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El doctor Frederick Watson Collopy estaba de pie detrás de su escritorio del siglo XIX, en su despacho de la torre sudeste del museo. Encima, sobre el revestimiento de piel, había una sola cosa: el New York Times de la mañana. No estaba abierto, ni falta que hacía. Collopy lo tenía todo ante sus ojos, en la primera página, ocupando por entero la mitad superior en la letra más grande que se atrevía a usar un periódico tan envarado como el Times.

Se había levantado la liebre, y ya no podía volver a su madriguera.

Collopy tenía la convicción de que su cargo era el mejor de todo el mundo científico estadounidense: director del Museo de Historia Natural de Nueva York. Olvidándose por un momento de ese artículo, pensó en los nombres de sus predecesores, los distinguidos Ogilvy, Scott y Throckmorton. Su meta, su única ambición, era que el suyo se añadiera al augusto registro, y evitara la ignominia de sus dos antecesores inmediatos, el difunto —pero no muy llorado— Winston Wright y la inepta Olivia Merriam.

Por desgracia la portada de The Times llevaba un titular que amenazaba ser su lápida. En los últimos tiempos Collopy había capeado varios temporales, escándalos que habrían hecho rodar otras cabezas, pero que él había sabido manejar con calma y decisión. Volvería a hacerlo.

Llamaron suavemente a la puerta.

—Adelante.

Era Hugo Menzies, el director del departamento de antropología, barbado, bien vestido y mejor planchado de lo que suele ser habitual en los ambientes académicos. En el mismo momento en que ocupaba silenciosamente una butaca, entraron Carla Rocco, la directora de relaciones públicas, y la letrada del museo, Beryl Darling (irónico nombre)[2] de Wilfred, Spragg and Darling.

Collopy siguió de pie, con una mano en la barbilla, mirando pensativo a los tres hasta que dijo:

—El motivo de esta reunión de emergencia es obvio. —Miró el periódico—. Supongo que ya han visto The Times.

Los tres oyentes asintieron en silencio.

—Hemos hecho mal en querer encubrirlo, aunque solo fuera unos días. Al tomar posesión del cargo de director me prometí gestionar el museo de otra manera y evitar el estilo poco comunicativo, por no decir paranoico, de las últimas direcciones. Pensé que el museo era una gran institución, bastante fuerte para sobrevivir a las vicisitudes del escándalo y la polémica.

Collopy hizo una pausa.

—Mis pretensiones de minimizar y esconder la destrucción de nuestra colección de diamantes han sido un error. He infringido mis propios principios.

—Está muy bien que se disculpe —dijo Darling con su rotundidad habitual—, pero ¿por qué no me consultó antes de tomar una decisión tan precipitada e irreflexiva? Ya debía de saber que no funcionaría. Es un grave perjuicio para el museo, y un obstáculo para mi trabajo.

Collopy se recordó que si el museo pagaba a Darling cuatrocientos dólares por hora era justo por eso, porque siempre decía las cosas como eran, sin rodeos.

Levantó la mano.

—De acuerdo, pero esto jamás podría haberlo imaginado. Descubrir que nuestros diamantes han sido reducidos a…

Su voz lo traicionó, impidiéndole acabar.

Fue un momento incómodo para todos. Collopy tragó saliva y siguió hablando.

—Debemos actuar. Debemos reaccionar lo antes posible. Por eso los he convocado a esta reunión.

Al hacer una pausa, oyó los gritos y consignas de un grupo cada vez más nutrido de manifestantes en Museum Drive, acompañados por sirenas y megáfonos de la policía.

Rocco tomó la palabra.

—Los teléfonos de mi oficina echan humo. Ahora son las nueve. Lo más probable es que tengamos hasta las diez, o como máximo las once, para hacer una declaración oficial. Nunca había visto nada igual, a pesar de que hace años que me muevo en el campo de las relaciones públicas.

Menzies cambió de postura en su sillón y se alisó el pelo plateado.

—Permiso…

Collopy asintió con la cabeza.

—Hugo.

Menzies carraspeó, mientras sus ojos intensamente azules se movían entre la ventana y Collopy.

—Lo primero que hay que meterse en la cabeza, Frederick, es que esta catástrofe no se puede maquillar. Escucha el clamor de la calle. Están en pie de guerra por el simple hecho de que nos hayamos planteado tapar la magnitud de la pérdida. Tenemos que encajar el golpe con sinceridad y limpieza. Reconozcamos nuestro error, y basta de disimular. —Miró a Rocco—. Es lo primero que quería decir. Espero que estemos todos de acuerdo.

Collopy asintió otra vez.

—¿Y lo segundo?

Menzies se inclinó ligeramente.

—No basta con reaccionar. Debemos pasar a la ofensiva.

—¿Qué quieres decir?

—Que tenemos que hacer algo glorioso. Tenemos que anunciar algo extraordinario, que le recuerde a Nueva York y al resto del mundo que seguimos siendo un gran museo, a pesar de los pesares. No sé, montar una expedición científica, o dar la campanada con un gran proyecto de investigación…

—¿No se notaría mucho que es una maniobra de distracción? —preguntó Rocco.

—Según para quién. En todo caso, las críticas solo durarían un par de días, y luego tendríamos vía libre para lograr despertar el interés y conseguir publicidad positiva.

—¿Un proyecto de qué tipo? —preguntó Collopy.

—No he llegado tan lejos.

Rocco asintió despacio.

