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-Ahora, dime, mamarracho, ¿cómo has averiguado que el cabalista se encuentra preso en la hacienda del conde Scatolini? –preguntó Gonzalo, receloso.

El pope griego se deshizo en justificaciones tan intrincadas que resultaba difícil sacar algo en claro de ellas.

-Este tipo es demasiado adoquín para saber explicarse inteligiblemente, sire –dijo Rodrigo.

-¡Si nos lleva a una emboscada lo empalo a la vista de todos!

-No creo que Scatolini se atreva a atentar contra vuesa merced, capitán –intervino el ingeniero-. Cuando lo tratamos en vuestra primera campaña napolitana dio muestras de profesaros el mayor de los respetos.

-¡Ah, no te engañes, Navarro; esas sanguijuelas son capaces de renunciar a cualquier aprensión si a cambio reciben una recompensa tentadora!

Basilius seguía enredado en sus farragosas parrafadas, aunque ninguno le prestase atención.

-¡Basta, maldito pope! –lo atajó Gonzalo-. ¡Te juro que si nos has engañado no dudaré en cortarte la cabeza tras empalarte lentamente por las partes bajas!

No se habló más del asunto.

Cuando llegaron a la hacienda del conde Scatolini observaron que a la entrada de la villa se había producido una verdadera batalla campal.

-Se nos han adelantado –dijo Gonzalo.

-¿Quién?

-En esta partida de ajedrez hay más jugadores de la cuenta, muchacho. Yo diría que un escuadrón de Nemours ha hecho morder el polvo a varios familiares del Santo oficio.

En efecto, había tres cadáveres en el suelo. Rodrigo reconoció a los perros de presa de Mamerto. Quizá los franceses habían puesto en fuga a los que faltaban…

El último cabalista
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