10
Bajaron por la escalera de la tumba de Senef dejando huellas en la capa de polvo, como si fuera nieve recién caída.
Wicherly se paró y movió la linterna.
—Ah. Esto es lo que llamaban los egipcios «el primer tránsito del dios por el camino del Sol». —Se giró hacia Nora y Menzies—. ¿Los aburro?
—¡No, por favor —dijo Menzies—, siga con la visita guiada!
La dentadura de Wicherly brilló en la penumbra.
—El problema es que gran parte del significado de estas tumbas antiguas todavía se nos escapa, aunque son de fácil datación. Esta parece una tumba bastante típica del Imperio Nuevo, yo diría que de finales de la XVIII dinastía.
—Justo en el blanco —dijo Menzies—. Senef fue visir y regente de Tutmosis IV.
—Gracias. —Wicherly no disimuló su satisfacción por el elogio—. La mayoría de estas tumbas del Imperio Nuevo tenían tres partes: una tumba exterior, otra media y otra interior, divididas en un total de doce salas cuyo conjunto representa el paso del dios Sol por el mundo subterráneo durante las doce horas de la noche. Al faraón lo enterraban al ponerse el sol, y su alma acompañaba al dios Sol en su barca solar a lo largo del peligroso viaje por el mundo subterráneo, viaje que culminaba gloriosamente al amanecer con su renacimiento.
Enfocó la linterna hacia delante. Al fondo se dibujaba vagamente una puerta.
—Debieron de tapar esta escalera con escombros y sellar la puerta del final.
Siguieron bajando hasta una puerta de grandes dimensiones, con un enorme Ojo de Horus en el dintel. Wicherly se detuvo para enfocar el Ojo y los jeroglíficos de alrededor.
—¿Sabe leer estos jeroglíficos? —preguntó Menzies.
Wicherly sonrió.
—No lo hago demasiado mal. Es una maldición. —Guiñó el ojo a Nora—. «Que Ammut se trague el corazón de quien cruce este umbral».
Se hizo un breve silencio. McCorkle emitió una risa aguda.
—¿Ya está?
—Al saqueador de tumbas de la Antigüedad no debía de parecerle poco. Es una maldición muy fuerte para un antiguo egipcio.
—¿Quién es Ammut? —preguntó Nora.
—El Devorador de los Condenados. —Wicherly enfocó una pintura de la pared del fondo, una imagen borrosa de un monstruo con cabeza de cocodrilo, cuerpo de leopardo y un culo grotesco de hipopótamo que estaba sentado en la arena con la boca abierta, a punto de tragarse una hilera de corazones humanos—. Decir y hacer el mal añade peso al corazón. Después de la muerte, Anubis pesaba los corazones en una balanza en cuyo otro platillo estaba la pluma de Maat. Si el corazón pesaba más que la pluma, Tot, el dios con cabeza de babuino, se lo arrojaba al monstruo Ammut para que se lo comiese. Luego Ammut se iba a defecar a los arenales del oeste, que era donde acababas si no habías vivido virtuosamente, como una caca recocida por el calor del desierto occidental.
—Gracias, doctor. Me basta y sobra —dijo McCorkle.
—Para un antiguo egipcio, saquear la tumba de un faraón debía de ser una experiencia terrorífica. Veían las maldiciones contra los intrusos como algo muy real, y por eso no se limitaban a saquear la tumba, sino que la destrozaban, con todo su contenido, para neutralizar el poder del faraón difunto. Destruir los objetos era la única forma de dispersar su poder maléfico.
—Pasto para la exposición, Nora —murmuró Menzies.
McCorkle vaciló un poco antes de cruzar el umbral, seguido por el resto.
—El segundo tránsito del dios —dijo Wicherly, paseando la luz de la linterna por las inscripciones—. Las paredes están cubiertas de inscripciones del Reunupertemhru, el Libro de los muertos egipcio.
—¡Ah! ¡Qué interesante! —dijo Menzies—. Léanos un fragmento, Adrian.
Wicherly empezó a recitar en voz baja:
El regente Senef, cuya palabra es cierta, ha dicho: «Todos te alaben y den gracias, Ra, oh tú que vas rodando como sobre oro, tú, Iluminador de las Dos Tierras el día de tu nacimiento. Sobre la mano de tu madre apareciste, e iluminaste esplendorosamente el círculo por donde viaja eternamente el Disco. Oh Gran Luz que ruedas por Nu, tú levantaste a las generaciones de los hombres de la fuente profunda de tus aguas…».
