el último de aquella carnavalada entre caudillos de los dos ejércitos que se afilaban las uñas entre risas, banquetes y fornicios varios antes de protagonizar una nueva página bélica que pasaría a la Historia con la denominación: segunda campaña napolitana del Gran Capitán.