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En el aire inmóvil de la sala de lectura del archivo central flotaban motas de polvo y un olor, no desagradable, de cartón viejo, polvo, bucarán y cuero. Por encima del revestimiento de roble bruñido de las paredes, un par de antiguas y pesadas arañas de cobre sobredorado y cristal presidían un techo rococó lleno de estucos y dorados. En la pared del fondo había una chimenea inutilizada de mármol rosa de casi tres metros de alto y otros tantos de ancho. El centro de la sala estaba dominado por tres mesas de roble macizo con patas en forma de garras y un grueso revestimiento de paño en los tableros. Era una de las salas más impresionantes del museo, pero también una de las menos conocidas.

Nora llevaba más de un año sin entrar en ella. A pesar de su majestuosidad, evocaba cualquier cosa menos buenos recuerdos. Por desgracia también era el único lugar donde podía consultar los archivos históricos más importantes del museo.

Tras unos golpes suaves en la puerta, apareció Oscar Gibbs; en sus brazos musculosos llevaba una montaña de documentos antiguos atados con cordel.

—¡Cuánto material hay sobre la tumba de Senef! —dijo, tambaleándose un poco al depositar los documentos sobre el paño de la mesa—. ¡Qué raro que hasta ayer no me sonara de nada!

—Ni a ti ni a casi nadie.

—De repente es la comidilla del museo. —Gibbs sacudió la cabeza, rapada como una bola de billar—. Este es el único lugar donde se podía esconder una tumba egipcia.

Recuperó el aliento.

—Se acuerda del procedimiento, ¿verdad, doctora Kelly? Tengo que encerrarla aquí. Cuando acabe, solo tiene que llamar a la extensión 4240. Prohibidos los bolígrafos y el papel. Tiene que usar lo que hay en el interior de estas cajas de cuero. —Miró el ordenador portátil de Nora—. Y no se quite los guantes de lino ni un segundo.

—De acuerdo, Oscar.

—Si me necesita estaré en el archivo. No lo olvide, extensión 4240.

La gigantesca puerta de bronce se cerró. Nora oyó el clic de una cerradura bien engrasada. Se giró hacia la mesa. Los fajos bien alineados de documentos desprendían un fuerte olor a descomposición. Les echó una ojeada por encima para hacerse una idea de qué contenían y de qué parte debería leer, ya que era imposible leerlo todo. Se imponía una selección.

Había pedido que le dejaran consultar toda la documentación del archivo relacionada directa o indirectamente con la tumba de Senef, desde su descubrimiento en Tebas hasta su cierre definitivo al público en 1935. Oscar parecía haber hecho una labor exhaustiva. Los documentos más antiguos estaban en francés y en árabe. La traducción al inglés se producía en el momento en el que la tumba pasaba de manos del ejército napoleónico a las de los británicos. Había de todo: cartas, planos, dibujos, manifiestos navales, contratos de seguros, recortes de prensa, fotos antiguas y monografías científicas. A partir de la llegada de la tumba al museo, el número de documentos aumentaba vertiginosamente: gruesas carpetas llenas de diagramas, plantas, planos, informes de conservadores, correspondencia diversa y un sinfín de facturas del período de construcción y apertura al público de la tumba. Desde ese momento la documentación consistía en cartas de visitantes y expertos, informes internos del museo y evaluaciones de conservadores. El colofón de todo el material era una montaña de documentos sobre la nueva estación de metro y la solicitud del museo al alcalde de Nueva York de que se abriera un túnel peatonal entre la estación de la calle Ochenta y uno y un nuevo acceso subterráneo al museo. El último documento era el escueto informe de un conservador caído en el olvido donde constaba que la tumba ya estaba tapiada. Su fecha era 14 de enero de 1935.

Nora miró con un suspiro los fajos repartidos por la mesa. Menzies quería un resumen general la mañana siguiente, para poder empezar a planear el «guión», la rotulación y los paneles introductorios de la exposición. Miró su reloj. La una en punto del mediodía.

¿En qué se había metido?

