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El día siguiente, la capitana de Homicidios Laura Hayward enseñó su identificación, tras lo cual la dejaron pasar amablemente al despacho de Jack Manetti, el jefe de seguridad del Museo de Historia Natural de Nueva York. Le gustó que en un museo cuya dirección parecía obsesionada con las apariencias el jefe de seguridad hubiera elegido un despacho pequeño y sin ventanas del fondo del departamento de seguridad y lo hubiera amueblado con mesas y sillas de metal estrictamente funcionales. Hablaba bien de Manetti. Al menos lo esperaba.

Se notaba que Manetti no estaba muy contento con la visita. Aun así apeló a su buena educación y le ofreció una silla y una taza de café, que ella rechazó.

—Vengo por el ataque a la señora Green —dijo la capitana—. ¿Tendría la amabilidad de acompañarme a la exposición «Imágenes Sagradas» para hacerle algunas preguntas sobre las horas de entrada y salida, los accesos y la seguridad?

—Pero si ya lo preguntó hace unas semanas… Creía que la investigación estaba cerrada.

—La mía aún no, señor Manetti.

Manetti se humedeció los labios.

—¿Ya ha pasado por el despacho del director? En principio tenemos que coordinar todo lo relacionado con las fuerzas y cuerpos de…

Hayward, que empezaba a irritarse, se levantó y le quitó la palabra de la boca.

—No tengo tiempo, y usted tampoco. Vamos.

Siguió al jefe de seguridad por un laberinto de pasillos y salas polvorientas, hasta llegar a la entrada de la exposición. Aún era horario de visita, y las puertas de seguridad estaban descorridas, pero en la exposición no había prácticamente nadie.

—Empezaremos por aquí —dijo Hayward—. Le he dado muchas vueltas y aún quedan algunos detalles que no me cuadran. ¿Me equivoco o el culpable solo podía entrar en la sala por esta puerta?

—Sí, así es.

—La puerta del fondo solo se podía abrir por dentro, no por fuera, ¿verdad?

—Sí.

—Y en principio el sistema de seguridad registraba automáticamente cualquier entrada o salida, porque en el código de todas las tarjetas magnéticas consta el nombre de su titular.

Manetti asintió con la cabeza.

—Sin embargo, la única entrada registrada por el sistema fue la de Margo Green. Después el culpable le robó la tarjeta y la usó para escapar por la salida trasera.

—Eso parece.

—Green podría haber dejado abierta la puerta de seguridad después de entrar.

—No. Primero porque sería infringir el reglamento, y segundo porque el sistema registró que no lo hizo. A los pocos segundos de que entrara, la puerta volvió a cerrarse. Es lo que consta en el registro electrónico.

—O sea, que el culpable tuvo que esperarla escondido en la sala desde la hora de cierre al público, las cinco, hasta la del ataque, las dos de la madrugada.

Manetti asintió con la cabeza.

—A menos que el culpable consiguiera saltarse el sistema de seguridad…

—No nos parece muy probable.

—Pues a mí me parece casi seguro. Desde el ataque he inspeccionado esta sala una docena de veces, y el culpable no podía esconderse en ningún sitio.

—Estaba en construcción, y había material por todas partes.

—Faltaban dos días para la inauguración. Casi estaba acabada.

—El sistema de seguridad es infalible.

—Como la sala de diamantes, ¿no?

Se arrepintió al ver que se tensaban los labios de Manetti. No era su estilo. Se estaba volviendo muy irónica, y no le gustaba.

—Gracias, señor Manetti —dijo—. Si no le importa, me gustaría dar otra vuelta por la sala.

—Como quiera.

—Ya les diré algo.

Manetti se fue. Hayward dio una vuelta por la sala donde habían atacado a Margo Green. Reprodujo una vez más todos los pasos del ataque en una especie de cámara lenta mental, mientras hacía lo posible por no escuchar una vocecita interior que le decía que era una pérdida de tiempo, que no esperase encontrar algo importante varias semanas después de la agresión —y del paso de cientos de personas—, que todos sus motivos eran censurables y que lo más prudente, mientras aún estaba a tiempo, era seguir viviendo y trabajando con normalidad.

Dio otra vuelta por la sala, silenciando la voz con el clic clac de sus tacones. Al llegar a la vitrina donde habían encontrado la mancha de sangre vio que detrás había alguien agazapado y con traje oscuro, a punto de saltar.

Sacó su pistola y le apuntó.

—¡No se mueva! ¡Policía!

El desconocido salió emitiendo un grito gutural, mientras sus brazos hacían molinetes y un flequillo rebelde daba saltos encima de su frente. Hayward reconoció a William Smithback, el reportero de la sección local de The Times.

—¡No dispare! —exclamó el periodista—. Solo estaba… curioseando. ¡Con eso en la mano me va a matar de miedo!

Hayward se enfundó la pistola con un poco de vergüenza.

—Perdone, estoy un poco tensa.

La mirada de Smithback se volvió escrutadora.

