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La doctora Lauren Wildenstein vio cómo el equipo de urgencias le llevaba el recipiente de plástico azul para sustancias peligrosas y lo dejaban debajo de la campana de gases del laboratorio. Veinte minutos después de la llamada, ella y Richie, su ayudante, ya estaban preparados. Al principio parecía que para variar podía tratarse de algo serio, ajustado al perfil clásico de ataque bioterrorista —una institución neoyorquina de primera fila recibía un paquete del que salía un polvo marrón—, pero los controles de ántrax realizados in situ ya habían dado negativo y Wildenstein intuía que sería una nueva falsa alarma. En los dos años que llevaba al frente del laboratorio de bioterrorismo de Nueva York les habían llevado cuatrocientos polvos sospechosos para que los analizaran, y por suerte ninguno había resultado ser un agente de bioterrorismo. De momento. Miró la cuenta que llevaban, clavada en la pared: azúcar, sal, harina, levadura, heroína, cocaína, pimienta y polvo, en ese orden de frecuencia. La lista hablaba de muchas paranoias, y de muchos, demasiados, avisos terroristas.
Después de que se fuera la brigada, contempló un momento el recipiente cerrado. Parecía mentira que en los últimos tiempos un simple paquete de polvo pudiera provocar tanto revuelo. Media hora después de su llegada al museo ya había un vigilante y un administrador en cuarentena; les dieron antibióticos y ahora los trataban los servicios de salud mental. Al parecer, el administrador se había puesto particularmente histérico.
Sacudió la cabeza.
—¿Qué?, ¿cómo lo ves? —dijo una voz a su espalda—. ¿Cuál es el cóctel terrorista del día?
No le hizo caso. Laboralmente Richie era un primer espada, pero su desarrollo emocional se había detenido entre el tercer y cuarto curso.
—Vamos a pasarlo por los rayos X.
—Marchando.
La radiografía en falso color que apareció en el monitor mostró que el paquete contenía una sustancia amorfa; no había cartas u otros objetos.
—No hay detonador —dijo Richie—. Anda que…
—Voy a abrir el recipiente.
Wildenstein quitó el cierre y extrajo el paquete con cuidado. Reparó en que la caligrafía era tosca e infantil y en la falta de remite, así como en las múltiples vueltas de cordel mal atado. Casi parecía hecho adrede para despertar sospechas. De una esquina del paquete, rota de tanto trajinarlo, salía una sustancia de color marrón claro que parecía arena, sin ninguna similitud con los agentes de bioterrorismo que conocía Wildenstein por sus estudios. Cortó el cordel con la poca destreza que le permitían los gruesos guantes y abrió el paquete. Dentro había un saquito de plástico.
—¡Nos han dado por el saco! —dijo Richie, resoplando.
—Mientras no se demuestre lo contrario, lo trataremos como si fuera peligroso —dijo ella, aunque en su fuero interno compartía su opinión. Siempre era mejor pecar de exceso de cautela.
—¿Peso?
—Un kilo doscientos. Hago constar que todas las alarmas de sustancias peligrosas de la campana están a cero.
Usó una paleta para recoger unas decenas de granos y repartirlos en seis tubos de ensayo. Los sacó de la campana, tapados y en una gradilla, y se los dio a Richie, que no necesitó ninguna indicación para aplicar los reactivos químicos habituales y proceder a los correspondientes tests.
—¡Qué pedazo de muestra! ¡Así da gusto! —dijo, socarrón—. De ese modo, aunque lo quememos, lo cozamos y lo disolvamos, aún nos quedará bastante para hacer un castillo de arena.
Wildenstein esperó hasta el final del examen, llevado con mano maestra.
—Todo negativo —fue la conclusión—. ¿Qué narices debe ser esto?
Wildenstein cogió otro juego de muestras.
—Haz una prueba de calor en atmósfera oxidante y pasa el gas por el analizador.
—Ahora mismo.
Richie cogió otra probeta, la tapó con una pipeta conectada al analizador de gases y calentó despacio el tubo con un mechero Bunsen. Para sorpresa de Wildenstein, la muestra prendió enseguida y brilló un momento antes de desaparecer sin cenizas ni residuos.
—¡Más madera! ¡Esto es la guerra!
—¿Qué ha dado, Richie?
Richie leyó el resultado.
—Dióxido y monóxido de carbono prácticamente puros, con trazas de vapor de agua.
—Pues entonces la muestra tenía que ser carbono puro.
—¡Venga ya, jefa! ¿Desde cuándo hay carbono en forma de arena marrón?
Wildenstein inspeccionó la arenilla del fondo de uno de los tubos de ensayo.
—Voy a mirarlo con el estereozoom.
Depositó una docena de granos en una lámina, la puso en el portaobjetos del microscopio y encendió la luz para mirar por los oculares.
—¿Qué ves? —preguntó Richie.
Ella no contestó. Estaba hipnotizada. Bajo el microscopio no eran granos marrones, sino fragmentos minúsculos de una sustancia cristalina de infinitos colores: azul, rojo, amarillo, verde, marrón, negro, violeta, rosa… Con la vista pegada al microscopio, cogió una cuchara metálica y empujó un poco uno de los granos. Lo oyó rechinar ligeramente en el cristal.
—¿Qué haces? —preguntó Richie.
Wildenstein se levantó.
—¿No tenemos refractómetro?
—Sí, uno barato que parece de la Edad Media.
Richie buscó en un armario y sacó un aparato cubierto de polvo con una funda amarillenta. Lo montó y lo enchufó.
—¿Sabes usar este trasto?
—Creo que sí.
Wildenstein separó un grano con el estereozoom, lo colocó sobre una lámina y le echó una gota de aceite mineral. A continuación introdujo la lámina en la cámara del refractómetro y giró varias veces el botón hasta obtener un resultado.
Levantó la cabeza, sonriendo.
—Lo que sospechaba. El índice de refracción es de dos coma cuatro.
—Ah… ¿Y qué?
—Pues que ya lo tenemos.
—¿El qué, jefa?
Miró a su ayudante.
—¿Qué está hecho de carbono puro, tiene un índice de refracción superior a dos y es tan duro que corta el cristal?
—¿Un diamante?
—Muy bien.
—¿Quieres decir que esto es una bolsa de polvo de diamante?
—Parece que sí.
Richie se levantó la capucha protectora para secarse la frente.
—Es la primera vez que lo veo. —Se giró y cogió el teléfono—. Creo que voy a llamar al hospital para decirles que desactiven la alerta biológica. Me han dicho que el administrador del museo se ha cagado encima.