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El agente especial Aloysius Pendergast bajó del autobús en el viale Giannotti y cruzó un pequeño parque de sicomoros, pasando al lado de un tiovivo desvencijado. Iba vestido de sí mismo. Ahora que ya no estaba en Estados Unidos, y por lo tanto fuera de peligro, ya no le hacía falta disfrazarse. Al llegar a via di Ripoli giró a la izquierda y se paró en la enorme verja de hierro por la que se accedía al convento de las Hermanas de San Juan Bautista. Un letrerito se limitaba a anunciar «Villa Merlo Bianco». Oyó gritos de niños disfrutando del recreo al otro lado de la verja.
Llamó al timbre. Al cabo de un momento la verja se abrió automáticamente, franqueándole el paso al patio de grava de una gran villa de color ocre. La puerta lateral estaba abierta, con un pequeño cartel que la identificaba como el lugar de recepción de visitantes.
—Buenos días —dijo en italiano a la monja baja y rechoncha del mostrador—. ¿Es usted la hermana Claudia, con quien hablé?
—La misma.
Pendergast le dio la mano.
—Encantado de conocerla. Como le comenté por teléfono, la huésped de quien hablamos, la señorita Mary Ulciscor, es mi sobrina. Se ha escapado de su casa y tiene muy preocupada a su familia.
La monja rechoncha casi se quedó sin respiración.
—Sí, signore, la verdad es que ya me di cuenta de que estaba muy inquieta. Cuando llegó parecía muy angustiada, y ni siquiera se quedó una noche. Llegó por la mañana, volvió al anochecer e insistió en irse…
—¿En coche?
—No, llegó y se fue a pie. Debió de coger el autobús, porque los taxis siempre cruzan la verja.
—¿A qué hora?
—Volvió hacia las ocho, signore. Empapada y muerta de frío. Es posible que estuviera enferma.
—¿Enferma? —saltó Pendergast.
—No estoy segura, pero iba un poco encorvada y tenía la cara tapada.
—¿Tapada? ¿Con qué?
—Con una bufanda de lana azul marino. Luego, ni dos horas después, bajó con el equipaje, pagó demasiado por no haberse ni siquiera quedado a dormir y se fue.
—¿Con la misma ropa?
—No, se había cambiado. Llevaba una bufanda roja. Yo intenté que no se fuera. De verdad.
—Hizo todo lo que pudo, suora. ¿Me dejaría ver la habitación? No hace falta que me acompañe. Ya cojo la llave.
—Es que ya han hecho la limpieza. No hay nada que ver.
—Si no le importa, preferiría comprobarlo yo mismo. Nunca se sabe. ¿Se ha alojado alguien más?
—Todavía no, pero mañana viene una pareja alemana y…
—La llave, si es tan amable.
La monja se la entregó. Pendergast le dio las gracias, cruzó deprisa el piano nobile de la villa y subió por la escalera.
La habitación estaba al fondo de un largo pasillo. Era pequeña y sencilla. Entró, cerró la puerta y se puso enseguida de rodillas. Examinó el suelo, buscó debajo de la cama y registró el cuarto de baño, pero lo habían limpiado todo muy a fondo y se llevó una gran decepción. Después se levantó y durante un minuto miró pensativo a su alrededor. Abrió el armario. Estaba vacío, pero al fijarse bien reparó que al fondo había una manchita oscura. Volvió a ponerse de rodillas, metió el brazo y la tocó, rascando un poco con la uña. Sangre. Estaba seca, pero era relativamente fresca.
Volvió a la recepción, donde la monja seguía profundamente preocupada.
—Se la veía muy inquieta. No sé adonde iría a las diez de la noche… Intenté hablar con ella, signore, pero…
—Estoy seguro de que hizo todo lo que pudo —repitió Pendergast—. Gracias otra vez por su ayuda.
Salió de la villa a via Ripoli, muy pensativo. Constance se había ido de noche, bajo la lluvia… pero ¿adónde?
Entró en un pequeño bar de la esquina de viale Giannotti y pidió un espresso en la barra sin interrumpir sus reflexiones. Lo que estaba claro era que Constance y Diógenes se habían encontrado en Florencia, y que Constance había salido herida de la refriega. Parecía increíble que se tratase de una simple herida, ya que normalmente nadie que entrase en la órbita de Diógenes salía vivo de ella. Era evidente que su hermano había subestimado a Constance. Como él. Era una mujer de una profundidad tan grande como inesperada.
Terminó el café, compró un billete de la ATAF y salió al viale para esperar el autobús que iba al centro. Tras cerciorarse de que era el único pasajero, tendió un billete de cincuenta euros al conductor.
—Yo no cobro. Marque el billete en la máquina —dijo malhumoradamente el conductor al mismo tiempo que arrancaba sin contemplaciones, dando un gran giro al volante con sus brazos carnosos.
—Quiero información.
Siguió sin coger el dinero.
—¿Información de qué tipo?
—Estoy buscando a mi sobrina. Hace dos noches cogió este autobús hacia las diez.
—Yo tengo el turno de día.
—¿Sabe el nombre del conductor de noche y su número de móvil?
—Si no fuera extranjero diría que es un sbirro, un poli.
