29
La noche, oscura y fría, había caído ya sobre las inquietas calles de Upper Manhattan, pero en la biblioteca de Riverside Drive 891 nunca entraba el sol, ni siquiera en pleno mediodía. Sus ventanas con maineles estaban cerradas a cal y canto con persianas de metal, ocultas a su vez por suntuosas cortinas de brocado. La única iluminación la aportaba el fuego: el de los candelabros y el parpadeo de las brasas que se apagaban lentamente en la ancha reja de la chimenea.
Constance estaba sentada en un sillón de orejas de lustroso cuero. Muy erguida —quizá para prestar más atención, o bien por ganas de salir corriendo—, miraba tensamente a la otra persona que había en la sala, Diógenes Pendergast, que estaba sentado en el sofá de enfrente con un libro de poesía rusa en las manos. Diógenes hablaba con voz suave, líquida como la miel, mostrando una extraña adecuación entre la cálida cadencia del profundo sur y la fluidez del ruso.
—Память о солнце в сердце слабеет. Желтей трава —concluyó antes de dejar el libro y mirar a Constance—. Palidece el recuerdo del sol dentro del corazón, la hierba está amarilla.[5] —Rió en voz baja—. Ajmátova. Nadie ha escrito sobre la pena con esta mezcla de causticidad y elegancia.
Siguió un breve silencio.
—No sé leer en ruso —se decidió a contestar Constance.
—Un idioma muy bonito y poético, Constance. Es una lástima, porque intuyo que oír lo que dice Ajmátova sobre la pena en su propio idioma te ayudaría a soportar la tuya.
Constance frunció el entrecejo.
—Yo no tengo penas.
Diógenes arqueó las cejas y dejó el libro sobre el sofá.
—¡Por favor, criatura —dijo tranquilamente—, estás hablando con Diógenes! Con otros quizá puedas hacerte la valiente, pero conmigo no hace falta que disimules. Te conozco. Nos parecemos tanto…
—¿Parecemos? —Constance rió amargamente—. Usted es un criminal, y yo… De mí no sabe nada.
—Sé mucho, Constance —dijo él sin alterarse—. Eres única, como yo. Estamos solos. Sé que tienes la suerte y la desgracia de cargar con un peso extraño y terrible. ¡Cuántos querrían para sí el regalo que te hizo mi tío abuelo Antoine! Pero qué pocos podrían entender qué significa… No es ninguna liberación. Tantos años de infancia, tantos años… y sin embargo verse privado de ser niño…
Diógenes miró a Constance con sus extraños ojos bicolores, iluminados por el fuego.
—Ya te lo dije. También yo fui privado de mi infancia, por culpa de mi hermano y del obsesivo odio que sentía hacia mí.
Una protesta subió inmediatamente a los labios de Constance, pero esta vez calló. Acababa de notar que el ratoncito blanco cambiaba de postura en su bolsillo y se acurrucaba satisfecho para dormir un poco. Apoyó inconscientemente una mano en el bolsillo y empezó a acariciarlo con sus finos dedos.
—En fin, ya te hablé de esos años y del tratamiento que recibí de él.
En la mano derecha, Diógenes sujetaba un vaso de pastis. Se lo había servido él mismo del aparador. Bebió despacio, pensativo.
—¿Mi hermano se ha comunicado contigo? —preguntó.
—¿Cómo quiere que lo haga? Ya sabe dónde está. Fue usted quien lo metió allí.
—En situaciones parecidas, hay quien encuentra el modo de transmitir noticias a sus seres queridos.
—Quizá no quiera agravar mi inquietud.
La voz de Constance se apagó gradualmente. Bajó la vista hacia sus dedos, que seguían acariciando de forma ausente al ratón dormido. Al volver a levantar los ojos, se encontró con el rostro sereno y armonioso de Diógenes.
—Como iba diciendo —prosiguió él tras una pausa—, tenemos muchas más cosas en común.
Constance acarició al ratón sin decir nada.
—Y tengo mucho que enseñarte.
Constance volvió a sofocar una réplica cortante, que también esta vez se quedó sin decir.
—¿Usted? ¿Qué podría enseñarme? —optó por contestar.
Diógenes sonrió afablemente.
