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Diógenes Pendergast, alias Gerald Boscomb, pasó al lado del Palazzo Antinori y entró por via Tornabuoni respirando con cierta amarga nostalgia el aire húmedo e invernal de Florencia. Desde su última estancia en la ciudad, hacía pocos meses, habían ocurrido tantas cosas… Entonces todo eran planes. Ahora no tenía nada, ni siquiera su ropa, la que se había dejado en el tren.

Nada, ni siquiera su tan preciado maletín.

Al pasar al lado de Max Mará se acordó con tristeza de cuando era la antigua y magnífica librería Seeber. Entró en Pineider a comprar papel de carta; en Beltrami, una maleta, y en Allegri, un impermeable y un paraguas. Se lo hizo enviar todo a su hotel. Lo único que se quedó fueron el impermeable y el paraguas, que pagó en efectivo. Después entró en Procacci, encontró de milagro una mesita y pidió un sandwich de trufa y una copa de vernaccia. La bebió pensativo, mientras veía pasar a la gente al otro lado del cristal.

Fourmillante cité, cité pleine de rêves. Où le spectre en plein jour raccroche le passant.[13]

El cielo amenazaba lluvia sobre la ciudad, oscura, estrecha. Quizá fuera la razón de que siempre le hubiera gustado Florencia en invierno: por ser monocroma, con edificios pálidos y un cerco de colinas como jorobas grises erizadas de cipreses, y un río tranquilo, como una cinta mate de acero que ondulaba perezosa bajo puentes casi negros.

Salió del café, tras dejar un billete en la mesita, y siguió paseando por la calle. Al mirar el escaparate de Valentino, aprovechó el reflejo del cristal para observar la otra acera. Después entró y se compró dos trajes, uno de seda y un terno negro cruzado de raya ancha, que le gustaba por cierto aire gangsteril a lo años treinta. También se los hizo mandar al hotel.

Nuevamente en la calle, encaminó sus pasos hacia la lúgubre fachada medieval del Palazzo Ferroni, imponente castillo de sillares con torres y almenas que había sido convertido en la sede de Ferragamo. Cruzó la plazuela de enfrente y dejó atrás la columna romana de mármol gris. Justo antes de entrar en el castillo identificó mediante una rápida mirada de soslayo a la mujer rechoncha de pelo castaño —¡ella!— que penetraba en la iglesia de Santa Trinitá.

Entró en Ferragamo, satisfecho. Después de un buen rato mirando zapatos compró dos pares. A continuación completó su vestuario con ropa interior, calcetines, pijamas, camisetas y bañadores, todo a entregar en su hotel, y salió de la tienda sin otro peso que el del paraguas plegado y el impermeable.

Se acercó al río y se paró en el Lungarno para contemplar la curva perfecta de los arcos del Ponte Santa Trinitá —diseño de Ammanati—, curvas que habían confundido a los matemáticos. Su ojo amarillento examinó las estatuas de las cuatro estaciones que lo coronaban por uno y otro extremo.

Ninguna de ellas le alegraba ya la vista. Todo era inútil, sin sentido.

Abajo, henchido por las lluvias del invierno, el Arno pasaba rielando como un lomo de serpiente. Diógenes oyó el rumor del agua al pasar por la pescaia, algunos centenares de metros más allá, corriente abajo. Notó el impacto de una gota de lluvia en la mejilla. Luego otra. Enseguida aparecieron paraguas negros en medio del gentío, paraguas que oscilaban por el puente como farolillos negros.

e dietro le venìa sì lunga tratta,

di gente; ch’i’ non averei creduto,

che morte tanta n’avesse disfatta.[14]

Se puso el impermeable, se apretó el cinturón, abrió el paraguas y experimentó cierto escalofrío al mezclarse con la multitud que cruzaba el río. Al llegar al otro lado se paró a contemplarlo desde el parapeto. Oía el «tic, tic» de las gotas en la tela del paraguas. A ella no la veía, pero sabía que estaba en algún lugar, bajo el mar de paraguas en movimiento, siguiéndolo.

