47
Cuando el furgón del depósito de cadáveres llegó a la puerta anónima del edificio de EES, Eli Glinn lo estaba esperando. Dejó el vehículo al cuidado de alguien y se llevó a Pendergast para que se duchara y se cambiara, tras dejar a D’Agosta en manos de un técnico con bata blanca, silencioso como un robot. Después de unas breves llamadas por teléfono, durante las que tuvo esperando a D’Agosta, el técnico lo acompañó por la gran sala llena de ecos que ocupaba el corazón del edificio de Effective Engineering Solutions. Reinaba el silencio previsible a las siete y media de la tarde de un día laboral, aunque había algunos científicos escribiendo en pizarras blancas o vigilando monitores de ordenador con aires de estudiosa eficiencia. Al pasar al lado de las mesas de laboratorio, los aparatos científicos y los modelos, D’Agosta se preguntó cuántos empleados estaban al corriente de que su edificio albergaba a uno de los principales prófugos del país.
En la pared del fondo había un ascensor. D’Agosta entró tras el técnico, que introdujo una llave en un panel de control y pulsó el botón de bajada. Al final de un trayecto sorprendentemente corto las puertas de la cabina se abrieron a un pasillo azul claro. El técnico invitó a D’Agosta a seguirlo. Se detuvo delante de una puerta, sonrió, se despidió con la cabeza y regresó al ascensor.
D’Agosta lo vio alejarse. Después miró un rato la puerta sin letrero y llamó tímidamente.
Le abrió enseguida un hombre bajo, de aspecto simpático y lozano, con la barba muy corta, que lo hizo pasar y cerró la puerta.
—Es el teniente D’Agosta, ¿verdad? —preguntó con un acento que D’Agosta supuso que era alemán—. Siéntese, por favor. Yo soy el doctor Rolf Krasner.
El despacho tenía la aséptica apariencia de una consulta médica: alfombras grises, paredes blancas y mobiliario impersonal. En el centro había una mesa de madera de rosal muy pulida, con algo parecido a un manual técnico, del grosor del listín de Manhattan, encuadernado en plástico negro, en el centro. Eli Glinn ya estaba en la otra punta de la mesa. Movió la cabeza, indicando a D’Agosta una silla vacía.
Justo cuando el teniente se sentaba, se abrió una puerta al fondo de la habitación y apareció Pendergast. Acababan de curarle las heridas y llevaba el pelo peinado hacia atrás, recién lavado y no del todo seco. Iba vestido con algo tan impropio de él como un jersey blanco de cuello alto y unos pantalones grises de lana, cuyo efecto, a causa del contraste con su sempiterno traje negro, casi era el de un disfraz.
D’Agosta se levantó maquinalmente.
Su mirada se encontró con la de Pendergast, que al cabo de un momento sonrió.
—Temo no haber expresado adecuadamente mi gratitud por liberarme de la cárcel.
—Ya sabe que no hace falta —dijo D’Agosta, sonrojándose.
—Lo haré de todos modos. Muchísimas gracias, mi querido Vincent.
Lo dijo en voz baja, cogiendo la mano de D’Agosta para darle un fugaz apretón. D’Agosta se sintió extrañamente conmovido por aquel hombre para quien las más sencillas fórmulas de educación significaban a veces un gran esfuerzo.
—Siéntense, por favor —dijo Glinn con el mismo tono neutral, carente por completo de emoción humana, que tanto había molestado a D’Agosta en su primer encuentro.
D’Agosta se sentó. Pendergast ocupó el asiento de enfrente con cierta rigidez —al menos así se lo pareció a D’Agosta—, aunque con su gracia felina de siempre.
—También con usted he contraído una gran deuda de gratitud —añadió Pendergast—. La operación ha sido todo un éxito.
Glinn hizo un gesto lacónico con la cabeza.
—Lo que lamento, y mucho, es que el precio haya sido tener que matar al señor Lacarra.
—Ya sabe que era la única forma —respondió Glinn—. Tenía que matar a un preso para huir en la bolsa destinada a su cadáver. Por otro lado el preso en cuestión tenía que hacer ejercicio en el patio 4, el escenario ideal para una tentativa frustrada de fuga. Fue una suerte, si se me permite la palabra, encontrar a un preso del patio 4 que fuera malvado hasta el punto de que algunos dirían que merecía morir, un hombre que torturó hasta la muerte a tres niños delante de su madre. A partir de ese momento fue muy fácil piratear la base de datos del Departamento de Justicia y modificar su historial a fin de que usted figurase como la persona que lo había detenido. La trampa para Coffey estaba servida. La última puntualización que quiero hacer es que no tuvo más remedio que matarlo. Fue en defensa propia.
—Ningún sofisma podrá cambiar el hecho de que fue un asesinato premeditado.
—En sentido estricto tiene razón, pero sabe muy bien que su muerte era necesaria para salvar otras vidas, tal vez muchas. Por otro lado, sus apelaciones a la pena de muerte habrían sido denegadas.
