20
El sol de abril daba un aire de hacendosa festividad al día, incluso a la calle de Felicity Howarth. La basura por recoger había desaparecido, y algunos residentes lavaban el coche o trabajaban en sus minúsculos jardines.
Kincaid llamó al timbre de Felicity y aguardó, con las manos en los bolsillos hasta que el eco se extinguió, y volvió a llamar. Iba a llamar por tercera vez cuando la puerta se abrió.
—Señor Kincaid.
—Hola, Felicity. ¿Puede dedicarme unos minutos?
Efectivamente no tenía muy buen aspecto, envuelta en una vieja bata rosa que desentonaba con el pálido cobrizo de su cabello. La cara sin maquillar aparecía arrugada a causa del agotamiento.
Dio un paso hacia un lado sin decir nada y él la siguió hasta el salón. Mientras se ceñía la bata en torno al cuerpo, se hundió en una silla, sin una pizca de la tajante autoridad que se asociaba con ella.
—He llamado a su oficina. Martha me ha dicho que no se encontraba bien.
Al cabo de un momento, en el que pensó que la mujer no reaccionaría, ella dijo:
—No, ¡pobre Martha! No se espera que la defraude.
Kincaid miró el pulcro salón en busca de los detalles que no recordaba. No había fotografías entre los adornos y chucherías.
—Felicity, ¿cuántos años tiene su hijo?
—¿Mi hijo? —preguntó, inexpresiva.
—Sé por Martha Trevellyan que tiene un hijo en una clínica.
—Barry, Se llama Barry. —Una ráfaga de rabia sacudió su letargo—. Tiene veintinueve años.
—¿Por qué no nos dijo que era de Dorset? Jasmine y usted tenían eso en común.
—No se me ocurrió. Llevo años en Londres, y Jasmine y yo nunca habíamos hablado de eso.
—Pero sabía que Jasmine había vivido en Dorset, aunque nunca lo hablaran.
Felicity jugueteó con un pliegue de la bata entre los dedos.
—Puede que ella lo mencionara, pero no recuerdo que habláramos expresamente de ello. Tengo muchos pacientes, señor Kincaid. No se me puede pedir que retenga los detalles de sus vidas.
Un pequeño progreso, se dijo él, satisfecho por haberla llevado de la apatía a una postura más a la defensiva.
—Pero sin duda el paralelismo era bastante extraordinario para advertirlo. Al fin y al cabo, durante el tiempo que vivieron en Blandford Forum, Jasmine trabajó en el despacho de abogados de la plaza del mercado. ¿Lo conoce? Al lado del banco. Sigue allí.
Dejó el sofá y arrastró la silla del escritorio de Felicity para sentarse delante de ella, con las rodillas casi tocándola.
—Dígame exactamente qué le ocurre a su hijo, Felicity. ¿Por qué está en una clínica?
Kincaid contuvo el aliento. Sabía que no tenía ni una prueba, sólo una loca conjetura que había nacido repentinamente en su cerebro.
Felicity estudió el pliegue de la bata, ahora aferrado con las dos manos. Al cabo de un momento, levantó la vista y miró a Kincaid a los ojos.
—Es casi completamente ciego y sordo. Responde a muy pocos estímulos, pero a mí me reconoce.
—Martha Trevellyan habló de una lesión infantil. ¿Qué le pasó a Barry, Felicity?
Dejó las manos quietas en el regazo.
—Ahora lo llaman daño axonal difuso (DAD), pero cuando Barry era pequeño se sabía tan poco de las lesiones cerebrales profundas que a menudo hacían diagnósticos equivocados.
Kincaid suspiró y se apoyó en el respaldo.
—Creo —dijo despacio— que no necesitaba que le dijeran que Jasmine era de Dorset porque la recordaba muy bien. Lo que no entiendo es por qué no menciona Jasmine en sus diarios que la conocía a usted.
Felicity se levantó y se acercó a la ventana. Desde la última visita de Kincaid habían brotado grupos de hojas verde claro por las ramas de las zarzas, y algunos narcisos tardíos asomaban las cabezas entre la hierba.
—Siempre quiero dedicarme un poco al jardín —dijo, dándole la espalda—. Pero hago horas extras y voy a ver a Barry los días libres, así que nunca tengo tiempo.
Kincaid esperó. Al cabo de un momento, sus hombros se relajaron y él entendió que se había decidido. Ella prosiguió como si no hubiera interrumpido el hilo de la conversación.
—Tal vez lo viera como un juicio. Un castigo divino. Al principio no estaba segura, no se fiaba de su memoria. Yo tenía otro nombre. —Se volvió hacia él, pero como tenía la luz detrás, no pudo leerle los ojos—. En esa época me conocían por Janey, a mi primer marido Felicity le parecía muy victoriano, y yo le seguía la corriente, y luego volví a casarme, así que mi apellido también cambió. Fue hace casi treinta años, al fin y al cabo, y la gente cambia físicamente, aunque tratemos de evitarlo.
Sonrió.
—¿Cómo conoció a Jasmine, entonces?
Felicity volvió a sonreír.
—Yo me consideraba muy afortunada por haberla encontrado para que cuidara a Barry. Sólo era dos años más joven que yo, responsable, ambiciosa, quería hacerse un lugar en el mundo. Las noches y los fines de semana que no trabajaba en el despacho del señor Rawlinson, quería ganar un poco más de dinero.
Retrocedió hasta la silla y cuando se sentó, de manera despreocupada, la bata se le abrió a la altura de las rodillas dejando al descubierto un trozo del camisón de nailon.