—Tu vida, digámoslo con claridad, es aburrida. Diré más: embrutecedora. Eres prisionera de esta casa oscura. ¿Por qué? ¿No eres una mujer viva? ¿No se te debería permitir tomar tus propias decisiones y moverte a tu albedrío? Pero no, te han obligado a vivir en el pasado. Y ahora vives para otros que solo te cuidan por sentimiento de culpa o vergüenza. Wren, Proctor… Aquel policía tan entrometido, D’Agosta… Son tus carceleros. No te quieren.
—Aloysius sí.
Una sonrisa triste arrugó el rostro de Diógenes.
—¿Crees que mi hermano puede querer a alguien? Dime una cosa: ¿alguna vez te ha dicho que te quiere?
—No es necesario.
—¿Qué pruebas tienes de su afecto?
Constance quiso contestar, pero sintió que se ruborizaba, presa de la confusión. Diógenes hizo un gesto con la mano, como queriendo indicar que la respuesta estaba clara.
—El caso es que no tienes por qué vivir así. Fuera de esta casa existe un mundo lleno de emociones. Yo podría enseñarte a usar tu impresionante erudición y tus magníficos talentos para realizarte y disfrutar.
Oyéndolo, Constance no pudo evitar que se le acelerase el corazón. La mano que acariciaba al ratón se quedó quieta.
—Tienes que vivir no solo para el pensamiento, sino para los sentidos. También tienes un cuerpo, además de un espíritu. No dejes que ese odioso Wren te encarcele con sus atenciones diarias de niñera. No persistas en este abatimiento. Vive, viaja, ama. Habla los idiomas que has aprendido. Experimenta el mundo directamente, no a través de las mohosas páginas de un libro. Vive en color, no en blanco y negro.
Constance escuchaba atentamente, y cuanto más escuchaba más confusa estaba. Ciertamente, tenía la sensación de conocer tan poco el mundo… Nada, en honor a la verdad. Toda su vida había sido un preludio… ¿de qué?
—Hablando de colores, fíjate en el techo de esta habitación. ¿De que colores?
Constance miró el techo de la biblioteca.
—Azul Wedgwood.
—¿Siempre ha tenido este color?
—No. Lo hizo pintar Aloysius durante… durante las reformas.
—¿Cuánto crees que tardó en elegirlo?
—Supongo que no mucho. El interiorismo no es su fuerte.
Diógenes sonrió.
—A eso iba. Seguro que tomó la decisión con el mismo apasionamiento que un contable que revisa asientos. Tanta ligereza para una decisión tan importante… Sin embargo es la sala donde pasas la mayor parte del día, ¿verdad? Es muy revelador de su actitud contigo, ¿no te parece? .
—No entiendo.
Diógenes se inclinó.
—Quizá lo entiendas si te cuento cómo elijo yo los colores. En mi casa, la de verdad, la que me importa, tengo una biblioteca como esta. Al principio pensé pintarla de azul, pero después de pensar, y de experimentar, me di cuenta de que a la luz de las velas, la única que hay en la sala después de que se ponga el sol, el azul adquiere tintes casi verdes. Al seguir con mis indagaciones descubrí que un azul oscuro, como un añil o un cobalto, parece negro con esa luz. El azul claro se queda en gris, mientras que un azul vivo, como el turquesa, queda frío y pesado. Estaba claro que a pesar de mis preferencias iniciales el azul no era una buena elección. Mi segunda opción, los tonos gris perla, tampoco era aceptable, porque pierden su brillo azulado y se convierten en un blanco grisáceo y mortecino. Los verdes oscuros reaccionan como los azules oscuros, virando casi al negro. Así que al final me decanté por un verde claro, veraniego. El temblor de las velas provoca el efecto soñador y lánguido de estar bajo el agua. —Diógenes titubeó—. Vivo cerca del mar. Si me siento en esa sala con todas las luces y las velas apagadas, escuchando el rumor del oleaje, me convierto en un pescador de perlas que nada en las aguas color verde lima del mar de los Sargazos, fundiéndome con ellas. Es la biblioteca más bonita del mundo, Constance.
Calló un momento, como si meditara. Después se inclinó sonriendo.
—Y, ¿sabes qué?
—¿Qué? —consiguió decir Constance.
—A ti te encantaría.
Constance tragó saliva, sin poder articular una respuesta.
Diógenes la miró.
—Los regalos que te traje la otra vez, los libros y el resto de las cosas… ¿los abriste?