Pendergast inclinó en silencio la cabeza.
—Bueno, señor Pendergast, dejemos de lado estos triviales dilemas éticos; lo de su hermano es muy urgente. Supongo que durante su estancia en la celda de aislamiento no recibió ninguna noticia del exterior.
—Ni una sola.
—Entonces le sorprenderá saber que su hermano destruyó todos los diamantes robados del museo.
D’Agosta vio claramente que Pendergast se ponía tenso.
—Así es. Diógenes pulverizó los diamantes y los devolvió al museo en el interior de una bolsa.
Después de un momento de silencio, Pendergast dijo:
—Una vez más, sus actos superan mi capacidad de predicción o comprensión.
—Si le consuela, para nosotros también fue una sorpresa, la prueba de que nos equivocábamos en nuestras suposiciones acerca de él. Habíamos creído que después de perder el Corazón de Lucifer, que era el que más codiciaba entre todos los diamantes, su hermano desaparecería durante una temporada para recuperarse del golpe y planear su siguiente movimiento. Salta a la vista que no ha sido así.
En ese momento intervino Krasner, cuya alegre voz contrastó vivamente con la monotonía de Glinn.
—Al destruir los diamantes cuyo robo llevaba muchos años planeando, y que necesitaba tanto como deseaba, Diógenes destruyó una parte de sí mismo. Fue una especie de suicidio. Se estaba entregando a sus demonios.
—Cuando supimos lo de los diamantes —siguió explicando Glinn— nos dimos cuenta de que nuestro perfil psicológico preliminar presentaba graves carencias y decidimos empezar desde cero, analizar de nuevo los datos de los que ya disponíamos y reunir información adicional. Aquí está el resultado. —Señaló el grueso volumen con la cabeza—. Le ahorraré los detalles. La conclusión es muy sencilla.
—¿Cuál?
—Que el «crimen perfecto» del que hablaba Diógenes no era el robo de los diamantes. Tampoco era la indignidad a la que lo sometió a usted matando a sus amigos y haciéndole pagar sus muertes. Su intención original es algo que escapa a nuestras conjeturas, pero ello no quita que su mayor crimen, el definitivo, aún no se haya cometido.
—Pero ¿y la fecha de su carta?
—Otra mentira, o como mínimo un truco. El robo de los diamantes sí formaba parte de su plan, mientras que su destrucción parece haber constituido un acto más espontáneo; lo cual no impide que la secuencia de los asesinatos estuviera planeada hasta el último detalle para darle trabajo a usted y llevarlo en falsas direcciones mientras él siempre iba un paso por delante. Debo decir que la profundidad y la complejidad del plan de su hermano es francamente impresionante.
—Así que el crimen aún debe producirse… —constató Pendergast en voz baja—. ¿Sabe usted de qué se trata, o cuándo ocurrirá?
—No. Solo sé que es inminente, a juzgar por todos los indicios. Podría ser mañana o esta misma noche. De ahí que fuera necesaria su salida inmediata de Herkmoor.
Pendergast guardó un momento de silencio.
—No sé qué podría aportar —dijo con la voz teñida de amargura—. Como ve, me he equivocado en todo.
—Agente Pendergast, usted es la única persona, digo bien, la única, que puede hacer algo. Y sabe perfectamente cómo.
En vista de que Pendergast no respondía, Glinn continuó:
—Teníamos la esperanza de que nuestro experto criminólogo nos permitiera alguna predicción y ofreciera un esbozo de los próximos actos de Diógenes. Pues bien, la tiene… hasta cierto punto. Sabemos que a Diógenes lo impulsa un fuerte sentimiento de victimismo, la sensación de haber sufrido un agravio terrible, y consideramos que el objetivo de su «crimen perfecto» será infligir un agravio similar a un gran número de personas.
—Correcto —intervino Krasner—. Su hermano desea «generalizar» el agravio, hacerlo público obligando a otras personas a compartir su dolor.
Glinn se inclinó sobre la mesa y miró fijamente a Pendergast.
—También sabemos otra cosa: que la persona que infligió ese dolor a su hermano es usted. Al menos Diógenes lo percibe así.
—Absurdo —dijo Pendergast.
—Siendo pequeños, entre usted y su hermano sucedió algo tan espantoso que trastocó totalmente la psicología de Diógenes, ya perturbada de por sí, y puso en marcha los acontecimientos cuyo desenlace se dispone a protagonizar. En nuestro análisis falta un dato crucial: lo que ocurrió entre usted y Diógenes. El recuerdo de ese incidente está ahí dentro.
Glinn señalaba la cabeza de Pendergast.
—Nos estamos repitiendo —dijo Pendergast, tenso—. En su momento ya les conté todos los hechos importantes sucedidos entre mi hermano y yo. Incluso me sometí a una curiosa entrevista con el doctor Krasner, aquí presente, que no dio resultado. No existe ninguna atrocidad oculta. Me acordaría. Tengo una memoria fotográfica.