Enchufó el portátil y lo encendió. Hacía poco que había cambiado su PC por un Mac por insistencia de su esposo Bill, y ahora el arranque duraba diez veces menos: 8,9 segundos en vez de los dos minutos y medio de antes, que se hacían eternos. Era como cambiar un Ford Fiesta por un Mercedes SL. Mientras veía aparecer el logo de Apple, pensó que al menos había una cosa que iba bien en su vida.

Después de ponerse unos guantes de tela limpios, empezó a desatar el cordel del primer fajo de papeles, pero la cuerda, desprendiendo una nube de polvo, se partió sin darle tiempo a deshacer el centenario nudo.

Abrió la primera carpeta con suma precaución. Dentro había un documento amarillento en francés, escrito con una letra fina y alargada. Nora emprendió su laboriosa lectura mientras tomaba notas en el PowerBook. A pesar de sus dificultades con la caligrafía y el francés, sintió que la historia esbozada por Menzies el día anterior, en la tumba, la arrastraba.

Durante las guerras napoleónicas, Napoleón concibió el plan quijotesco de seguir la ruta de conquista de Alejandro Magno por Oriente Próximo. En 1798 organizó una gran invasión de Egipto en la que participaron cuatrocientos barcos y cincuenta y cinco mil soldados. Por otro lado, dando muestras de una radical modernidad para su época, tuvo la idea de llevarse a más de ciento cincuenta científicos, eruditos e ingenieros, todos civiles, para elaborar un estudio científico completo de Egipto y sus misteriosas ruinas. Uno de los eruditos era un arqueólogo joven y entusiasta: Bertrand Magny de Cahors.

Cahors fue uno de los primeros en examinar el mayor descubrimiento de la historia de la egiptología, la piedra Rosetta, desenterrada por los soldados de Napoleón cuando construían un fuerte en la orilla. Entusiasmado por las posibilidades que abría la piedra, Cahors siguió el avance del ejército napoleónico por el Nilo, que los llevó hasta los grandes templos de Luxor y hasta el antiguo y desértico cañón de la otra orilla que se convertiría en el cementerio más célebre del mundo: el Valle de los Reyes.

La mayoría de las tumbas del Valle de los Reyes estaban talladas en la roca viva, por lo que no podían moverse, pero había unas pocas, correspondientes a faraones de segunda fila, regentes y visires, que ocupaban posiciones más altas en el valle y estaban hechas con sillares de caliza. Una de ellas —la de Senef, visir y regente de Tutmosis IV— fue la que Cahors decidió desmontar para llevársela a Francia, proeza técnica de tanta audacia como riesgo, ya que cada sillar pesaba varias toneladas y había que bajarlos uno a uno por un acantilado de sesenta metros para poder transportarlos primero en carro hasta el Nilo y después río arriba.

Los desastres se sucedieron desde el principio del proyecto. Como nadie del país estaba dispuesto a trabajar en la tumba —por la supuesta maldición que sobre ella pesaba—, Cahors se lo encomendó a la fuerza a un grupo de soldados franceses. La primera calamidad ocurrió al abrir la tumba interior, que en la Antigüedad había vuelto a ser sellada después de su saqueo. Murieron nueve hombres prácticamente de golpe. Más tarde se formuló la hipótesis de que la tumba se había llenado de dióxido de carbono, debido a la composición ácida de las aguas subterráneas presentes en el subsuelo calcáreo, y que el gas había causado la asfixia de los tres primeros soldados que entraron, así como la de los otros seis a los que se envió en su rescate.

Sin embargo, Cahors destacaba por su tenacidad, y al final la tumba fue desmontada. Los bloques, todos numerados, se transportaron en barcazas por el Nilo hasta la bahía de Abukir, donde fueron dispuestos sobre la arena del desierto en espera de su envío a Francia.

La famosa batalla del Nilo significó el fin de esos planes. Tras el encuentro, y la rotunda derrota, de la gran flota de Napoleón con el almirante Horatio Nelson, en lo que fue la batalla naval más decisiva de la historia, Napoleón huyó en una pequeña embarcación, dejando atrás a sus ejércitos, que capitularon rápidamente. Gracias a los términos de la rendición, los británicos se quedaron con su fabulosa colección de antigüedades egipcias, incluidas la piedra Rosetta… y la tumba de Senef. Al día siguiente de la firma, Cahors se arrodilló en la arena de Abukir, entre los sillares amontonados, y se clavó la espada en el corazón. Aun así, su fama de egiptólogo perduró. El Cahors que costeaba a la distance la reapertura de la tumba en el museo era descendiente suyo.

