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La mazmorra, situada en la parte más lóbrega y húmeda del castillo, estaba sellada por gruesos barrotes que sólo de mirarlos lo desalentaban. Apenas podía dar cuatro pasos de un extremo a otro, arrastrando las cadenas, que hacían un desagradable sonido al rozar el suelo empedrado. Los grilletes, de hierro oxidado, empezaban a lastimarle el cuello y los tobillos.
Llevaba tres días de encierro y no veía la hora de abandonar ese lugar. Él era un joven de acción; aquella inmovilidad estaba hundiendo su ánimo; las horas se le hacían interminables. Se imaginó las embarcaciones de la Santa Liga atracadas en el Golfo de Argóstoli, a resguardo de los temporales, donde permanecía el grueso de la armada cristiana; decenas de buques reunidos por el contingente español y el veneciano. ¿Cómo podían mantenerlos en jaque los setecientos turcos que se habían atrincherado en la fortaleza de San Jorge? Era una deshonra para la oficialidad del ejército cristiano, principalmente para Gonzalo Fernández de Córdoba, el glorioso Gran Capitán; el terreno que circundaba el castillo, escarpado y pedregoso, dificultaba el emplazamiento de las piezas de artillería, alegaba el ingeniero Navarro.
Suspiró, frotándose las manos; se le habían encallecido durante los años que llevaba a las órdenes de Gonzalo; todo su cuerpo era recio; la vida militar lo había endurecido física y mentalmente; era más maduro que los jóvenes de su edad que se encontraba en las ciudades. Los lugareños de las poblaciones donde hacían parada y posta miraban con admiración a ese alférez alto y apuesto que iba siempre al lado del Gran Capitán; en los desfiles, cuando llevaba el uniforme impecable, las mozas lo seguían con la mirada, fantaseando que ese oficialito moreno y fuerte las raptaba para llevarlas a un destino emocionante y aventurero.
Se obligó a pensar como un oficial, olvidándose de su propio sufrimiento. Habían transcurrido tres semanas desde el desembarco. La humedad salitrosa de la isla, las inclemencias, el gélido viento procedente de la sierra costera de Angostolion, la escasez de víveres y la insalubridad ambiental estaban minando la moral de esa tropa descontenta, mal alimentada, mal pagada –la soldada llegaba tarde, si llegaba- que se debatía con frecuencia entre el motín y la deserción, aunque Gonzalo tenía un pico de oro para insuflar ánimos a los soldados menos fieles; a sus incondicionales no necesitaba convencerlos, ésos darían la vida por él si fuese menester, como había ocurrido en más de una ocasión.
En su pensamiento se abrió paso la extraña chiquilla, el ballestero de las almenas; evocó sus ojos de gata; ¿por qué combatía al lado de los infieles, si no parecía de su raza?
Echó un vistazo al perol de agua que debía emplear para asearse y beber. La llama del candil estaba a punto de extinguirse. Detestaba la oscuridad como boca de lobo que se apoderaba de la mazmorra cuando eso ocurría. En la escudilla, donde le proporcionaban una vez al día gachas duras como engrudo, no quedaba una sola miga. El hambre rugía en su estómago.
Oyó resonar pasos en el corredor. Contuvo el aliento, temiendo ser sorprendido por el carcelero. El rostro de la muchacha se hizo visible al otro lado de los barrotes, iluminado por la luz de una bujía que ella sujetaba con mano temblorosa. Era la tercera vez que la veía desde que estaba preso; le llevaba el agua, las gachas y la vela que apenas podía alumbrarle durante tres horas.
El ballestero de las almenas se mostraba ahora cual linda damisela; se había acicalado y lucía un sayo granate. Sus ojos de color esmeralda estaban enmarcados por una melena que no era retinta, como él había creído al verla cubierta de tizne, sino rubia como el trigo tostado por el sol; le caía sobre los hombros formando graciosos bucles.
A pesar de su juventud era toda una mujer con el cuerpo bien torneado; la expresión de su bello rostro denotaba sensibilidad e inteligencia. La blancura enfermiza de su tez se veía acentuada al recibir el haz de luz de la bujía; hablaba de largas horas de desvelo causadas por alguna pena.
-Me llamo Dana y soy judía –dijo, en un perfecto castellano.
¿Una judía que luchaba en el bando jenízaro y hablaba castellano...?
-La mitad de mi sangre es cristiana. Nací en Sevilla.
