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—El desayuno se sirve a partir de las seis de la mañana —dijo el mozo al caballero del compartimiento privado, bien parecido y mejor vestido.

—Yo preferiría que me lo sirvieran en el dormitorio. Se lo agradezco por adelantado.

Al mirar hacia abajo, el mozo vio que le ponía en la mano un billete de veinte dólares.

—Claro que sí. No hay problema. ¿Le apetece algo más?

—Sí. Podría traerme un vaso enfriado, hielo picado, una botella de agua mineral fría y terrones de azúcar.

—Perfecto. Ahora mismo vuelvo.

Salió del compartimiento deshaciéndose en sonrisas, inclinando la cabeza, y cerró la puerta con un cuidado casi reverencial.

Diógenes Pendergast vio desaparecer por el pasillo a aquella especie de enano. Oyó cómo se alejaban sus pasos y el fuerte impacto de la puerta del vagón, cerrándose con todo su peso. Oyó los miles de sonidos de Penn Station, mezclados, pero no en su cerebro: las conversaciones al pie del tren, la nota sonora y monocorde de los anuncios por megafonía…

Se giró hacia la ventanilla y se distrajo mirando el andén. Ante sus ojos el paisaje era gris. Un corpulento revisor informaba a una chica con un bebé en brazos sin perder la paciencia. Pasó un hombre con un maletín en la mano, corriendo para no perder el último Midtown Express para Dover, que salía del andén de al lado. Pasó despacio una vieja frágil y delgada, que se quedó mirando el tren y luego su billete antes de reanudar su titubeante andar.

Diógenes los veía a todos, pero ninguno le llamaba la atención. Eran simples anécdotas visuales, distracciones mentales… para evitar que el pensamiento derivara hacia otros temas más exasperantes.

Después de los primeros minutos, llenos de angustia, de incredulidad y de rabia, había conseguido no pensar demasiado en su fracaso. En realidad, dadas las circunstancias todo había salido bastante bien. Siempre tenía preparados varios planes de escape. Ahora estaba siguiendo al pie de la letra el más indicado. Ni siquiera había transcurrido media hora desde su huida del museo, pero ya estaba sano y salvo a bordo del Lake Champlain, el tren nocturno de la Amtrak para Montreal. Era un tren ideal para sus necesidades. Paraba en Cold Spring, a orillas del Hudson, para el cambio de eléctrico a diésel, por lo que el pasaje disponía de media hora para estirar las piernas.

Diógenes pensaba aprovecharla para una última visita a su vieja amiga Margo Green.

Ya tenía preparada la jeringa, muy bien envuelta para regalo en una caja, con su cinta y todo. La llevaba en el equipaje de mano, a buen recaudo en el compartimiento superior junto a sus pertenencias más valiosas —los álbumes de recortes, su botiquín de alucinógenos y opiáceos y sus horribles accesorios y juguetes, que nadie que los hubiera visto había vivido lo suficiente para contarlo—. Al lado de la puerta, en el pequeño armario, estaba colgada la bolsa de la ropa, con suficientes prendas y disfraces para llegar a casa sin percances. Y en su bolsillo, también a buen recaudo, estaban los documentos y los pasaportes.

Solo faltaba pensar lo menos posible en los últimos hechos. La solución fue concentrarse una vez más, contemplativamente, en Margo Green.

Margo era el único lujo que se había permitido durante el esfuerzo y la disciplina de los preparativos para el espectáculo. Era el único remanente de la fase más temprana del plan, y se diferenciaba de todos los demás en que era una presa fácil con quien jugar, y de quien desembarazarse, con poco riesgo, tiempo y esfuerzo.

¿Qué tenía ella de especial para haberle retenido más que, por ejemplo, William Smithback, Nora Kelly, Vincent D’Agosta o Laura Hayward? Supuso, sin estar seguro, que se debía a su larga relación con el museo, con esos grandes pensadores y pontificadores, esos mentecatos pedestres, abominables, ruines, pedantes, hueros, anquilosados entre los que se había pasado más años enterrado, como Hugo Menzies, de los que le apetecía contar. Todos habrían perecido en el espectáculo de luz y sonido; todos menos ella. Con los demás había fallado. Con ella no fallaría.