—Perdone que lo contradiga, pero existe. Tiene que existir. Es la única explicación.
—Pues entonces lo siento, porque aunque fuera cierto yo no guardo ningún recuerdo de ese hecho, y es evidente que no hay forma de hacérmelo recordar. Ya lo intentaron, y fue en balde.
Glinn juntó las yemas de los dedos y se miró las manos. Pasó un momento de silencio.
—Yo creo que hay una forma —dijo sin alzar la vista.
La falta de respuesta hizo que la levantara.
—Usted domina una antigua disciplina, una filosofía mística secreta que se practica en el seno de una minúscula orden monacal de Bután y el Tíbet. Una de las facetas de esta disciplina es espiritual. Otra es física y consiste en una complicada serie de movimientos rituales que no difieren demasiado del kata del kárate Shotokan. Pero también hay una faceta intelectual, una forma de meditación y de concentración que permite liberar todo el potencial del pensamiento humano. Me refiero a los rituales secretos del Dzogchen, y a la práctica, aún más infrecuente, del Chongg Ran.
—¿Cómo lo ha averiguado? —preguntó Pendergast con una frialdad que heló la sangre de D’Agosta.
—Por favor, agente Pendergast. Adquirir conocimientos es nuestra principal actividad. En el proceso de informarnos sobre su persona, con la finalidad de comprender más a fondo a su hermano, hablamos con muchas fuentes. Una de ellas fue Cornelia Delamere Pendergast, su tía abuela. Domicilio actual: el hospital Mount Mercy para delincuentes psicóticos. También nos pusimos en contacto con una antigua colaboradora, la señorita Corrie Swanson, que cursa estudios superiores en la Phillips Exeter Academy. Tratar con ella fue bastante más arduo, pero al final logramos saber lo que necesitábamos.
Glinn fijó en Pendergast su mirada de esfinge. Pendergast la sostuvo sin un solo pestañeo de sus felinos ojos claros. En la sala de reuniones la tensión aumentó con rapidez. D’Agosta se dio cuenta de que se le había erizado el vello de los brazos.
Al final Pendergast dijo:
—Esta intromisión en mi vida privada excede con mucho los límites de nuestra relación comercial.
Glinn no respondió.
—Yo utilizo el viaje por la memoria de modo estrictamente impersonal, como instrumento forense para recrear la escena de un crimen o un acontecimiento histórico. Nada más. Con un… asunto personal perdería toda su validez.
—¿Toda?
El tono de Glinn se había teñido de escepticismo.
—Además es una técnica muy difícil. Tratar de aplicarla a este caso sería una pérdida de tiempo. Como el jueguecito al que el doctor Krasner intentó que me prestara.
Glinn volvió a inclinarse en la silla de ruedas sin apartar la mirada de Pendergast. Sus siguientes palabras delataban urgencia y brusquedad.
—Señor Pendergast, ¿no sería posible que el incidente que maleó tan gravemente a su hermano y lo convirtió en un monstruo también le haya dejado cicatrices a usted? ¿No sería posible que haya bloqueado tan drásticamente su recuerdo que ya no quede ningún rastro en su conciencia?
—Señor Glinn…
—Conteste —dijo Glinn, levantando la voz—. ¿No sería posible?
Pendergast lo miró con un brillo en sus ojos grises.
—Supongo que existe una remota posibilidad.
—Pues si es posible, si el recuerdo existe, si ese recuerdo puede ayudarnos a encontrar la pieza que falta, y si a través de ello podemos salvar vidas y vencer a su hermano… ¿no valdría la pena al menos intentarlo?
Sostuvieron la mirada durante menos de un minuto, que a D’Agosta le pareció eterno. Después Pendergast bajó la vista, se encorvó visiblemente de hombros y asintió sin decir nada.
—Entonces no hay tiempo que perder —fue la conclusión de Glinn—. ¿Qué necesita?
Al principio Pendergast no contestó. Después de un rato pareció salir de su ensimismamiento.
—Intimidad —dijo.
—¿Tendrá bastante con el estudio de Berggasse?
—Sí.
Apoyó una mano en cada brazo de la silla y cuando estuvo de pie dio media vuelta sin mirar a nadie y regresó a la habitación de donde había salido.
—Agente Pendergast… —dijo Glinn.
Pendergast se giró a medias con la mano en el pomo.
—Sé que está a punto de pasar por una dura prueba, pero no es el momento de quedarse a medias. Ya no hay vuelta atrás. Sea lo que sea, hay que afrontarlo y combatirlo hasta el final. ¿Estamos de acuerdo?
Pendergast asintió con la cabeza.
—Entonces buena suerte.
Una fría sonrisa cruzó fugazmente el rostro del agente, que abrió la puerta del estudio y desapareció sin decir nada.