—Es una invocación a Ra, el dios Sol, por parte del difunto, Senef. Es bastante representativo del Libro de los muertos.
—Yo el Libro de los muertos solo lo conozco de oídas —dijo Nora.
—Era una recopilación de invocaciones mágicas, conjuros y encantamientos que ayudaba a los muertos a realizar el peligroso viaje por el mundo subterráneo hasta el Campo de los Tuncos, la idea de paraíso de los antiguos egipcios. Durante la larga noche que seguía al entierro del faraón la gente esperaba con miedo, porque si el faraón, por la razón que fuese, molestaba a alguien en el mundo subterráneo y no renacía, nunca volvería a salir el sol. Para llegar al final de su viaje, el rey muerto tenía que saber los conjuros, los nombres secretos de las serpientes y todo tipo de conocimientos arcanos. Por eso está escrito en las paredes de la tumba. El Libro de los muertos era una especie de chuleta para la vida eterna.
Wicherly se rió, a la vez que iluminaba cuatro hileras de jeroglíficos pintados en rojo y azul. Al acercarse a ellos, el grupo levantó nubes de un polvo gris cada vez más denso.
—Aquí tenemos la Primera Puerta de los Muertos —siguió explicando el egiptólogo—. Representa al faraón subiendo a la barca solar y viajando por el mundo subterráneo, donde es recibido por los muertos. Aquí, en la Cuarta Puerta, ya han llegado al temido desierto de Sokor y la barca se convierte por arte de magia en una serpiente que los lleva por encima de la arena ardiente. ¡Ah, sí! Esto es muy espectacular: a medianoche el alma de Ra, el dios Sol, se une con su cadáver, representado por la figura momificada de…
—Perdone, doctor —lo interrumpió McCorkle—, pero aún nos faltan ocho salas.
—Claro, claro. Disculpen.
Fueron al fondo de la sala, donde había un agujero oscuro con una escalera muy empinada que desaparecía en las tinieblas.
—Este pasadizo también debieron de rellenarlo de escombros —dijo Wicherly—. Como medida contra los ladrones.
—Atención —murmuró McCorkle, que iba en cabeza.
Wicherly se giró hacia Nora y le ofreció una mano, muy cuidada.
—¿Me permite?
—Creo que ya puedo —dijo ella, divertida por su caballerosidad europea.
Al ver que Wicherly extremaba innecesariamente las precauciones, y tras fijarse en el polvo acumulado en sus zapatos pulidos como espejos, llegó a la conclusión de que corría un riesgo mucho mayor que ella de resbalar y romperse la crisma.
—¡Tenga cuidado! —dijo Wicherly a McCorkle—. Si esta tumba sigue la disposición habitual falta poco para el pozo.
—¿El pozo? —llegó de delante la voz de McCorkle.
—Un pozo muy profundo destinado a matar a los ladrones de tumbas poco precavidos, aunque también era una forma de evitar que la tumba se llenase de agua durante los pocos períodos en los que se inundaba el Valle de los Reyes.
—Aunque siguiera intacto, seguro que hay un puente —dijo Menzies—. Acuérdese de que esto estaba abierto al público.
Avanzaron con cuidado hasta que sus linternas revelaron la presencia de un precario puente de madera sobre un pozo cuya profundidad no podía ser menor de cinco metros. McCorkle les hizo señas de que no se acercaran. Después examinó atentamente el puente con la linterna y empezó a cruzarlo. Nora se sobresaltó al oír un «¡crac!». McCorkle se aferró desesperadamente a la baranda, pero solo era el ruido de la madera al asentarse. El puente resistió.
—Todavía es seguro —dijo McCorkle—. Crúcenlo de uno en uno.
Nora pisó con precaución el estrecho puente.
—Parece mentira que esto se pudiera visitar. ¿Cómo montaron un pozo así en el subsótano del museo?
—Debieron de excavar el lecho de roca de Manhattan —dijo Menzies desde atrás—. Tendremos que ponerlo todo en condiciones.
Después del puente cruzaron otro umbral.
—Ahora estamos en la tumba media —dijo Wicherly—. Aquí debía de haber otra puerta sellada. ¡Qué maravilla de frescos! Esto es una imagen de Senef con los dioses, y esto son más versículos del Libro de los muertos.
—¿Hay alguna otra maldición? —preguntó Nora al ver otro Ojo de Horus que destacaba entre las pinturas de encima de la puerta, antiguamente sellada.
Wicherly lo enfocó con la linterna.