Nora dejó el primer legajo y cogió el segundo. Un oficial escocés de la Royal Navy, el capitán Alisdair William Arthur Cumyn, posteriormente barón de Rattray, logró hacerse con la tumba de Senef merced a una dudosa transacción que por lo visto estaba relacionada con una partida de cartas y dos prostitutas. El barón de Rattray hizo transportar la tumba y volvió a montarla en su antigua finca solariega de las Highlands escocesas. En el proceso se arruinó y no tuvo más remedio que vender la mayor parte de las tierras de sus antepasados. Los barones de Rattray sobrevivieron a trancas y barrancas hasta mediados del siglo XIX, cuando el último representante del linaje vendió la tumba al magnate norteamericano del ferrocarril William C. Spragg, en una tentativa desesperada por salvar lo que quedaba de su herencia. Spragg, uno de los primeros benefactores del museo, organizó el transporte de la tumba al otro lado del Atlántico, donde volvió a ser montada en el museo, que por aquel entonces estaba en plena construcción. Era su proyecto favorito. Se pasó varios meses visitando las obras, hostigando a los trabajadores y haciéndose insoportable. En una trágica ironía del destino, fue atropellado por una ambulancia tirada por caballos justo dos días antes de la magna inauguración, en 1872.

Nora hizo una pausa en la lectura. Aún no eran las tres. Avanzaba más deprisa de lo esperado. Si conseguía acabar a las ocho, hasta era posible que pudiera picar algo en el Huesos con Bill. Seguro que a él le encantaría aquella historia tan vetusta y truculenta, que por otro lado, cuando faltara menos tiempo para la reapertura de la tumba, podía convertirse en un buen artículo de la sección cultural de The Times.

Pasó al siguiente fajo, compuesto íntegramente por documentos del museo, mucho mejor conservados. La primera carpeta era sobre la inauguración de la tumba. Contenía algunos ejemplares de la invitación grabada:

Nora, divertida, contempló la invitación. Le parecía, increíble que en aquella época el museo tuviera tanta relevancia como para que la invitación la firmara el mismísimo presidente. Al reanudar su examen descubrió otro documento, un menú de la cena.

La carpeta contenía una docena de invitaciones en blanco. Apartó una y la guardó con el menú en una carpeta con una etiqueta que decía «para fotocopiar». Valía la pena que lo viera Menzies. De hecho, pensó Nora, sería magnífico poder reproducir la inauguración original, aunque quizá sin baile de disfraces, y ofrecer el mismo menú.

Empezó a leer los ecos de sociedad sobre la velada, muy en la línea de los grandes acontecimientos sociales del Nueva York de finales del siglo XIX, una época irrepetible. Leer los nombres de los invitados era como pasar lista a los albores de la Edad de Oro: los Astor y los Vanderbilt, William Butler Duncan, Walter Langdon, Ward McAllister, Royal Phelps… Diversos grabados del Harper’s Weekly mostraban a los participantes en el baile de disfraces exhibiendo las más descabelladas interpretaciones de la indumentaria egipcia.

Estaba perdiendo el tiempo. Apartó los recortes y abrió la siguiente carpeta. También contenía un recorte de prensa, concretamente de The New York Sun, uno de los periódicos sensacionalistas de la época. La ilustración mostraba a un hombre de pelo oscuro con fez, ojos líquidos y larga túnica. Nora leyó el artículo por encima.

Exclusiva del Sun

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¡Una tumba maldita en el Museo de Nueva York!

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Un bey egipcio lanza una advertencia

La maldición del Ojo de Horus


«Nueva York.— Durante la reciente visita a Nueva York de su eminencia Abdul el-Mizar, bey de Bolbassa (Alto Egipto), este emisario de la tierra de los faraones quedó sorprendido por la exposición de la tumba de SENEF en el Museo de Nueva York».