—No tiene nada que ver con la policía. Solo soy un tío que busca a su sobrina. —Pendergast suavizó su tono—. Ayúdeme, signóre, por favor. La familia está sufriendo.
Después de una curva, el conductor dijo con más simpatía:
—Se llama Paolo Bartoli. 333-662-0376. Y guárdese el dinero, no lo quiero.
Pendergast bajó del autobús en piazza Ferrucci, sacó el móvil que se había comprado al llegar y marcó el número. Encontró a Bartoli en casa.
—¿Cómo iba a olvidarla? —dijo el conductor—. Llevaba la cabeza envuelta en una bufanda. No se le veía la cara, y se le oía mal la voz. Hablaba en un italiano anticuado. A mí me trató de voi; esta palabra no se utiliza desde la época de los fascistas. Era como un fantasma del pasado. Pensé que debía de estar loca.
—¿Se acuerda de dónde bajó?
—Me pidió que parara en la Biblioteca Nazionale.
A pie se tardaba bastante en ir desde piazza Ferrucci hasta la Biblioteca Nazionale; estaba situada al otro lado del Arno y tenía una fachada barroca marrón cuya sobria elegancia daba a una sucia plaza. En la sala de lectura, larga y con mucho eco, Pendergast encontró a una bibliotecaria que tenía tan fresco el recuerdo de Constance como el conductor.
—Sí, era el día de mi turno de noche —explicó a Pendergast—. A esa hora viene muy poca gente, y la vi tan perdida y desolada que no pude quitarle la vista de encima. Se pasó más de una hora mirando fijamente el mismo libro. No giraba las páginas. Miraba todo el rato la misma página, murmurando como una loca. Al final, como faltaba poco para medianoche, estuve a punto de pedirle que se fuera, para poder cerrar, pero de repente se levantó, consultó otro libro…
—¿Qué otro libro?
—Un atlas. Cuando llevaba unos diez minutos mirándolo, y escribiendo como loca en un cuaderno, salió corriendo de la biblioteca como alma que lleva el diablo.
—¿Qué atlas era?
—No me fijé. Uno de la estantería de referencia del fondo. Podía cogerlo sin tener que rellenar ninguna ficha. Pero tengo la que rellenó para pedir el libro que estuvo mirando tanto tiempo. Un momento, voy a buscarla.
Pocos minutos después Pendergast estaba sentado en el mismo sitio que Constance, mirando fijamente el mismo libro que ella: un volumen delgado de poemas de Giosué Carducci, el poeta italiano ganador del premio Nobel de Literatura de 1906.
Lo tenía delante, sin abrir. De repente lo giró con gran cuidado y dejó que se abriera por sí solo con la esperanza de que lo hiciese por la última página leída, tal como ocurre a veces con los libros, pero era un volumen viejo y rígido y lo hizo por las guardas delanteras.
Pendergast metió la mano en el bolsillo de su americana, sacó una lupa y un mondadientes limpio y empezó a girar las páginas del libro. A cada nueva página seguía suavemente el medianil con el mondadientes y examinaba el polvo, los pelos y las fibras con la lupa.
Una hora más tarde, en la página 42, encontró lo que buscaba: tres fibras rojas de lana enrolladas, como si fueran de una bufanda de punto.
El poema que ocupaba las dos páginas se llamaba La leggenda di Teodorico. Empezó a leer.
Su’l castello di Verona,
Batte il sole a mezzogiorno,
Da la Chiusa al pian rintrona,
Solitario un suon di corno…
Sobre el castillo de Verona,
pega el sol a mediodía,
Desde el arroyo hasta el llano retruena,
solitaria la nota de un cuerno…
El poema narraba la extraña muerte del rey ostrogodo Teodorico. Pendergast lo leyó dos veces sin entender por qué Constance le daba tanta importancia. Lo releyó despacio, recordando la oscura leyenda.
Teodorico fue uno de los primeros grandes gobernantes bárbaros. Creó su reino a partir de los restos del Imperio romano, y entre otras muestras de brutalidad ejecutó al brillante estadista y filósofo Boecio. Murió en 526. Según la leyenda, un santo ermitaño que vivía solo en una de las islas Eolias, al norte de la costa siciliana, juró haber presenciado cómo en el momento de la muerte de Teodorico el alma del rey caía gritando en la boca del gran volcán de Stromboli, que los primeros cristianos consideraban la entrada del mismísimo infierno.
Stromboli. La Puerta del Infierno. Pendergast lo entendió todo de golpe.
Se levantó y fue a la estantería de los atlas para elegir el de Sicilia. Cuando volvió a su asiento, lo abrió con cuidado por la página donde figuraban las islas Eolias. La más alejada era la de Stromboli, formada por la cima de un volcán activo que surgía bruscamente del mar. En su costa, batida por las olas, había un solo pueblo. La isla estaba muy lejana y era de difícil acceso. El volcán de Stromboli se distinguía por ser el más activo de Europa, ya que llevaba en erupción casi continua como mínimo tres mil años.
Limpió cuidadosamente la página con un pañuelo blanco doblado y la examinó con lupa. En la trama de la tela había otra fibra de lana roja enrollada.