¡Diantre, qué feliz coincidencia! No salía de su asombro.
-Mi madre era sevillana.
¿Era…?
-Murió –se apresuró a añadir ella, adivinando sus pensamientos.
Se hizo el silencio. Dana había agachado la cabeza.
-¿Qué haces tú aquí? –dijo Rodrigo, sobreponiéndose al desconcierto.
Dana se enjugó la lágrima que corría por su mejilla y sonrió con tristeza.
-Estoy con los turcos…
Eso era evidente, pero resultaba inverosímil; ¡le mordía la curiosidad!
¿Una judía apoyando a los turcos? ¡Era lo último que le faltaba oír entre tantas extravagancias y rarezas a las que había asistido!
Dana se anticipó nuevamente a su pensamiento. ¿Era una nigromante o rematadamente inteligente?
-¡Odio a los cristianos! –dijo, con desprecio.
-¿Por qué?
Ella le sostuvo la mirada.
-Los cristianos se creen en posesión de la verdad, tú deberías saberlo.
Desde luego; ese hecho se había puesto de manifiesto incontables veces a lo largo de la historia, desde que el imperio romano y la fe cristiana establecieron su asociación de poder.
Asintió con la cabeza. Ahora era él quien se sentía cohibido; ¡luchaba por una causa en la que no creía!
Yo estoy aquí por accidente, pensó, pero eso no justificaba nada.
-Una verdad que nos excluye a los demás –añadió ella.
¿Qué podía aducir, si suscribía sus palabras?
-¡Son unos asesinos!
Impresionaba la amargura que se había apoderado de esa muchacha tan hermosa. ¿Qué había pasado en su vida?
-¿Por qué soy una hereje? ¿Me lo puedes explicar tú?
Por sus pálidas mejillas serpentearon sendas lágrimas. Dana se aferró a los barrotes con la mano que le quedaba libre, como si se sintiese desfallecida.
-¡Habla! ¡Tú eres un soldado cristiano! ¿No tienes nada que decirme a mí, una hereje?
Rodrigo estaba perplejo.
Se hizo el silencio.
Dana se resistía a marcharse; volcaba el peso de su cuerpo contra los barrotes, abandonada a ese violento sentimiento que dictaba sus palabras.
-Mi madre murió en la hoguera –dijo súbitamente.
Ahí estaba la raíz del problema…
-¿Cuándo?
-Un año antes que tus reyes decretasen la expulsión de mi pueblo.
Ahora la comprendía. Era terrible…
-Lo siento.
Dana esbozó una mueca de complicidad, de pronto restablecida de la congoja.
-Me fijé en ti desde las almenas… -dijo, sonriente.
-¿Por qué me disparaste la saeta?
-¡No te disparé!
-¡Claro que lo hiciste!
-No iba dirigida a ti. Si hubiese querido acertarte te aseguro que no habría fallado. Llevo mucho tiempo practicando. Gisdar dice que soy su mejor ballestero…
Gisdar. Rodrigo se había olvidado de ese nombre que lo devolvía a la realidad, apeándolo de la nube en la que se había encaramado al hablar con ella.
-Te había visto antes. Te seguí. Varias veces…
-¿Desde el castillo?
Dana hizo un guiño de malicia.
-Más cerca.
-¿Has estado en nuestro campamento?
-Todos los días. Debía hacerlo; formaba parte de mi trabajo.
Rodrigo se frotó el rostro para sacudirse el estupor.
-¿Eres una espía de Gisdar?
-Me escogió porque soy la única que habla castellano; además soy mujer...
-¿Fuiste tú quien le dijo que nuestros artificieros estaban excavando una galería subterránea para acceder al castillo?
-Claro. Y provoqué el accidente para que estallase vuestro polvorín y la galería quedase sellada. Habíais llegado demasiado lejos; si permitíamos que la galería siguiese adelante estábamos perdidos.
-Pero la explosión derribó el lienzo de muralla.
-Gisdar había preparado el segundo baluarte defensivo.
-La ratonera en la que hemos caído como idiotas.
Rodrigo hizo un mohín de admiración.
-Supongo que eres el mejor soldado de los jenízaros. Gisdar te tendrá en mucha estima.
-Por eso accedió a mi petición…
-¿Cuál?
-Le dije que sacaría más partido de ti tomándose como rehén que sacrificándote; ¡eres el protegido del Gran Capitán!