—Era un sábado como otro cualquiera. Yo había ido a comprar. Jasmine me recibió en la puerta, pálida y paralizada por el miedo. Dijo que había llamado al médico, pensó que Barry estaba teniendo algún ataque. Recuerdo que dejé los paquetes con cuidado antes de acudir a su lado. Yacía rígido en la cama, con la cara torcida, haciendo pequeños círculos con los puños en torno a la cabeza.
Se quedó en silencio, con la mirada fija en los dedos que tenía entrelazados en el regazo.
—Felicity...
—No hubo pruebas. Los médicos del pueblo... Nadie estaba seguro de lo que le ocurrió. Un médico dijo que había visto un daño parecido en un niño que había sido zarandeado, aunque no lo juraría. Pero yo hice de detective. —Levantó la vista y sonrió—. Hubiera estado usted orgulloso de mí. Un vecino me dijo que había visto a Jasmine dejar entrar a un joven en casa, y que ella había salido unos minutos. Pregunté en todas las tiendas de la calle y había comprado algo en la farmacia para frotarle las encías al niño. Le estaban saliendo los dientes y estaba muy llorón. Cogí el autobús hasta el pueblo de Jasmine y con una excusa fui a chismorrear con la maestra del lugar; según decían, Jasmine salía con un chico que no estaba bien de la cabeza.
—¿Timmy Franklin?
Felicity asintió.
—Nunca creí que Jasmine pensara que Timmy haría daño a Barry. Pero ella era la responsable, ¿no? —Por primera vez, Felicity perdió seguridad—. No tenía que haberlo dejado solo.
—¿Qué pasó entonces?
—Nada. —Levantó las manos en un gesto de impotencia—. Al principio, creíamos que Barry se repondría. Cuando se hizo evidente que no habría mejora, mi marido empezó a alejarse todavía más. Él no quería hijos, y no lo aguantó. Se quedó el tiempo necesario para que yo acabase el curso de enfermera. Al principio, conseguí ayuda en casa para Barry, pero cada vez se hizo más difícil, y cuando nos fuimos a Londres tuve que internarlo en una clínica.
—¿Y Jasmine? —preguntó Kincaid—. ¿Qué le ocurrió a Jasmine?
—Desapareció. No volvió ni para el entierro de su tía. No creí que la volvería a ver.
—¿No la buscó?
Felicity negó con la cabeza.
—Pensé que había dejado de odiarla con los años. Ni siquiera pensaba mucho en ella. No podía creerlo cuando vi su nombre en los archivos de Martha. Y se moría de cáncer... ¡qué apropiado! Tenía que verla. No descansé hasta que lo hice.
—Al cabo de un tiempo se percataría de quién era usted.
—Pero yo no hablé de ello y ella tampoco. Pensé que la atormentaría, que temería por su cordura. —Felicity tiritó y se frotó los antebrazos con las manos—. Lo absurdo es que parecía confiar en mí, depender de mí. Mi trabajo es confortar y tranquilizar a los moribundos, aunque a ella le dije lo doloroso que sería, lo lamentable que sería su existencia. Y ella lo aceptó.
—Cuando vi los libros sobre suicidio no la desanimé. Me parecía adecuado que se quitara la vida.
—Pero no lo hizo, ¿verdad? ¿Qué ocurrió el día que murió Jasmine?
Ella cerró los ojos y habló despacio, como si reviviera los hechos en su mente.
—Llevaba unos días muy callada. Yo pensaba que estaba preparándose para el suicidio, pero cuando llegué el jueves por la mañana estaba distinta: serena, radiante. A veces los moribundos adquieren cierta desenvoltura. No se puede predecir, y no siempre pasa, pero a Jasmine le había pasado. Me dijo que sentía que podía hacer frente a todo. —Felicity miró a Kincaid, implorante—. No lo soporté. ¿Lo entiende? No lo soporté.
—¿Qué hizo? —preguntó Kincaid con suavidad.
—Pues las cosas habituales: ayudarla a bañarse y cambiar la cama. La puse cómoda. —Felicity soltó una especie de risa ante aquella ironía—. El resto del día fue una pesadilla. Tenía que ver a mis demás pacientes, pero no recuerdo haberlo hecho.
—Pero volvió.
—Sí.
Kincaid oyó que un reloj marcaba las horas en algún punto de la casa, y parecía el contrapunto de su propia respiración.
—Hasta que entré y ella me sonrió desde la cama no supe lo que quería hacer. Y entonces me pareció justo, sencillo. Era la hora de su medicación de la tarde y me ofrecí a preparársela. Usé sus propios suministros y metí los viales vacíos en mi bolso. Nunca pensé que alguien pondría en entredicho que se hubiera apagado durante el sueño. —Miró al exterior, al jardín, y al cabo de un momento, dijo—: cuando le di la morfina, me cogió la mano y me dio las gracias por mi bondad con ella.
Felicity se inclinó, se abrazó las rodillas y la bata se le abrió mostrando la pálida curva de su seno. La revelación hizo que pareciera todavía más vulnerable, y en Kincaid la lástima empezó a combatir con el deber.
—Se quedó, ¿verdad?
—Hasta que perdió el conocimiento. Me di cuenta de que no podía dejarla.
La observó, absorta en sus pensamientos, y sabía que no podía zafarse de la obligación hacia su trabajo o hacia Jasmine.
—Felicity, ya sabe que tengo que pedirle que venga conmigo.
—Deje que me ponga algo más apropiado.
Felicity volvió de su cuarto con el traje de chaqueta azul marino que vestía cuando la conoció. En la mano llevaba un diario azul.
—Jasmine tenía esto debajo de la almohada. Se me ocurrió cogerlo sólo porque podía contener alguna referencia a mí. —Recogió el bolso y las llaves, luego se detuvo con la mano en la puerta—. Y cuando lo leí supe que nunca podría convivir con lo que yo había hecho.