«Durante una visita guiada del museo, el caballero egipcio y su séquito se negaron a entrar en la tumba. Temerosos y consternados, avisaron al resto de los visitantes de que penetrar en ella significaba exponerse a una muerte segura y horrible. "Sobre esta tumba pesa una maldición muy conocida en mi país", explicó más tarde el-Mizar a The Sun».


Nora sonrió. El artículo seguía en la misma tónica, con una mezcla de terribles amenazas y afirmaciones completamente ajenas al rigor histórico cuyo colofón, como no podía ser menos, era la «exigencia» por parte del supuesto «bey de Bolbassa» de que la tumba fuera inmediatamente devuelta a Egipto. Al final se citaba como de pasada a un directivo del museo según el cual la tumba recibía varios miles de visitantes diarios, sin que se hubiera tenido que «lamentar ningún accidente».

Después del artículo había varias cartas de diversos remitentes —pocos de ellos en sus cabales— que decían haber experimentado determinadas «sensaciones» y «presencias» en el transcurso de su estancia en la tumba. Muchos afirmaban haber sufrido diversas dolencias con posterioridad a su visita: falta de aliento, sudores, palpitaciones, trastornos nerviosos… Una anécdota, en concreto, merecía toda una carpeta: la de un niño que se había roto las dos piernas tras caer en el pozo, y a quien habían tenido que amputarle una de ellas. La correspondencia entre los abogados culminaba en un discreto acuerdo extrajudicial, que había reportado a la familia la suma de doscientos dólares.

Nora pasó a la siguiente carpeta, muy delgada; al abrirla se llevó la sorpresa de encontrar un solo trozo amarillento de cartón con una etiqueta pegada:

Material transferido a la reserva.

22 de marzo de 1938.

Firmado: Luden R Strawbridge.

Conservador de egiptología.

Giró el cartón, extrañada. ¿A la reserva? Debía de ser el Área de Seguridad, nombre que recibía la zona donde se guardaban las piezas más valiosas del museo. ¿Qué podía contener la carpeta para que justificase tal medida?

Dejó el cartón en su sitio y apartó la carpeta, decidida a investigarlo en otro momento. Solo le quedaba un legajo. Al abrirlo encontró correspondencia y notas sobre la construcción del túnel peatonal entre la estación de metro de la línea IND y el museo.

La correspondencia era voluminosa. Al leerla empezó a darse cuenta de que la versión del museo, que atribuía el cierre de la tumba a la construcción del túnel, distaba bastante de la verdad. El trazado propuesto por el ayuntamiento, más rápido y barato, partía de delante de la estación, bastante lejos de la entrada de la tumba, pero por la razón que fuese el museo quiso situar el túnel hacia la parte trasera de la estación. Después adujo que el nuevo trazado bloquearía la entrada de la tumba, lo que obligaría a cerrarla. Daba la impresión de que quería provocar el cierre.

Siguió leyendo. Hacia el final de la carpeta encontró una nota manuscrita del mismo Lucien P. Strawbridge que había trasladado la carpeta anterior a la sección confidencial. Estaba escrita al margen de un informe de un funcionario del ayuntamiento interesado por conocer por qué motivo el museo se decantaba por un trazado que comportaba gastos suplementarios.

La anotación rezaba así:

«Cuéntele lo que sea. Quiero que se cierre la tumba. No desaprovechemos nuestra última oportunidad de deshacernos de ese maldito problema».

L. P. STRAWBRIDGE

¿Maldito problema? Nora se preguntó a qué problema podía referirse Strawbridge. Volvió a hojear la carpeta, pero el único problema relacionado con la tumba que encontró fue el incidente de los comentarios del bey de Bolbassa y la posterior avalancha de cartas de chiflados.

Llegó a la conclusión de que el problema estaba en la carpeta de acceso restringido, pero tampoco parecía muy importante; por otro lado, se le acababa el tiempo. Ya seguiría investigando cuando pudiese. De momento, o empezaba el informe o se quedaba sin cenar con Bill.

Cogió el ordenador portátil, abrió un documento nuevo y empezó a escribir.