Constance asintió con la cabeza.
—Me alegro. Te demostrarán que fuera de aquí hay otros universos, universos perfumados, llenos de maravillas y placeres, hechos para disfrutar. Montecarlo, Venecia, París, Viena… O si lo prefieres Katmandú, El Cairo, Machu Picchu… —Diógenes movió la mano, indicando las paredes llenas de tomos encuadernados en piel—. Mira los libros que te rodean. Bunyan, Milton, Bacon, Virgilio… Todos moralistas, hombres de gran moderación. ¿Una orquídea puede florecer si se la riega con quinina? —Acarició el libro de Ajmátova—. Por eso esta noche te he leído poesía; para ayudarte a ver que todas estas sombras de las que te rodeas no tienen por qué ser monocromas.
Cogió otro fino libro del montón que tenía al lado.
—¿Has leído a Theodore Roethke?
Constance negó con la cabeza.
—¡Ah! Entonces estás a punto de experimentar un placer tan delicioso como inesperado.
Abrió el libro, eligió una página y empezó a leer.
Yo creo que los muertos son tiernos. ¿Nos besamos? [6]
De pronto, al oírlo, Constante sintió que en lo más hondo de su ser nacía un sentimiento extraño, algo apenas entrevisto en sueños, algo suntuoso y prohibido que aún no conocía.
Cantamos juntos; cantamos boca a boca…
Se levantó de golpe del sillón. En el bolsillo del vestido, su ratón se irguió de sorpresa.
—No me había dado cuenta de lo tarde que es —dijo con voz temblorosa—. Creo que debería irse.
Diógenes la miró dulcemente, cerró el libro con calma y se levantó.
—Sí, es lo mejor —dijo—. Dentro de nada llegará el cascarrabias de Wren y no estaría bien que me encontrara aquí, ni tampoco tus otros carceleros, D’Agosta y Proctor.
Al darse cuenta de que se sonrojaba, Constance se lo reprochó a sí misma con dureza.
Diógenes señaló el sofá con la cabeza.
—Estos libros también te los dejo —dijo—. Buenas noches, querida Constance.
Se acercó, inclinó la cabeza y, sin que Constance tuviera tiempo de reaccionar, le cogió la mano y se la llevó a los labios.
Fue un gesto ejecutado con formalidad y educación irreprochables, pero algo en el modo en que sus labios quedaron suspendidos a poquísima distancia de los dedos, algo en el calor de su aliento en la piel, hizo que Constance se encogiera interiormente, desasosegada.
De pronto Diógenes ya no estaba. Se fue sin decir nada, dejando la biblioteca vacía y silenciosa a excepción de los crujidos casi inaudibles del fuego.
Al principio Constance se quedó muy quieta, consciente de que respiraba cada vez más aprisa. Diógenes no había dejado nada de él, ningún rastro u olor, nada… excepto el montón de libros del sofá.
Se acercó a coger el de encima. Tenía una exquisita encuademación de seda con ribetes dorados y guardas jaspeadas a mano. Lo giró entre sus manos, palpando la deliciosa flexibilidad del material.
Bruscamente lo dejó en la pila, cogió el vaso de pastis sin acabar y salió de la biblioteca. Cruzando el fondo de la casa, entró en la cocina del servicio y limpió y secó el vaso. Después volvió a la escalera central.
En la vieja mansión imperaba el silencio. Proctor estaba fuera, como tantas de esas últimas noches, ayudando a Eli Glinn en sus planes. D’Agosta había pasado antes, pero solo para asegurarse de que todo estuviera bien cerrado. En cuanto al «cascarrabias de Wren», estaba en la biblioteca pública de Nueva York, como siempre a esa hora. Por fortuna su tedioso cometido de niñera, asumido por iniciativa propia, se limitaba a las horas diurnas. No tenía sentido comprobar si la puerta principal seguía cerrada con llave. Constance estaba segura de que sí.
Subió despacio a sus habitaciones del segundo piso, sacó el ratón de su bolsillo y lo dejó en la jaula con delicadeza. Después se quitó el vestido y la ropa interior y los dejó perfectamente doblados. Lo siguiente, en circunstancias normales, habrían sido las abluciones de cada noche, ponerse el camisón y leer en la silla de al lado de la cama más o menos durante una hora antes de acostarse, tenía a medias el trabajo sobre los ensayos de Johnson para el Rambler.