—Podría funcionar. Se podría anunciar con una gala sonada, el gran acontecimiento de la temporada. Así la prensa y los políticos, que lógicamente estarían invitados, serían más indulgentes con el museo.

—Promete —dijo Collopy.

Al cabo de un rato intervino Darling.

—La teoría está muy bien, pero ahora nos falta la expedición, el gran acontecimiento o lo que sea.

Justo entonces sonó el intercomunicador de Collopy, que pulsó el botón, enfurecido.

—No estamos para nadie, señora Surd.

—Ya lo sé, doctor Collopy, pero es que es algo… muy especial.

—Ahora no.

—Requiere una respuesta inmediata.

Collopy suspiró.

—¿Qué pasa, que no puede esperar ni diez minutos?

—Es un donativo por transferencia bancaria de diez millones de euros para…

—¿Un donativo de diez millones de euros? Pásemelo.

La señora Surd entró con el papel, eficiente y regordeta.

—Perdonen un momento. —Collopy se lo quitó de las manos—. ¿Quién lo manda? ¿Dónde tengo que firmar?

—Es de un tal conde Thierry de Cahors, que da diez millones de euros al museo para que restaure y vuelva a abrir la tumba de Senef.

—¿La tumba de Senef? ¿Qué demonios es eso? —Collopy dejó el papel sobre el escritorio—. Luego lo miraré.

—El problema es que, por lo visto, los fondos están esperando en custodia, y tienen que aceptarse o rechazarse en el plazo de una hora.

Collopy contuvo el impulso de retorcerse las manos.

—¡Por Dios, los fondos restringidos nos salen hasta por las orejas! Lo que necesitamos son fondos generales para pagar las facturas. Mándele un fax al conde, o lo que sea, a ver si puede convencerlo de que nos dé el donativo sin condiciones. Escríbale en mi nombre, con las zalamerías de costumbre. Pero si es dinero para sus caprichos no nos hace ni puñetera falta.

—Sí, doctor Collopy.

La señora Surd dio media vuelta. Collopy miró al grupo.

—Bueno, creo que le tocaba a Beryl.

La letrada abrió la boca, pero Menzies la interrumpió levantando la mano.

—Por favor, señora Surd, espere unos minutos antes de ponerse en contacto con el conde de Cahors.

La señora Surd titubeó y miró a Collopy en busca de confirmación. El director se la dio con un gesto. La señora Surd se fue tras cerrar la puerta.

—A ver, Hugo, ¿qué pasa? —preguntó Collopy.

—Estoy intentando acordarme de los detalles. La tumba de Senef… Me suena de algo. Ahora que lo pienso, el conde de Cahors también.

—¿Podemos seguir? —preguntó Collopy.

Menzies se irguió bruscamente.

—¡Es lo que hago, Frederick! Busca en tu memoria. Repasa la historia del museo. La tumba de Senef era un sepulcro egipcio que se expuso desde la inauguración del museo hasta la Depresión, que si no me equivoco fue cuando la cerraron.

—¿Y qué?

—Si no me falla la memoria la tumba fue robada y desmontada por los franceses durante la invasión napoleónica de Egipto. Luego se la quedaron los ingleses, la compró uno de los benefactores del museo y la montó en el sótano como una de las piezas originales del museo. Aún debe de estar en el mismo lugar.

—¿Y Cahors? ¿Quién es? —preguntó Darling.

—Cuando Napoleón invadió Egipto, aparte de soldados llevaba todo un ejército de naturalistas y arqueólogos. El grupo de arqueólogos lo encabezaba un tal Cahors. Supongo que es descendiente suyo.

Collopy frunció el entrecejo.

—¿Todo esto a qué viene?

—¿No lo entiendes? ¡Es justo lo que buscamos!

—¿Una vieja tumba?

—¡Exacto! Anunciaremos el donativo del conde a los cuatro vientos, haremos pública la fecha de la inauguración con una gala y con el resto del montaje y lo convertiremos en un gran acontecimiento mediático.

Menzies miró inquisitivamente a Rocco.

—Sí —dijo ella—. Sí, podría funcionar. Al gran público siempre le interesa Egipto.

—¿Que podría funcionar? ¡Funcionará seguro! Lo bueno es que la tumba ya está instalada. La exposición «Imágenes Sagradas» ya ha dado de sí todo lo que podía dar. Ha llegado el momento de ofrecer algo nuevo. Podríamos prepararlo en dos meses, o menos.

—En función del estado de la tumba.

—Sí, pero el caso es que está montada y lista. Es posible que solo haga falta limpiarla. Nuestros almacenes están llenos de piezas egipcias que podrían añadirse a la tumba para redondear la exposición. El conde ofrece mucho dinero; con él podrían hacerse todas las restauraciones necesarias.

—No lo entiendo —dijo Darling—. ¿Cómo es posible que una tumba egipcia haya pasado setenta años en el olvido?

—Probablemente la tapiaron, que es lo que hacían antiguamente para conservar este tipo de piezas. —Menzies sonrió con cierta pena—. La verdad es que a este museo le sobran piezas y le faltan dinero o conservadores para ocuparse de ellas. Por eso llevo años presionando para que se cree un cargo para un historiador del museo. ¡Quién sabe cuántos secretos duermen olvidados en algún rincón!

El breve silencio que se apoderó del despacho se rompió bruscamente por el impacto de la mano de Collopy en el escritorio.

—Manos a la obra. —Cogió el teléfono—. ¿Señora Surd? Dígale al conde que libere el dinero. Aceptamos sus condiciones.