Había sido un placer visitarla a menudo para compadecerse de su estado comatoso, que él mismo se había esmerado en prolongar, manteniéndola al borde de la expiración y exprimiendo hasta la última gota el dolor de su madre viuda. Era una pócima de sufrimiento que bebía a grandes tragos, y cuyo astringente sabor renovaba su sed por la muerte en vida que era su propia existencia.

Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Diógenes.

Era el mozo, con una bandeja sobre ruedas que encajó en una mesita.

—¿Algo más, señor?

—De momento no. Dentro de una hora podría hacerme la cama.

—Muy bien, ahora mismo le encargo el desayuno.

Se retiró con otra respetuosa inclinación.

Diógenes se quedó un momento sentado, mirando otra vez el andén. Al cabo de un rato sacó una petaca de plata del bolsillo de su chaqueta, la abrió y echó unos centilitros de un líquido verde brillante, que a él le parecía gris, en el vaso de la bandeja portátil. A continuación sacó una cuchara de su maletín de piel, una cuchara de plata con el escudo de los Pendergast grabado en el mango y un poco derretida en una esquina, y la manipuló como si fuera un bebé recién nacido. Después de apoyarla en el vaso con sumo cuidado, puso un terrón de azúcar encima, cogió el agua fría y la vertió gota a gota sobre el terrón. El agua azucarada se derramó por los bordes de la cuchara como por una fuente dulce, cayó en el licor y alteró su color hacia un verde lechoso que acabó convertido en un hermoso jade opalescente. Lástima que sus ojos no vieran en color.

Realizó toda la operación con estudiada calma.

Dejó a un lado la cuchara, cuidadosamente, y se acercó el vaso a los labios para paladear el sabor ligeramente amargo de su contenido. Después volvió a enroscar el tapón de la petaca y a guardársela en el bolsillo. De todas las absentas modernas, era la única que tenía una proporción tan alta de esencias de acíbar como las marcas antiguas del siglo XIX. Ello la hacía merecedora de ser bebida al estilo tradicional.

Después de otro sorbo se reclinó cómodamente en el sillón. ¿Qué había dicho Oscar Wilde sobre el consumo de absenta? «La primera fase es como con cualquier otra bebida; en la segunda es cuando se empiezan a ver cosas monstruosas y crueles, pero el que sea capaz de perseverar entrará en la tercera fase, en la que se ven cosas que se quieren ver, cosas magníficas y muy curiosas».

Lo raro era que Diógenes nunca pasaba de la segunda, por mucho que bebiera. Aunque tampoco le apetecía particularmente.

Una voz sonó por un pequeño altavoz colgado cerca del techo:

Señoras y señores, les habla el revisor. Bienvenidos a bordo del Lake Champlain, que realizará paradas en Yonkers, Cold Spring, Poughkeepsie, Albany, Saratoga Springs, Plattsburg, St. Lambert y Montreal. Ultimo aviso para los señores pasajeros. Se ruega a los señores visitantes que abandonen inmediatamente el tren.

Diógenes sonrió al oírlo. El Lake Champlain era uno de los dos únicos trenes de lujo que aún tenía en servicio la Amtrak. Tras reservar dos cabinas contiguas de primera clase y pedir que dejaran abierta la separación, Diógenes había conseguido una suite pasablemente cómoda. Era una vergüenza, por no decir un crimen, que los políticos hubieran dejado caer en la insolvencia y el abandono un sistema ferroviario como el de Estados Unidos, que había sido la envidia del resto del mundo. Sin embargo, no era más que una molestia pasajera. Pronto estaría en Europa, donde la gente sabía qué significaba viajar digna y cómodamente.

Al otro lado de la ventanilla pasó bamboleándose una mujer rolliza, seguida por un mozo cargado de maletas. Diógenes levantó el vaso y removió suavemente el líquido color perla. Faltaba poco para que saliera el tren. Por primera vez, aunque con la cautela de quien se aproxima a un animal peligroso, se permitió un breve momento de reflexión.