Dio media vuelta. Tras cruzar sin prisa la pequeña plaza del final del puente, cambió de dirección dos veces sucesivas, primero a la derecha por via Santo Spirito e inmediatamente después a la izquierda por borgo Tegolaio. En esta última calle se paró a mirar el escaparate trasero de uno de los buenos anticuarios que tenían su entrada principal por via Maggio. Estaba lleno de candeleros dorados, saleros antiguos de plata y bodegones renegridos.

Esperó hasta estar seguro de haber sido visto —el reflejo de ella había pasado fugazmente por el doble cristal del escaparate—. Llevaba una bolsa de Max Mará. No había nada, nada en absoluto, que la distinguiera de la multitud de turistas estadounidenses que visitaban Florencia como descerebrados, solo para comprar y comprar.

Constance Greene estaba justo donde quería que estuviese.

La lluvia amainó. Diógenes cerró el paraguas sin apartarse del escaparate, donde siguió fingiendo interés por los objetos. Observaba el reflejo lejano y casi indescifrable de Constance en espera de que se internara en el mar de paraguas, perdiéndolo un momento de vista.

Llegado el momento echó a correr y subió en silenciosa carrera por borgo Tegolaio, haciendo volar tras él el impermeable. Cruzó la calle con sigilo, se metió como una sombra en un estrecho callejón, Sdrucciolo de’Pitti, y al llegar al final volvió a torcer a mano izquierda por via Toscanella. Lo siguiente que hizo fue cruzar a toda prisa una placita y seguir por via dello Sprone hasta cerrar el círculo y volver a via Santo Spirito, unos cincuenta metros por debajo del anticuario donde se había entretenido poco antes.

Justo antes del cruce con via Santo Spirito hizo una pausa para respirar.

Piel de rata, de cuervo, cruz de palos en un campo.[15]

Se obligó a concentrarse en el presente, enojado con la voz que siempre susurraba en su mente, sin darle tregua. Cuando ya no lo viera por la calle, ella supondría lo único que podía suponer: que había girado a la derecha por el callejón situado justo después del anticuario, via dei Coverelli. Creería tenerlo delante e iría a su encuentro, cuando en realidad Diógenes, como el búfalo del Cabo, estaba detrás. Sus posiciones se habían invertido.

Diógenes conocía muy bien via dei Coverelli. Era una de las calles más oscuras y estrechas de toda Florencia. A partir de cierta altura los edificios medievales invadían la calle mediante arcos de piedra que, estrechando el cielo, la sumían en una oscuridad de cueva incluso los días de sol. Al pasar por la parte trasera de la iglesia de Santo Spirito, antes de desembocar en via Santo Spirito, se formaba un extraño recodo compuesto por dos giros de noventa grados.

Diógenes confiaba en la inteligencia de Constance, y en sus formidables dotes de investigadora. Estaba seguro de que habría estudiado un mapa de Florencia y habría reflexionado a fondo en el momento giusto para el ataque. También tuvo la certeza de que vería el callejón de los Coverelli como el lugar ideal para una emboscada. Si Diógenes se había metido por ahí, como Constance sin duda supondría, era la oportunidad perfecta. Solo tenía que retroceder, entrar en via dei Coverelli por la otra punta y esperar la llegada de Diógenes en el doble recodo. En aquel rincón oscuro nadie podía ser visto desde una bocacalle o desde la otra.

Diógenes lo había pensado y calculado todo el día anterior, durante el vuelo a Italia.

Constance ignoraba que Diógenes tenía previstos todos sus movimientos. Ignoraba que con el veloz rodeo en dirección contraria se habían invertido las tornas, y que él ya no llegaría por delante, sino por detrás.

El cazador se había convertido en presa.