9

Laura Hayward, capitana de Homicidios, contemplaba en silencio el selvático desorden que parecía brotar de su escritorio y de todas las sillas del despacho, y que se derramaba por el suelo: caóticas montañas de papeles, fotos, cuerdas enredadas de distintos colores, cedes, télex amarillentos, etiquetas, sobres… Se dijo que aquel desbarajuste era un reflejo perfecto de su estado interior.

De todas sus pruebas contra el agente especial Pendergast, tan bien encajadas, de toda la parafernalia inculpatoria de hilos de colores y etiquetas, no quedaba nada. Y pensar que todo concordaba… Pruebas sutiles pero rotundas, convincentes, de una coherencia intachable: una mancha de sangre lejos de donde tenía que estar, algunas fibras microscópicas, algunos pelos, un nudo de determinadas características, los sucesivos propietarios del arma del crimen… Las pruebas de ADN no mentían; tampoco los forenses, ni las autopsias, y todos señalaban a Pendergast. Así de sólidas eran las pruebas contra él.

Tal vez demasiado. Ese, en pocas palabras, era el problema.

Llamaron suavemente a la puerta. Hayward se giró y vio a Glen Singleton, el capitán del distrito, en el umbral. Era un hombre de casi cincuenta años, alto, con movimientos elegantes y eficaces de nadador, una cara larga y un perfil aguileño. Llevaba un traje gris marengo demasiado, caro y bien cortado para un capitán de la policía de Nueva York, y se gastaba ciento veinte dólares cada dos semanas en la barbería del vestíbulo del Carlyle para que le hicieran un corte perfecto en su pelo salpicado de canas, pero lo único que delataba todo ello era su obsesión por el aseo, no que fuera un policía corrupto. Por otro lado, a pesar de su prurito indumentario era un policía buenísimo, uno de los más condecorados entre los que seguían en activo.

—¿Puedo pasar, Laura?

Sonrió, dejando a la vista la cara perfección de su dentadura.

—Sí, claro, ¿por qué no?

—Ayer no te vimos en la cena del departamento. ¿Tenías algún conflicto?

—¿Un conflicto? No, qué va, en absoluto.

—Ah, ¿no? Entonces no entiendo que te perdieras la oportunidad de comer, beber y divertirte.

—No sé. Supongo que no estaba para muchas diversiones.

Se hizo un silencio incómodo, en el que Singleton miró a su alrededor en busca de una silla vacía.

—Perdona que esté todo tan desordenado. Es que estaba…

Hayward dejó la frase a medias.

—¿Qué?

Se encogió de hombros.

—Lo que me temía.

Después de un breve titubeo, Singleton pareció decidirse; cerró la puerta y se quedó en el despacho.

—Esto no es propio de ti, Laura —dijo en voz baja.

«Ah, lo va a enfocar así», pensó Hayward.

—Soy tu amigo y no pienso andarme con rodeos —continuó él—. Puedo imaginar qué estabas haciendo. Vas a meterte en un buen lío.

Hayward se quedó a la expectativa.

—Ha sido una investigación perfecta, de manual. ¿Por qué te flagelas?

Se quedó mirando a Singleton, haciendo un esfuerzo por controlar una erupción de rabia cuyo blanco —de sobra lo sabía— era más contra ella que hacia él.

—¿Por qué? Pues porque hay un inocente en la cárcel. El agente Pendergast no asesinó a Torrance Hamilton, como no mató a Charles Duchamp ni a Michael Decker. El auténtico asesino es su hermano Diógenes.

Singleton suspiró.

—Está claro que Diógenes robó los diamantes del museo y secuestró a Viola Maskelene. Lo confirman las declaraciones del teniente D’Agosta, de Kaplan, el gemólogo, y de la propia Maskelene, pero eso no lo convierte en un asesino. No tienes ni una prueba en ese sentido, mientras que sí demostraste brillantemente que los asesinatos fueron cometidos por el agente Pendergast.

—Hice lo que tenía que hacer. Ahí está el problema. Fue una emboscada. Pendergast cayó en una trampa.

Singleton frunció el entrecejo.

—En mi carrera he visto endosar muchos crímenes, pero esto sería de un refinamiento inverosímil.

—D’Agosta siempre me dijo que Diógenes Pendergast quería tender una trampa a su hermano. Diógenes acumuló todas las pruebas físicas que necesitaba durante la estancia de su hermano en Italia. Sangre, pelos, fibras… Todo. D’Agosta siempre insistió en que Diógenes estaba vivo y era el secuestrador de Viola Maskelene, y la persona que estaba detrás del robo de los diamantes. Puesto que tenía razón en todo, me parece muy posible que también la tenga en lo demás.

—¡Lo de D’Agosta fue un desastre! —replicó Singleton—. Traicionó mi confianza y la tuya. Por mi parte, no tengo ni la menor duda de que el tribunal disciplinario confirmará su expulsión del cuerpo. ¿De verdad quieres ligar tu suerte a la suya?

—La quiero ligar a la verdad. Soy la responsable de que esté en juego la vida de Pendergast, y la única que puede remediarlo.

—Pues solo habría una forma: demostrar que el asesino es otra persona. ¿Tienes alguna prueba contra Diógenes, aunque sea insignificante?

Hayward frunció el entrecejo.

—Margo Green describió a su agresor como…

—A Margo Green la atacaron en una sala oscura. Su testimonio no tendría fuerza. —Singleton titubeó—. Mira, Laura —dijo, suavizando el tono—, dejemos las cosas claras. Sé lo mal que lo estás pasando. Nunca es fácil liarse con alguien del cuerpo, pero aún es más difícil romper, y con Vincent D’Agosta tan metido en el caso no me extraña que tengas cierto sentimiento de…

—Lo de D’Agosta y yo es agua pasada —lo interrumpió Laura—. No me ha gustado tu insinuación. Ni tu visita, por cierto.

Singleton cogió un fajo de papeles de la silla para las visitas, lo dejó en el suelo y se sentó. Después inclinó la cabeza, apoyó los codos en las rodillas, suspiró y miró hacia arriba.

—Laura —dijo—, eres la capitana de Homicidios más joven de la historia de la policía de Nueva York. Vales el doble que cualquier hombre de los de tu nivel. Rocker, el jefe de policía, te tiene en un altar. El alcalde también; al igual que todos tus hombres. Tarde o temprano llegarás a la jefatura. Porque lo mereces. No he venido a petición de nadie. He venido por mi propio pie para avisarte de que se te ha acabado el tiempo. El FBI va a por todas. Están convencidos de que Pendergast mató a Decker, y no les interesan los cabos sueltos. Lo tuyo no pasa de ser una corazonada. No vale la pena poner en juego tu carrera por una corazonada, que es lo que pasará si te enfrentas con el FBI… y pierdes.

La capitana lo miró fijamente y respiró hondo.

—Pues que ocurra.