—La capitana Hayward, ¿verdad?

Ella asintió.

—Yo soy quien escribe sobre el caso Pendergast para The Times.

—Sí, lo sé.

—Me alegro. De hecho quería hablar con usted.

Hayward miró su reloj.

—Estoy muy ocupada. Pida cita en la comisaría.

—Ya lo he intentado, pero no habla con la prensa.

—Exacto.

Dio un paso, mirando severamente a Smithback, pero él no se apartó para dejarla pasar.

—¿Me permite?

—Un momento —dijo él, hablando deprisa—; creo que podemos ayudarnos mutuamente. Quizá podríamos intercambiar información o…

—Si tiene algún dato que pueda sernos útil y no quiere ser acusado de entorpecer una investigación de la policía, le aconsejo que lo facilite inmediatamente.

—¡No, no me refería a eso! Pero… Verá, creo que ya sé por qué está aquí. No lo ve claro. Piensa que a Margo quizá no la atacó Pendergast. ¿He acertado?

—¿Por qué lo dice?

—Una capitana de Homicidios con mil cosas que hacer no malgastaría el tiempo visitando la escena del crimen cuando ya está todo resuelto. Señal de que tiene dudas.

Hayward se calló, disimulando su sorpresa.

—Se pregunta si el asesino podría ser Diógenes Pendergast, el hermano del agente. Por eso ha venido.

Hayward siguió sin decir nada. Cada vez estaba más sorprendida.

—Resulta que yo he venido por lo mismo.

Smithback la miró en silencio y con curiosidad, como si calibrase el efecto de sus palabras.

—¿Usted por qué cree que no fue el agente Pendergast? —preguntó Hayward con cautela.

—Porque lo conozco. Hace siete años que informo sobre él, es un decir, desde los asesinatos del museo. Y también conozco a Margo Green. Me llamó del hospital, desde la cama, y jura y perjura que no fue Pendergast. Ella dice que el hombre que la atacó tenía los ojos de colores diferentes, uno verde y el otro de un azul lechoso.

—Pendergast es un reconocido maestro del disfraz.

—Sí, pero la descripción responde a la de su hermano. ¿Qué sentido tendría disfrazarse de su hermano? Del cual, por otro lado, ya sabemos que es el culpable tanto del robo de los diamantes como del secuestro de aquella mujer, lady Maskelene… La única explicación lógica es que Diógenes también atacó a Margo y tendió una trampa a su hermano.

Hayward tuvo que volver a reprimir su sorpresa ante la gran similitud entre lo que pensaba Smithback y lo que pensaba ella. Al final se permitió una sonrisa.

—Veo que lo suyo es el periodismo de investigación, señor Smithback.

—Pues sí —se apresuró a confirmar él, atusándose el flequillo que, indomable, volvió a rebelarse.

La capitana reflexionó en silencio.

—De acuerdo, quizá podamos ayudarnos. Como es lógico, mi participación se mantendrá dentro de la más absoluta confidencialidad, en tanto que simple fuente informativa.

—Por supuesto.

—Por otro lado, exijo ser informada de cualquier novedad antes de que aparezca en sus artículos. Si no es así, me niego a que colaboremos.

Smithback asintió enérgicamente.

—Faltaría más.

—Perfecto. Parece que Diógenes Pendergast ha desaparecido. Por completo. Su pista se pierde en su escondrijo de Long Island, donde tuvo prisionera a lady Maskelene. Hoy en día es imposible desaparecer totalmente, salvo que haya adoptado un álter ego. Un álter ego muy afianzado.

—¿Se le ocurre alguno?

—De momento tenemos las manos vacías. Ahora bien, si usted escribiera un artículo al respecto… Quizá podría hacer saltar alguna liebre. Algún que otro soplo cotilleo de barrio… ¿Me entiende? Como comprenderá, mi nombre no podría aparecer.

—Lo entiendo, lo entiendo. Y… ¿Y yo a cambio qué recibiría?

La segunda sonrisa de Hayward fue más amplia.

—No lo entiende. Es al revés. El favor se lo hago yo a usted. La cuestión es cómo me lo recompensará. Sé que está informando sobre el robo de los diamantes. Quiero saberlo todo. Todo, hasta lo más insignificante. Tiene razón: creo que Diógenes está detrás del ataque a Margo Green y del asesinato de Duchamp. Necesito todas las pruebas que pueda conseguir, pero como pertenezco a Homicidios me es difícil acceder a información relacionada con el distrito.

No dijo que era muy poco probable que Singleton, el capitán de distrito que llevaba el robo de los diamantes, compartiera información con ella.

—Por mí perfecto. Trato hecho.

Justo cuando Hayward se giraba, Smithback la llamó.

—¡Un momento!

La capitana se giró y lo miró con una ceja levantada.

—¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Y dónde?

—En ningún momento. Usted limítese a llamarme si surge algo importante.

—De acuerdo.

Se fue, dejando a Smithback en la penumbra de la sala de exposiciones, tomando notas al dorso de un trocito de papel.