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El apagón pilló a Smithback con una ostra a medio camino de la boca. Tras una fracción de segundo de oscuridad total, en algún lugar se oyó un golpe sordo y se encendieron las luces de emergencia, varias filas de fluorescentes en el techo que lo bañaron todo con una luz horrible, de un blanco verdoso.

Smithback miró a su alrededor. La mayoría de los vips habían entrado en la tumba, pero faltaban los invitados del segundo turno —muchos de ellos buenos bebedores y comedores—, que circulaban por la sala o estaban sentados alrededor de las mesas. Se estaban tomando el apagón con calma.

Se metió la ostra en la boca con un encogimiento de hombros, y después de absorber el molusco viscoso, salobre y todavía vivo y hacer un ruido de satisfacción con los labios, se sirvió otra ostra de la bandeja con la intención de someterla a la misma operación.

Fue entonces cuando oyó los disparos: seis detonaciones que llegaban en sordina del fondo de la sala, de la oscuridad del otro lado, y que correspondían a una pistola de gran calibre disparando a intervalos regulares. Las luces de emergencia se apagaron con un chisporroteo. Smithback supo enseguida que pasaba algo grave, un notición. La única luz que había en la sala era la de los cientos de velas repartidos por las mesas. Entre los invitados que quedaban empezaron a surgir murmullos, junto a una sensación creciente de inquietud.

Smithback miró hacia el origen de los disparos. Recordaba haber visto durante la velada a varios técnicos y empleados del museo entrando y saliendo por una puerta del fondo. Supuso que era la sala de control de la tumba de Senef. Justo entonces salió un conocido: Vincent D’Agosta. Aunque no llevara el uniforme, se notaba a la legua que era policía. Smithback también reconoció a su acompañante: Randall Loftus, el famoso director. Vio que se acercaban al grupo de cámaras de televisión.

Recordó con nerviosismo que Nora, su mujer, estaba dentro de la tumba, probablemente en la oscuridad, aunque seguro que no corría peligro, porque dentro había todo un destacamento de vigilantes y policías. En cualquier caso estaba sucediendo algo, y el deber de reportero de Smithback era descubrir qué era. Vio que D’Agosta cruzaba el salón, rompía el cristal de una boca de incendios y sacaba un hacha.

Sacó la libreta y el lápiz, anotó la hora y empezó a describir lo que veía. D’Agosta se acercó a un cable, levantó el hacha y la bajó con fuerza, lo que provocó un rugido de protesta por parte de Loftus y de los técnicos de la PBS. D’Agosta, como si no existieran, volvió tranquilamente con el hacha en la mano hacia la puertecita del fondo de la sala, que cerró tras él.

La tensión aumentó exponencialmente.

Algo grave pasaba.

Smithback salió rápidamente en persecución de D’Agosta. Al llegar a la puerta de la sala de control puso la mano en el pomo, pero no lo movió. Si entraba, lo más probable era que lo echasen. Era mejor quedarse al otro lado, entre los invitados, esperando que la situación se definiese.

No tuvo que esperar mucho. En cuestión de minutos D’Agosta, que aún llevaba el hacha, y la capitana Hayward cruzaron la sala a paso ligero y salieron por la entrada principal. Poco después quien salió fue Manetti, el director de seguridad, que subió al estrado y dirigió unas palabras en la oscuridad al resto de los invitados.

Smithback volvió a apuntar la hora y empezó a tomar notas.

—¡Señoras y señores! —dijo Manetti, haciéndose oír con dificultad en la sala grande y oscura.

Se hizo el silencio.

—Estamos teniendo problemas de alimentación, problemas técnicos. No hay ningún motivo de alarma, pero nos vemos obligados a despejar la sala. Los vigilantes los acompañarán de vuelta a la rotonda. Sigan sus instrucciones, por favor.

Se oyó un murmullo de decepción. Alguien exclamó:

—¿Y los que están dentro de la tumba?

—Las personas que están en el interior de la tumba serán acompañadas hasta la salida en cuanto abramos las puertas. No hay nada de que preocuparse.

—¿Qué ocurre, no se abren? —gritó Smithback.

—Ahora mismo no.

Crecía el descontento. Se notaba que la gente no quería irse dejando en la tumba a sus amigos o a sus seres queridos.

—¡Diríjanse a la salida, por favor! —se desgañitó Manetti—. Los vigilantes acompañarán a todo el mundo. No hay ningún motivo de alarma.

«Y un cuerno», pensó Smithback. Si no había ningún motivo de alarma, ¿por qué a Manetti le temblaba la voz? Por nada del mundo estaba dispuesto a que lo «acompañasen» a la calle justo cuando acababa de saltar la noticia, y menos con Nora atrapada en la tumba.

Miró a su alrededor y salió de la sala. Las cuerdas de terciopelo seguían por el pasillo del sótano; la única fuente de iluminación eran los indicadores de salida alimentados con baterías. Otro pasillo confluía en ángulo recto con el principal. Estaba oscuro y cerrado con una cuerda. A pesar de las protestas, varios grupos ya estaban siendo acompañados hacia la salida por vigilantes con linternas.

Smithback se acercó rápidamente a la confluencia de pasillos, saltó la cuerda de terciopelo, corrió a oscuras y se metió en un lugar donde ponía «Especímenes conservados en alcohol. Genus Rattus».

Pegó la espalda al fino marco de la puerta y esperó.