Aunque era demasiado horrible pensar en ello. Quince años de planificación, el celo puesto en los disfraces, la habilidad en la intriga, el ingenio en las estratagemas… Todo para nada. El mero hecho de pensar en todo el tiempo y el trabajo invertidos únicamente en Menzies —forjarse un currículo, aprender el oficio, conseguir el empleo, trabajar durante años, asistir a aburridas reuniones y oír murmullos necios de insulsos conservadores— amenazaba con lanzarlo a un pozo de locura. Por no hablar del gran alarde final, en toda su intrincada y pavorosa gloria: la meticulosa investigación médica sobre cómo convertir a gente normal en sociópatas asesinos sin usar otra cosa que el sonido y la luz. Objetivo que alcanzaría eliminando el mecanismo inhibitorio del cerebro mediante luz láser y traumatizando el córtex entorrinal y la amígdala a fin de que pudiera producirse una desinhibición de la función rudimentaria… A todo ello se añadía la minuciosa elaboración de un espectáculo de luz y sonido oculto dentro de la presentación multimedia que había absorbido los esfuerzos de todos, y su ensayo con el técnico y el incauto de Wicherly…

Todo había sido tan perfecto… Hasta la maldición de la tumba, a la que había sabido sacar todo el provecho, añadía un toque delicioso: el de ablandar a la gente y prepararla psicológicamente para el horror de su espectáculo de luz y sonido. Podría haber funcionado. De hecho había funcionado, con la excepción del único elemento que no podía haber previsto de ningún modo: la fuga de Herkmoor de su hermano. ¿Cómo lo había conseguido? Y además se presentó en el lugar de los hechos justo a tiempo para volver a estropearlo todo…

Muy propio de Aloysius. Él, el menos dotado de los dos hermanos, siempre sacaba un triste placer en derribar lo que Diógenes erigía con esmero; él, que al darse cuenta de que siempre estaría por debajo intelectualmente había dado un paso tan drástico como el de someterlo a un Acontecimiento que garantizase…

En ese momento las manos que sujetaban el vaso empezaron a temblar, y Diógenes cortó en seco sus disquisiciones. Daba igual. Estaba a punto de dejarle a su hermano otro regalo para disfrute de su conciencia: la truculenta muerte de Margo Green.

Se oyó un silbido de frenos. Después de otro aviso del revisor, el tren se puso lentamente en marcha con un chirrido de ruedas metálicas, deslizándose en paralelo al andén. Había empezado el viaje. Cold Spring, Canadá, Europa… y su casa.

Su casa. La idea de volver a encontrarse en su biblioteca, entre sus preciadas posesiones, envuelto por una estructura amorosamente diseñada para darle todos los caprichos, lo ayudó a recuperar la ecuanimidad. Ahí, en su casa, era donde había empezado a planear su crimen perfecto, muchos años atrás. Y donde podía volver a hacerlo. Aún era relativamente joven. Le quedaban muchos años por delante, más que suficientes para idear un plan. Un plan todavía mejor.

Bebió un trago más largo de absenta. Su rabia e indignación le estaban haciendo olvidar algo: que lo había conseguido, al menos parcialmente. Había hecho muchísimo daño a su hermano. Aloysius había sufrido una gran humillación pública. Lo habían acusado de matar a sus propios amigos y lo habían metido en la cárcel. Su libertad, en todo caso temporal, no impedía que siguiera siendo un prófugo. De lo único que serviría su fuga sería para ahondar el agujero donde estaba metido. Para él ya no habría descanso. No podría volver a respirar tranquilo. Lo perseguirían sin tregua. Para alguien tan celoso de su intimidad, la dura prueba de la cárcel debía de haber sido una gran mortificación.

Sí, había conseguido muchas cosas. Había herido a su hermano en uno de los aspectos más vitales y sensibles. Mientras Aloysius languidecía en la cárcel, él, Diógenes, había seducido a su pupila. ¡Qué abominable y delicioso placer! Parecía mentira. Cien años de infancia… y aun así tanta frescura, tanta inocencia, tanta ingenuidad. Cada red por él tejida, cada cínica mentira, habían sido un gozo, particularmente sus largas y huecas disquisiciones sobre el color. A esas alturas seguro que Constance ya estaba muerta en medio de un charco de su propia sangre. Una cosa era el asesinato, en efecto, y otra el suicidio, el auténtico suicidio, más duro que cualquier otro golpe.