Pero no esa noche. Esa noche entró en el lavabo y llenó de agua caliente la enorme bañera de mármol, hecho lo cual se acercó a una caja envuelta con un papel de regalo muy bonito, sobre una bandeja de latón. Dentro había una docena de botellitas de cristal de una casa parisiense de aceites para baño, regalo de Diógenes en su última visita. Eligió uno y vertió su contenido en el agua. Un aroma embriagador de lavanda y pachuli invadió el ambiente.
Ante el espejo de cuerpo entero dedicó un buen rato a contemplar su cuerpo desnudo, mientras se pasaba las manos por los flancos y el vientre plano. Después se giró y entró en la bañera.
Era la cuarta visita de Diógenes. Durante las anteriores se había referido con frecuencia a su hermano, entre diversas alusiones a determinado «acontecimiento» —parecía pronunciar la palabra con particular énfasis— de tal atrocidad que lo único que se veía con coraje de decir era que lo había dejado ciego de un ojo. También había descrito el empeño de su hermano por indisponer en su contra a los demás, especialmente a ella, a Constance, con la ayuda de mentiras e insinuaciones que le hacían parecer la encarnación del mal. Al principio Constance había protestado con gran vehemencia, diciendo que solo tergiversaba la realidad al servicio de algún retorcido fin, pero Diógenes arrostraba su ira con tal calma, era tan razonable y persuasivo en sus réplicas, que a su pesar la había ido sumiendo en un verdadero mar de dudas. A veces Pendergast se mostraba distante y altivo, en efecto, pero era su forma de ser. ¿O no? ¿No era cierto también que si Constance no había recibido noticias suyas de la cárcel era para no angustiarla? Constance sentía por Pendergast un amor hecho de silencio y distancia, un amor que él nunca parecía corresponder ni reconocer…
Habría agradecido tanto tener noticias suyas…
Pero ¿y si había algo cierto en lo que contaba Diógenes? La razón le decía que era un hombre muy poco de fiar, un ladrón, quizá hasta un sádico asesino… pero su corazón decía otra cosa. Se lo veía tan comprensivo y vulnerable… Tan bondadoso… Hasta le había enseñado pruebas —documentos y viejas fotografías— que parecían contradecir gran parte de lo que le había contado Aloysius sobre él. Por otro lado, no lo había negado todo. Había aceptado parte de culpa, y reconocía no ser ni mucho menos un hermano perfecto, sino un ser humano con graves defectos.
Era todo tan confuso…
Constance siempre se había fiado de su cerebro, de su intelecto, aun sabiendo que también era frágil y que podía traicionarla, pero ahora la voz que sonaba más fuerte era la de su corazón. Se preguntó si Diógenes era sincero al afirmar que la entendía. En lo más profundo de su ser, en un lugar que aún no conocía, Constance sentía que le creía. Había cierta conexión. Y lo más importante era que también empezaba a entenderlo a él.
Salió de la bañera, se secó e hizo los últimos preparativos antes de acostarse. En vez de ponerse uno de sus camisones de algodón eligió uno de seda fina que estaba en el fondo de un cajón, sin estrenar, casi olvidado. Después se metió en la cama, ahuecó las almohadas de plumón y abrió la recopilación de los ensayos del Rambler.
Las palabras pasaban ante sus ojos, pero no entendía el significado. Como empezaba a impacientarse saltó al siguiente ensayo, leyó por encima la introducción y cerró el libro para bajar otra vez de la cama y abrir un armario muy macizo de Duncan Phyfe. En el interior había una caja forrada de terciopelo con una pequeña colección de pequeños libros traídos por Diógenes en su última visita. Se la llevó a la cama y rebuscó en su contenido. Eran libros que conocía de oídas, pero que nunca había leído; libros que no formaban parte de la nutrida biblioteca de Enoch Leng. El Satiricón de Petronio, À rebours de Huysmans, las cartas de Oscar Wilde a lord Alfred Douglas, la poesía amorosa de Safo, el Decamerón de Boccaccio… Una pátina de decadencia, de opulencia, de amor apasionado perfumaba sus páginas como el almizcle. Constance fue saltando de uno a otro. Su cautela inicial se convirtió en curiosidad, y esta en algo parecido a la avidez, que la hizo leer hasta altas horas de aquella noche de desasosiego.