7

El agente especial Spencer Coffey giró por el pasillo y se acercó al despacho del director de la cárcel, satisfecho con el ritmo que el metal de sus tacones marcaba en el suelo de cemento pulido. Lo seguía, a educada distancia, el agente Rabiner, bajo y bigotudo. Coffey se paró frente a la puerta de roble de la institución y la abrió justo después de llamar, sin esperar respuesta.

La secretaria del director, una rubia teñida, delgada, con cicatrices de acné juvenil y una actitud poco ceremoniosa, lo miró de pies a cabeza.

—¿Qué desea?

—Agente Coffey, del FBI. —Coffey mostró su placa—. Estamos citados y tenemos prisa.

—Voy a decirle al director que están aquí —contestó ella con un acento paleto del norte del estado que dio dentera al agente.

Coffey miró a Rabiner con los ojos en blanco. Ya había tenido un encontronazo telefónico con la rubia, que lo dejó colgado, y al verla en persona comprobó que era el prototipo de lo que más odiaba: una pueblerina de clase baja que se había ganado cierta respetabilidad con uñas y dientes.

—¿El agente Coffey y…?

La secretaria miró a Rabiner.

—El agente especial Coffey y el agente especial Rabiner.

Descolgó el auricular del intercomunicador con una lentitud insolente.

—Han llegado los agentes Coffey y Rabiner. Dicen que están citados.

Escuchó un momento, y tras colgar dejó pasar el tiempo justo para que Coffey se diera cuenta de que no compartía en absoluto sus prisas.

—Ya pueden pasar a ver al señor Imhof —dijo finalmente.

Coffey llegó a la altura de su mesa y se paró.

—¿Qué tal todo por la granja?

—Pues parece que los cerdos están en celo —contestó ella rápidamente, sin mirarlo.

Coffey entró en el despacho sin saber qué había querido decir exactamente la muy zorra, ni si había que tomárselo como un insulto.

Cerró la puerta justo cuando Gordon Imhof, el director, se levantaba de detrás de un gran escritorio de fórmica. Coffey, que no lo conocía personalmente, quedó sorprendido por su juventud. Era un hombre bajo, pulcro, con perilla y ojos fríos y azules, impecablemente vestido y peinado con secador. Coffey no supo clasificarlo. Tradicionalmente, los directores de cárceles siempre habían subido progresivamente por el escalafón, pero aquel parecía haberse sacado una licenciatura en dirección de servicios penitenciarios sin saber cómo era el agradable «¡clac!» de una porra al golpear carne humana. Aun así, sus labios finos eran un buen presagio.

Imhof tendió la mano a los agentes.

—Siéntense.

—Gracias.

—¿Cómo ha ido el interrogatorio?

—El caso avanza —dijo Coffey—. Si esto no es una evidente pena de muerte que baje Dios y lo vea. Ahora bien, todavía no está cantado. Hay ciertas complicaciones.

No comentó que en realidad el interrogatorio había salido mal, fatal.

El rostro de Imhof era inescrutable.

—Me gustaría dejar clara una cosa —continuó Coffey—. Una de las víctimas del asesino era colega y amigo mío, el tercer agente más condecorado de la historia del FBI.

Dio tiempo a Imhof para asimilarlo, sin mencionar que la citada víctima, el agente especial Mike Decker, era la persona que lo había humillado hacía unos años bajándolo de categoría a causa de los asesinatos del museo, y que la noticia de su muerte había sido una de las grandes satisfacciones de la vida de Coffey, solo inferior a la de saber quién lo había hecho.

¡Qué gran momento!

—En definitiva, señor Imhof, es un preso muy especial. Se trata de un psicópata asesino en serie extremadamente peligroso, que ha matado como mínimo a tres personas, aunque nuestro interés por él se limita al asesinato del agente federal. Los demás se los dejamos al estado de Nueva York, con la esperanza de que cuando se dicte la sentencia el preso ya esté atado a una camilla con la jeringuilla en el brazo.

Imhof inclinó la cabeza y siguió escuchando.

—Por otro lado, este preso es muy soberbio. Hace unos años trabajamos juntos en un caso y el muy cabrón se cree mejor que los demás. Se considera por encima de las normas. No respeta la autoridad.

La mención al respeto sacó a Imhof de su mutismo.

—Yo, si algo exijo como director de esta institución es respeto. La disciplina bien entendida empieza y acaba con el respeto.

—Exacto —dijo Coffey, resuelto a seguir por esa línea con la esperanza de que Imhof mordiera el anzuelo—. Hablando de respeto, durante el interrogatorio el preso le dedicó algunas perlas a usted.

Vio que el interés de Imhof se avivaba.

—Pero en fin, no vale la pena reproducirlas —prosiguió Coffey—. Tanto usted como yo hemos aprendido a estar por encima de esas bajezas.

Imhof se inclinó.

—Si un preso ha faltado al respeto, y no me refiero a nada personal, sino a una falta de respeto del tipo que sea hacia la institución, tengo que saberlo.

—Eran los habituales insultos. Me resisto a reproducirlos.

—Ya, pero tengo que saberlos.

Holgaba decir que en realidad el preso no había dicho nada. Ese era el problema.

—Se refirió a usted como a un borracho hijo de puta, un nazi, un alemán de mierda… Cosas por el estilo.

Las facciones de Imhof se tensaron un poco. Coffey supo inmediatamente que había puesto el dedo en la llaga.

—¿Algo más? —preguntó serenamente el director.

—Palabras soeces. Algo sobre el tamaño de su… En fin, ya no me acuerdo de los detalles.

El tenso silencio se podía cortar con un cuchillo. La perilla de Imhof tembló un poco.

—Ya se lo he dicho, tonterías, pero revelan algo importante: que el preso no se da cuenta de que le conviene cooperar. ¿Sabe por qué? Pues porque a él le da lo mismo contestar o no a nuestras preguntas, o manifestar respeto hacia la institución o no manifestarlo. Es una situación que tiene que cambiar. Hay que enseñarle que las malas decisiones tienen consecuencias. También es necesario aislarlo completamente. Hay que impedir que transmita cualquier tipo de mensaje al exterior. Se ha dicho que podría estar compinchado con un hermano suyo fugitivo, por lo que nada de llamadas telefónicas. Que no vuelva a reunirse con su abogado. Es necesario cortar de raíz cualquier comunicación con el exterior. No podemos permitir que se produzcan nuevos… daños colaterales por falta de vigilancia. ¿Me entiende?

—Perfectamente.

—Muy bien. Hay que hacerle entender las ventajas de la cooperación. A mí me encantaría trabajármelo con una manguera y una picana, que es lo que merece, pero desgraciadamente no es posible, y lo que menos nos conviene es arriesgarnos a ser acusados de malos tratos en el juicio. Una cosa es que esté loco y otra que sea tonto. A un hombre así no se le puede dar ni una sola oportunidad. Tiene bastante dinero para desenterrar a Johnnie Cochran[3] y contratarlo como abogado defensor.

Coffey se calló, porque Imhof acababa de sonreír por primera vez; pero algo en sus ojos azules le puso los pelos de punta.

—Comprendo su problema, agente Coffey. Hay que enseñarle al preso qué es el respeto. Me encargaré personalmente.