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Gerry Fecteau cerró la celda de aislamiento 44 con un portazo que hizo temblar todo el segundo piso de la penitenciaría Herkmoor 3. Después él y su compañero se quedaron al lado de la puerta intercambiando guiños y sonrisas de satisfacción, mientras oían cómo se apagaban lentamente los ecos del impacto por los amplios espacios de cemento.

El preso de la 44 era un gran misterio, la comidilla de todos los guardianes. Estaba claro que era un preso importante, porque había recibido varias visitas de agentes del FBI y el director se había interesado personalmente por él, pero lo que más impresionaba a Fecteau era la poca información que se filtraba. Casi siempre que había un preso nuevo, la fábrica de rumores tardaba poco en desvelar el crimen del que se le acusaba, en sus detalles más truculentos. En cambio en ese caso nadie sabía nada, no ya el delito del preso, sino ni siquiera su nombre. Se limitaban a llamarlo con una letra: «A».

Además, daba miedo. No exactamente por su empaque físico, ya que era un hombre alto y delgado, tan blanco de piel que parecía nacido en una celda de aislamiento. Hablaba poquísimo, y para oír lo poco que decía había que inclinarse. No, no era por eso. Era por los ojos. En sus veinticinco años de experiencia carcelaria, Fecteau nunca había visto unos ojos de una frialdad tan absoluta, como dos trozos de hielo brillantes y plateados, gélidos hasta el extremo de que casi desprendían vaho.

¡Caray! ¡Sentía escalofríos solo de pensarlo!

No le cabía duda alguna de que el preso había cometido un crimen espantoso, o toda una serie, a lo Jeffrey Dahmer. Un asesino en serie que mataba a sangre fría. Quizá por eso daba tanto miedo, y por eso había sido una gran satisfacción recibir la orden de trasladarlo a la celda de aislamiento 44. No había nada más que decir. Era adonde enviaban a los hombres duros, los que había que ablandar. En realidad la 44 no era peor que el resto de las celdas del bloque de aislamiento de Harkmoor 3, todas idénticas —catre de metal, váter sin asiento y agua exclusivamente fría—, pero tenía una particularidad especialmente útil para doblegar a un preso: la presencia del recluso de la 45. El percusionista.

Fecteau y su compañero, Benjy Doyle, se quedaron en silencio a ambos lados de la puerta, esperando que volviera a empezar. El percusionista había hecho una pausa de unos minutos, como cada vez que llegaba un preso nuevo, pero nunca duraban mucho.

Dicho y hecho. De pronto Fecteau oyó el rítmico roce de un zapato en el suelo de la celda 45. Siguieron varios «pop» con los labios, y el suave tamborileo de unos dedos golpeando la baranda metálica del catre. Un poco más de claqué, algunas notas tarareadas… y la batería. Empezaba despacio, pero rápidamente adquiría velocidad, un redoble veloz que se quebraba en riffs sincopados con algún que otro «pop» o roce de la suela, formando una corriente sonora infinita, de una hiperactividad inagotable.

Una sonrisa apareció en la cara de Fecteau, que intercambió una mirada con Doyle.

El percusionista era el preso perfecto. Nunca gritaba, chillaba o tiraba la comida. Nunca decía palabrotas. Tampoco amenazaba a los guardias ni daba patadas por la celda. Era un dechado de pulcritud y orden. Se cuidaba el pelo y se lavaba, pero tenía dos características particulares que explicaban su permanencia en el bloque de aislamiento: que casi nunca dormía, y que todas las horas que pasaba despierto, literalmente todas, las dedicaba a tocar la batería. Nunca lo hacía muy fuerte ni era para provocar. Despreciaba totalmente el mundo exterior, incluidos los insultos y amenazas que se le dirigían, y que no eran pocos. Ni siquiera parecía consciente de que hubiera algo fuera de la celda. Él seguía con lo suyo, sin variaciones, sin alterarse, totalmente concentrado. Curiosamente, lo más insoportable de los sonidos del percusionista era su suavidad, como en la tortura china de la gota de agua.

Además de la orden de trasladar al preso llamado A al bloque de aislamiento, Fecteau y Doyle habían recibido la de quitarle todas sus pertenencias, incluidos —sobre todo, y por expresa indicación del director— los utensilios de escritura. Se lo habían quedado todo: libros, dibujos, fotos, periódicos, cuadernos de notas, plumas, tinta… Ahora el preso no tenía nada, ni más remedio que escuchar.

Taca taca chiqui chiqui pum bop biribop teque teque pim pom pim pom chiqui chiqui ¡pum! Chiqui ¡PUM! Chiquitiqui pam pum pam pum ta ta ta ta ¡PUM! ¡Tacataca pom! ¡Taca pom! Chiqui chiqui teque shhh… shhh… chiqui ta ta ¡pim! Chiqui shhh… tac shhh… tac tacatac ta ta ta ta ¡pom! ¡Chic chiqui chic chiqui tac! Chic chiqui…

Fecteau no quiso seguir escuchando. Empezaba a estar hasta las narices. Indicó la salida con un gesto del mentón y se fueron rápidamente por el pasillo, alejándose del ruido del percusionista.

—Le doy una semana —dijo.

—¿Una semana? —contestó Doyle con un bufido—. ¡Pobre, si no durará ni veinticuatro horas, el muy desgraciado!