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El doctor Adrian Wicherly iba solo por la galería egipcia, con una mezcla de satisfacción y suficiencia por el hecho de que Menzies le hubiera hecho un encargo tan especial a él, en vez de a Nora Kelly. Le dio un sofoco al acordarse de cómo se había dejado excitar, y posteriormente humillar, por ella. Ya le habían dicho que las estadounidenses eran unas calientabraguetas, y ahora tenía una prueba concluyente. Nora Kelly era la vulgaridad personificada.

En fin, pronto estaría de vuelta en Londres y este chollo de trabajo ocuparía un lugar destacado en su currículo. Pensó en las jóvenes docentes llenas de entusiasmo que trabajaban como voluntarias para el British Museum, y que ya habían dado pruebas de una deliciosa flexibilidad mental. A las estadounidenses que las partiera un rayo, a ellas y a su moralismo hipócrita y puritano.

Además, Nora Kelly era una mandona. No había soltado el látigo ni un momento, a pesar de que el egiptólogo era él. Siempre lo había controlado todo con mano de hierro. Habían contratado a Wicherly para que escribiera el guión del gran espectáculo de luz y sonido, pero Nora había insistido en corregir las pruebas, introducir cambios y convertirse, en resumidas cuentas, en un incordio mayúsculo. Para empezar, ¿qué hacía trabajando en un gran museo, si lo lógico era que se pasara el día en una casa adosada de alguna urbanización, cuidando a unos cuantos críos llorones? ¿Quién era ese marido al que supuestamente era tan fiel? Quizá el problema fuera que ya tenía un amante. Sí, probablemente.

Hizo una pausa al llegar al anexo. Era tardísimo y Menzies había insistido en que llegara puntual. El silencio del museo le pareció anormal. Escuchó. Se oían algunos ruidos, pero no habría sabido describirlos con exactitud. Una especie de susurro en algún lugar, algo muy suave como de… ¿De qué? ¿De aire acondicionado? Y también un tictac lento y metódico: tic… tic… tic… Cada dos o tres segundos, como un reloj agonizante. También se oían —aunque con dificultad— golpes y gruñidos que podían proceder de las tuberías, o tener algo que ver con los sistemas mecánicos del museo…

Se peinó con la mano, mirando nerviosamente a su alrededor. Al asesino lo habían cogido el día anterior. No había nada que temer. Nada. De todos modos, ¡qué caso más raro el de Lipper! Siendo un típico listillo de Nueva York, no tendría que haber sido vulnerable a esos ataques. Pero claro, estaban todos tan tensos… Los estadounidenses se mataban a trabajar. Wicherly estaba impresionado por la cantidad de horas que hacían. Esas mismas exigencias, en el British Museum, habrían sido de mala educación, por no decir ilegales. El hecho de que Wicherly estuviera ahí a las tres de la madrugada era un buen ejemplo. Aunque las características del encargo de Menzies lo explicaban perfectamente.

Pasó la tarjeta por el lector de la pared y tecleó el código. La nueva y reluciente doble puerta de acero inoxidable de la tumba de Senef se separó con un susurro de piezas metálicas perfectamente fabricadas. De la tumba emanó un olor a piedra seca, resina epoxi, polvo y aparatos electrónicos calientes. Las luces se encendieron automáticamente. No habían dejado nada al azar. Todo estaba programado al milímetro. Ya se había presentado un técnico de refuerzo para sustituir a Lipper, pero de momento su presencia era superflua. Solo faltaban cinco días para la magna inauguración, y aunque la instalación de las piezas de la tumba todavía fuera parcial ya estaban listos la iluminación, la parte electrónica y el espectáculo de luz y sonido.

Sin embargo, Wicherly titubeó, y al mirar la escalera que bajaba al pasadizo, larga e inclinada, tuvo un leve hormigueo de aprensión. Lo combatió y empezó a bajar; se oía la fricción de sus zapatos de cordones sobre las piedras gastadas.

Al llegar a la primera puerta se paró casi sin querer. El Ojo de Horus, y los jeroglíficos de debajo, atrajeron su mirada. «Que Ammut devore el corazón de quien cruce este umbral». Una maldición muy habitual. Ya había penetrado sin pestañear en cien tumbas con la misma amenaza u otra parecida. En cambio el Ammut de la pared del fondo era más horrible de lo acostumbrado, y qué decir de la historia de la tumba, tan extraña y oscura, o de lo ocurrido a Lipper…

Los antiguos egipcios creían en los poderes mágicos de los conjuros e imágenes inscritos en los muros de las tumbas, sobre todo en el Libro de los muertos; no eran simples adornos, sino algo cuyo poder sobrepasaba a los vivos. Después de tanto tiempo estudiando Egipto, de aprender a leer con total fluidez los jeroglíficos y de sumergirse en sus antiguas creencias, Wicherly también se lo creía un poco. Naturalmente que eran tonterías, pero en cierto modo las comprendía y casi le parecían reales.

Sacudió la cabeza y siguió caminando con una risa forzada. Estaba permitiendo que su propia erudición y los absurdos chismorreos que circulaban por el museo le metieran el miedo en el cuerpo. A fin de cuentas no se trataba de una tumba perdida en el desierto del Alto Nilo. Encima de Wicherly había una de las mayores y más modernas ciudades del mundo. En ese momento, sin ir más lejos, oía el rumor sordo y lejano del metro nocturno. Le molestó. A pesar de sus esfuerzos no habían podido aislar del todo el ruido de la estación de Central Park West.

Cruzó el pozo, y al ver la apretada inscripción del Libro de los muertos no tuvo más remedio que fijarse en el extraño texto al que tan poca importancia había concedido durante su primera visita:

«El lugar que está sellado. Aquel que yació en el espacio cerrado ha renacido por virtud del alma-Ba que en él está; aquel que caminó en el espacio cerrado ha sido desposeído por el alma-Ba. Por el Ojo de Horus se me libera o condena, oh gran dios Osiris».

Como tantas inscripciones del Libro de los muertos, era prácticamente impenetrable, pero al leerla por segunda vez se le encendió una lucecita de comprensión. Las gentes de la Antigüedad creían que el hombre tenía cinco almas distintas. El alma-Ba era el poder y la personalidad inefables asociados a cada ser humano. Esta alma iba y venía entre la tumba y el mundo subterráneo, y era el medio que permitía al difunto mantenerse en contacto con el segundo. Ahora bien, si el alma-Ba no se reunía cada noche con el cadáver momificado el difunto volvía a morir; esta vez definitivamente.

El pasaje, por lo que a Wicherly le pareció, daba a entender que quienes invadiesen el lugar que estaba sellado —la tumba— serían privados de su alma-Ba, y por consiguiente malditos por el Ojo de Horus. En el antiguo Egipto se consideraba que los locos habían perdido su alma-Ba. En resumidas cuentas, quien profanase la tumba se volvería loco.

Tuvo un escalofrío. ¿No era lo que acababa de ocurrirle al pobre Lipper?

De repente se le escapó una carcajada cuyo eco rebotó desagradablemente por el espacio cerrado de la tumba. ¿Qué le pasaba? Se estaba volviendo más supersticioso que un maldito irlandés. Sacudió la cabeza, esta vez con más fuerza, y se adentró en la tumba. Tenía trabajo. Él doctor Menzies le había hecho un encargo muy especial.