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—¡Esto es fabuloso! —susurró con euforia el alcalde al oído de Nora.
Después de destrozar la cámara sepulcral, los saqueadores holográficos se estaban acercando al sarcófago abierto. Temblores, dudas… Al final uno de ellos se atrevió a mirar.
—¡Oro! —dijo su voz grabada—. ¡Oro macizo!
La voz en off recitó:
«Ha llegado la hora de la verdad. Los saqueadores se han asomado al interior del sarcófago y ven el ataúd de oro macizo de Senef. Para los antiguos egipcios el oro era más que un metal precioso. Era algo sagrado, que adoraban; la única sustancia conocida por ellos que no se empañaba, decoloraba o corroía. Lo consideraban inmortal, la sustancia de la que estaba hecha la mismísima piel de los dioses. El ataúd representaba al faraón inmortal resurrecto en su piel de oro, la misma piel que Ra, el Dios Sol, llevaba durante su viaje por el cielo, mientras hacía llover sobre la tierra su luz dorada».
«Todo lo que han robado es un simple preludio del corazón de la tumba».
En el siguiente episodio del espectáculo, los ladrones improvisaban un trípode de madera, lo ponían encima del sarcófago e incorporaban una polea para levantar la tapa del pesado ataúd de oro. Dos de ellos se metían dentro del sarcófago y ataban cuerdas en el ataúd. El otro empezaba a estirar con un grito de victoria. La tapadera de oro subía esplendorosa y rutilante hacia la luz. El público, evidentemente, se había quedado sin aliento.
Volvió a oírse la voz pregrabada del narrador:
«El sol se ha puesto, aunque lo ignoren los saqueadores. El alma-Ba de Senef está a punto de regresar para instalarse dentro de su momia durante la noche y reanimar sus huesos durante las horas de oscuridad».
Ahí estaba: la reacción del alma-Ba, la culminación de la maldición de Senef. Nora, consciente de lo que se avecinaba, se preparó.
Se oyó algo en el interior del ataúd. Era un gemido sordo. Los saqueadores interrumpieron su trabajo y dejaron el ataúd colgando de las cuerdas. En ese momento intervinieron las máquinas de niebla. Dentro del sarcófago empezó a formarse una bruma blanquecina que se derramó por los lados. Se oyeron gritos ahogados entre los espectadores. Nora sonrió para sus adentros. Un recurso quizá un poco manido, pero eficaz.
Se oyó un trueno. Las luces estroboscópicas del techo empezaron a parpadear a través de la niebla que subía y subía, acompañada por el redoble ominoso de los truenos. Las luces estroboscópicas se aceleraron. De repente las cuatro se desincronizaron y empezaron a parpadear a ritmos distintos.
«¡Maldita sea, un fallo!» Nora miró a su alrededor, buscando un técnico, pero al cabo de un rato se acordó de que todos estaban en la sala de control, vigilando el espectáculo de lejos. Seguro que lo arreglarían enseguida.
Mientras unas luces iban más deprisa y otras más despacio, sonó otra especie de trueno, una vibración increíblemente grave, justo en el umbral del oído humano. También debía de estar fallando el sistema de sonido. Las notas graves se multiplicaron. Más que sonidos parecían vibraciones físicas en el vientre.
«Oh, no —pensó Nora—. Estos ordenadores se han descontrolado. Con lo bien que estaba yendo…»
Volvió a mirar a su alrededor, pero el público no se había dado cuenta del fallo. Creían que formaba parte del espectáculo. Si los técnicos se daban prisa en arreglarlo, quizá pasaría inadvertido. Nora confió en que fueran eficientes.
La aceleración de las luces estroboscópicas seguía, excepto en el caso de un foco, particularmente intenso, que mantenía sus parpadeos a un ritmo ligeramente dispar. La fusión de las luces creó una especie de efecto Doppler visual que casi mareó a Nora.
