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El Señor de la Palisse era la contrafigura de Gonzalo en el ejército galo por los muchos parecidos entre ambos, hasta el punto que empezaban a llamarlo el Gran Capitán francés. El Señor de la Palisse, de origen aristocrático, era un tipo refinado y magnánimo, poco amigo de cometer desmanes con las poblaciones sometidas; diestro espadachín, combatía siempre con un ardor impropio en un militar de su alta graduación. Era diez años más joven que Gonzalo y su planta, quizá demasiado delicada para un hombre de armas, no resultaba tan imponente como la del cordobés.
Nemours le había encomendado la defensa de la ciudad, de modo que de la Palisse asistía con impotencia al terrible asedio al que les estaba sometiendo el Gran Capitán, que había desplegado ante la muralla todas sus piezas de artillería. Espingardas, culebrinas, falconetes y bombardas no habían cesado de escupir fuego durante cuatro horas, hasta abrir una brecha lo bastante grande para permitir el asalto.
-Gonzalo viene a por todas –dijo de la Palisse, sabiendo que el caudillo español no se detendría hasta tomar la plaza por completo.
-Gonzalo siempre se deja la piel –suscribió Bayardo, el segundo de abordo.
-Me temo que su ataque será feroz. ¿Podremos resistir lo suficiente para que el duque tenga tiempo de venir en nuestro auxilio?
-No contéis con ello, sire. Está claro que la partida estratégica la ha ganado ya Gonzalo, siguiendo la premisa divide y vencerás. ¡Ese maldito cordobés nos ha engañado a todos con sus maniobras de despiste! No sé cómo lo hace; por más prevenido que esté uno siempre acaba clavándote una pica en sálvese la parte.
Los defensores, presa de angustia, oyeron por enésima vez a los españoles profiriendo a voz en cuello su temido grito de guerra:
-¡Por España! ¡Por Santiago!
Y vieron a la infantería enemiga abalanzarse sobre la abertura de la muralla.
El Señor de la Palisse comprendió que había llegado el momento de poner toda la carne en el asador, de lo contrario estaban irremisiblemente perdidos. ¡No podía fallarle a Nemours, que confiaba en él ciegamente!
-¡A por ellos! –le dijo a Bayardo.
-¡A por ellos! –replicó el caballero sin tacha y sin miedo, y ambos se pusieron al frente de su tropa para repeler el ataque.
Había llegado el momento de pelear cuerpo a cuerpo y en aquella noble lid sus diestros espadachines quizá pudiesen contener la furia española el tiempo suficiente para que las huestes de Nemours acudiesen en su auxilio.
Los trovadores y escribanos encargados de consignar en los anales las gestas militares divulgarían incansablemente lo allí acontecido; en la ciudadela de Ruvo se produjo una memorable batalla campal, que se prolongó durante siete horas. Franceses y españoles se batieron con bravura, desde el más humilde peón hasta los oficiales de más alto rango. Durante muchos años se hablaría de las aguerridas peleas entre el Señor de la Palisse y Gonzalo Fernández de Córdoba, Rodrigo Velarde y el legendario Bayardo, el ingeniero Navarro y cuanto galo se le ponía por delante.
Al final, hallándose unos y otros extenuados, la contienda se decantó a favor de Gonzalo y sus hombres. Bayardo fue apresado. El Señor de la Palisse, luego de dejar maltrecho al Gran Capitán y distinguirse por su valor en diferentes duelos, combatió infatigablemente, cuando su ejército ya había sido doblegado, negándose a aceptar la rendición.
Eso contarían trovadores y cronistas. Y eso fue exactamente lo que ocurrió.