21
No sabía cómo aplacar su desasosiego; la pobre temblaba por la impresión que le había provocado encontrarse con Mamerto.
-¡Haré que se arrepienta!
-Ese desalmado no se dará por vencido.
Dana comenzó a sollozar.
¿Acaso el inquisidor se había encaprichado de ella?
-Vive obsesionado con atrapar a mi padre…
¿Habría otro motivo para justificar esa obsesión, al margen de la necesidad de borrar cualquier rastro hereje en el árbol genealógico de Torquemada?
Era evidente que ella le ocultaba algo.
¡Se mostraba débil y sin aliento! Su cuerpo se había aflojado, inclinándose hacia delante en exceso; estaba a punto de perder la verticalidad y caerse del caballo. La abrazó con firmeza.
-Debemos pedir ayuda.
-¿A quién?
-A Gonzalo.
Dana se irguió de golpe, como si hubiese recibido un calambrazo.
-¿Has perdido la cabeza?
-¿Qué otra opción nos queda?
Ella ni siquiera tenía arrestos para protestar, de modo que cabalgaron en silencio hasta llegar al campamento.
Era la hora del crepúsculo. La temperatura había experimentado una brusca bajada. Ahora sentían fresco por no llevar ropas de abrigo.
Incitatus se detuvo ante el pabellón del alto mando.
Rodrigo puso pie a tierra.
-¿Estás bien?
Dana asintió con la cabeza; lo miraba lánguidamente, con expresión ida. Viéndola en ese estado no la dejaría a solas si su fiel Incitatus no estuviese allí para socorrerla. Ese caballo era tan condenadamente inteligente que sabía salir al paso de cualquier situación comprometida.
-Cuida de ella un instante, amigo –dijo, palmeando al semental en el lomo, y añadió, dirigiéndose a Dana-: Espérame aquí. Vengo enseguida.