De repente, con un profundo ruido gutural, la momia se levantó del sarcófago. Los saqueadores holográficos retrocedieron dando gritos de miedo —al menos esa parte del espectáculo aún funcionaba—. El susto hizo que algunos soltasen sus antorchas. Sus rostros quedaron en la penumbra, con los ojos muy abiertos y sus cuerpos encogidos de pavor.
¡Senef!
Nora vio algo raro en la momia. Era más grande y más oscura, más amenazante. De repente un brazo huesudo perforó la tela —detalle que ni siquiera salía en el guión— y subió como una garra, tanteando, hacia su propia cara vendada. Era un brazo deforme y alargado, como de simio. Los dedos descarnados se clavaron en los vendajes de tela, y al arrancarlos dejaron a la vista una cara tan horrible que Nora retrocedió impulsivamente, sin respiración. Se habían excedido. ¿Qué era aquello, una broma de Wicherly? Porque un detalle tan repulsivo y eficaz tenía que estar planeado. No era un simple fallo.
Al público se le cortó audiblemente la respiración.
—¡Dios mío! —dijo la mujer del alcalde.
Nora miró a su alrededor. La mirada de los espectadores seguía muy fija en la aparición de la momia, como si los tuviera hipnotizados. La diferencia era que ahora estaban inquietos, incómodos. Nora sintió cómo crecía el miedo de todos los asistentes, mientras se oían susurros cargados de tensión. Viola captó su atención con una mirada ceñuda, interrogante. Algo más lejos, Nora divisó el rostro de Collopy, el director del museo. Se lo veía pálido.
Las luces estropeadas seguían parpadeando con un movimiento periférico, fortísimas. Nora tuvo un momento de auténtico mareo. Surgió otra nota grave, que removía las tripas. Nora cerró los ojos un momento para abstraerse de la combinación de luces intensas y sonidos graves. Oyó cómo se cortaban más respiraciones. Luego un grito asfixiado casi antes de brotar. Pero ¿qué ocurría? ¿Qué eran aquellos ruidos? Nunca había oído nada igual. Eran como las notas de la trompeta del juicio final, llenas de horror y de angustia, y de una fuerza que parecía violar el propio ser de Nora.
La momia empezó a abrir la mandíbula. Sus labios secos se resquebrajaron, y al desmenuzarse dejaron al desnudo una fila de dientes podridos y marrones. La boca se convirtió en un sumidero de cieno negro que rompió a hervir y a retorcerse. De pronto Nora asistió horrorizada a su transformación en una masa de cucarachas negras y brillantes que empezaron a salir del orificio podrido con un ruido sibilante de patas. Tras un nuevo y espantoso gemido, se produjo otra explosión de luces estroboscópicas, la segunda. Tan increíble fue su intensidad que Nora las veía parpadear incluso con los ojos cerrados, a través de los párpados…
… si no fuera porque un zumbido aterrador la obligó a abrirlos otra vez. Ahora la momia parecía vomitar tinieblas. La nube de insectos había emprendido el vuelo. Las cucarachas se habían convertido en avispas gordas y blandas cuyas mandíbulas hacían un ruido de agujas de hacer punto, mientras volaban hacia el público como algo horrible, inverosímil.
De repente Nora sintió una oleada de vértigo que le hizo perder el equilibrio y agarrarse maquinalmente a la persona que tenía al lado: el alcalde, también él a punto de tropezar.
—¡Dios mío…!
Oyó que alguien vomitaba, un grito de auxilio… y los gritos del público, que se echaba atrás para tratar de huir de los insectos. Nora era consciente de que eran una holografía, como todo el resto, pero iban hacia ella y eran de un realismo tan extraordinario, todas con su correspondiente aguijón sobresaliendo del abdomen, reluciente de veneno, que retrocedió instintivamente y notó que caía, una caída sin final cómo la del saqueador en el pozo, entre un coro de lamentos que la envolvía como los gritos de los condenados al ser absorbidos por el infierno.