—Hum… Es la primera vez que veo una inscripción como esta. «El lugar que está sellado. Aquel que yació en el espacio cerrado ha renacido por virtud del alma-Ba que en él está; aquel que caminó en el espacio cerrado ha sido desposeído por el alma-Ba. Por el Ojo de Horus se me libera o condena, oh gran dios Osiris.»
—Parece otra maldición —dijo McCorkle.
—Yo diría que solo es otra cita oscura de Libro de los muertos. Tiene doscientos capítulos, y aún no lo ha interpretado nadie en toda su extensión.
En aquel punto la tumba se abría a una sala impresionante cubierta por una bóveda y sustentada en seis grandes pilares de piedra, todos densamente cubiertos de jeroglíficos y frescos. A Nora le pareció increíble que aquel espacio inmenso y tan decorado llevara más de medio siglo en lo más profundo del museo, borrado de casi todas las memorias.
Wicherly se giró para iluminar con su linterna el gran conjunto de pinturas.
—Esto es bastante excepcional. La Sala de los Carros, llamada por los antiguos Sala del Rechazo de los Enemigos. Es donde solía almacenarse toda la parafernalia bélica que necesitaba el faraón en la otra vida: su carro, sus arcos y flechas, sus caballos, sus espadas, sus cuchillos, su maza de guerra, sus bastones, su casco y su armadura de cuero.
La luz se detuvo en un fresco que representaba centenares de cuerpos decapitados en el suelo, cerca de sus cabezas alineadas. El suelo estaba salpicado de sangre. El antiguo artista había incorporado detalles tan realistas como las lenguas saliendo de las bocas.
Otra serie de pasillos los llevó a una sala menor que las demás. En un lado había un gran fresco que recogía la misma escena del peso de los corazones pero a escala mucho mayor. La imagen de Ammut, horrenda, babeante, no quedaba lejos.
—La Sala de la Verdad —dijo Wicherly—. Todos eran juzgados, incluso el faraón, o en este caso Senef, que era casi tan poderoso como un faraón.
McCorkle desapareció con un gruñido en la siguiente estancia, seguido por el resto de la comitiva. Era otra sala grande, con estrellas pintadas en la bóveda y abundantes jeroglíficos en las paredes. En el centro había un sarcófago vacío, un sarcófago enorme de granito. Las dos paredes laterales albergaban cuatro puertas negras.
—Esta tumba es algo fuera de serie —dijo Wicherly, moviendo la linterna—. Jamás lo habría imaginado. Cuando hablamos por teléfono, doctor Menzies, pensé que sería algo pequeño pero con encanto. Esto es increíble. ¿De dónde lo sacó el museo?
—Es una historia interesante —respondió Menzies—. En 1798, al conquistar Egipto, Napoleón incorporó esta tumba a su botín. Mandó desmontarla piedra a piedra y transportarla a Francia, pero cuando Nelson derrotó a los franceses en la batalla del Nilo un capitán de barco escocés escamoteó la tumba y la volvió a montar en su castillo de las Highlands. En el siglo XIX, su último descendiente, el séptimo barón de Rattray, se vio en apuros económicos y la vendió a uno de los primeros benefactores del museo, que la hizo transportar al otro lado del Atlántico e instalarla mientras se construía el museo.
—Hay que decir que el barón se desprendió de uno de los tesoros nacionales británicos.
Menzies sonrió.
—A cambio de mil libras.
—¡Esto ya pasa de castaño a oscuro! ¡Espero que Ammut castigue la venta comiéndosele el corazón, al muy avaricioso!
Entre risas, Wicherly enfocó sus ojos intensamente azules en Nora, que sonrió por educación. Cada vez era más evidente el interés del joven, a quien no parecía disuadir la alianza del dedo de Nora.
McCorkle, impaciente, empezó a dar golpes en el suelo con el pie.
—Esto es la cámara sepulcral —explicó Wicherly—, antiguamente llamada Sala del Oro. Estas antesalas debían de ser la Sala de Ushabti, la Sala de Canopes, donde se guardaban en vasijas todos los órganos conservados del faraón, el Tesoro del Fin y el Lugar de Descanso de los Dioses. ¿A que es maravilloso, Nora? ¡Cómo nos divertiremos!
Nora no contestó enseguida. Estaba pensando en las enormes dimensiones de la tumba, en la cantidad de polvo que había y en todo el trabajo que tenían por delante.
Menzies debió de pensar lo mismo, porque se giró hacia ella con una sonrisa medio de entusiasmo medio de contrición.
—En fin, Nora —dijo—, parece que se nos presentan seis semanas interesantes.