Bebió un poco más, mientras veía cómo se deslizaba el andén a través de su ventanilla. Se estaba acercando a la segunda fase del consumo de absenta según Oscar Wilde, la contemplación de cosas monstruosas y crueles, y le apetecía demorarse en una imagen que era como un bálsamo: la de su hermano con el cadáver de Constance a sus pies, leyendo la carta. Sería la imagen que le daría consuelo, aliento y fuerza hasta llegar a casa…

La puerta de su cabina se descorrió ruidosamente. Diógenes se incorporó, alisando su pechera al mismo tiempo que metía una mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el billete, pero la persona que estaba en el pasillo no era el revisor, sino la vieja frágil a quien había visto caminar minutos antes por el andén.

Frunció el entrecejo.

—Es un compartimiento privado —dijo secamente.

En vez de contestar, ella dio un paso hacia el interior.

Diógenes se alarmó. No por nada que pudiera identificar al instante, sino por un sexto sentido que de repente se había puesto a gritar «¡peligro!». La vieja metió la mano en el bolso. En ese momento Diógenes advirtió que sus movimientos ya no eran lentos y vacilantes, sino ágiles y rápidos. También parecían el fruto de una temible determinación. La mano que salió del bolso sujetaba una pistola; no había tenido tiempo de moverse.

Se quedó de piedra. Era una pistola antigua, prácticamente una reliquia, sucia y cubierta de óxido. La vista de Diógenes subió casi contra su voluntad por el cuerpo de la mujer hasta encontrar su cara. Reconoció aquellos ojos inexpresivos que lo observaban bajo la peluca. Los reconoció perfectamente.

El cañón subió hacia él.

Se levantó de un salto, manchándose de absenta la camisa y la parte delantera de los pantalones, y retrocedió justo cuando ella apretaba el gatillo.

Nada.

Se incorporó con el corazón a cien; se dio cuenta de que probablemente era la primera vez que ella usaba una pistola. No sabía apuntar y aún no había quitado el seguro. Se abalanzó sobre ella, pero justo entonces se oyó el clic de un seguro y una explosión hizo temblar la cabina. Una bala agujereó el vagón encima de la cabeza de Diógenes, que cayó de lado, retorciéndose.

Mientras él hacía un esfuerzo desesperado por levantarse, ella dio un paso entre una nube de polvo que le daba un aspecto espectral, y volvió a nivelar la pistola para apuntar con una frialdad perfecta y terrible.

Diógenes se arrojó hacia la puerta del compartimiento contiguo, pero resultó que el mozo aún no la había abierto.

Otra explosión ensordecedora. Las astillas de la moldura pasaron a pocos centímetros de su oreja.

Se giró hacia ella, colocándose de espaldas a la ventanilla. Quizá pudiera derribarla, apartarla de la puerta… Ella, sin embargo, con una parsimonia indescriptiblemente aterradora, volvió a levantar la vieja pistola y apuntó.

Diógenes saltó hacia un lado. La tercera bala rompió la ventanilla justo donde había estado hacía un momento. Los últimos ecos de la detonación dejaron paso al traqueteo de las ruedas del tren. En el pasillo del vagón habían empezado a oírse gritos y voces. Fuera se veía el final del andén. Aunque Diógenes la redujese y le quitase la pistola a la fuerza, todo habría acabado. Lo cogerían y lo desenmascararían.

Inmediatamente, sin pensarlo demasiado, dio media vuelta y se tiró por la ventana rota. Cayó con todo su peso en el andén de cemento y dio un par de vueltas en el polvo, rodeado por trozos de cristal de seguridad. Al levantarse, medio aturdido y con el corazón a punto de estallar, tuvo tiempo de ver cómo desaparecía el último vagón al fondo del andén y entraba en la boca oscura del túnel.

Se quedó donde estaba, estupefacto. Todo su ofuscamiento, toda la impresión, todo el dolor y el miedo que sentía no lograban borrar una imagen: la increíble calma con que ella —Constance— había corregido su puntería. En sus extraños ojos había una falta de emoción, de expresión, de cualquier cosa…

Solo había una determinación absoluta.