19
Meg recogió el resguardo del equipaje que le tendía el dependiente y lo guardó en el bolso. Dieciocho meses de su vida contenidos en una vieja maleta de cuero y un petate, ahora a buen recaudo en la consigna de equipajes de la estación de ferrocarril. Le había sorprendido lo amplia y desnuda que se veía la habitación sin sus pertenencias.
De camino a la estación había tenido la gran satisfacción de enviar una carta a la oficina de Planificación presentando su dimisión, pero decirle a su casera que se marchaba no había sido como esperaba. De hecho, por la cara adiposa de la señora Wilson cruzó una expresión que a Meg le pareció casi de pesar.
—Me alegro de no volver a ver a ese Roger, eso no te lo niego. Acuérdate de lo que te digo, chica, estarás mejor sin él.
Meg había llegado a la misma conclusión hacía algún tiempo, pero hacer algo al respecto era otra cosa. Había pasado la noche despierta en su estrecha cama, pensando, planificando, atreviéndose a imaginar un futuro en el que ella controlara su propio destino.
Por la mañana había tomado una decisión, pero necesitaba encontrar el valor para llevarla a cabo. Sabía que no podía enfrentarse a Roger a solas, pero tenía que hacerle frente de todas formas. Así que hizo un pacto consigo misma y quemó todos los puentes para asegurarse de que no hubiera marcha atrás.
En la estación tomó el autobús hasta la rotonda de Shepherd's Bush y fue caminando dos manzanas hasta El Ángel Azul. El colega de Roger, Jimmy, trabajaba en un garaje cercano, y Roger iba a menudo los sábados a almorzar al pub. Confiaba en que el orgullo de él delante de sus compañeros le impediría seguirla cuando hubiese acabado lo que tenía que decirle.
Con todo, vaciló delante de la puerta del pub: tenía un nudo en el estómago y la respiración acelerada. Dos hombres abrieron la puerta y casi la derribaron. Meg dio un paso atrás, se pasó los dedos por el cabello y abrió la puerta.
El aire estaba cargado de humo y el nivel del ruido era muy alto. Tomó fuerzas ante el hervidero de gente y se puso de puntillas para buscar entre las mesas. Primero vio a Jimmy, luego a Matt con su vaporoso cabello rubio y el bigote caído, luego a Roger, de espaldas a ella. La muchedumbre no se separó como el Mar Rojo cuando ella se abrió paso por el local. Casi se echó a reír ante la analogía bíblica que cruzó por su cabeza, extrañada ante la sensación de regocijo que la invadía. Matt la vio antes de que llegara a la mesa y dijo con su tono burlón:
—¡Oye, Roger!, viene tu chavala a buscarte.
Por una vez, a Meg no le molestó. Jimmy le sonrió —no era mal chico—, y Roger se volvió para mirarla, inexpresivo.
—Roger, ¿podemos hablar?
Su voz fue más firme de lo que esperaba.
—Pues habla.
Ella miró a Jimmy y a Matt.
—Quiero decir a solas.
Roger puso los ojos en blanco, exasperado. No había mesas libres, y todos los bancos y taburetes estaban cubiertos de cuerpos. Roger miró a sus amigos e inclinó la cabeza hacia el bar.
—¿Traéis otra, muchachos?
Se fueron, Jimmy de mejor talante que Matt, y Meg se abrió paso entre una mujer gruesa y la mesa de al lado y se sentó en el banco que habían dejado libre.
Roger empezó antes de que ella pudiera tomar aliento, apartando su cerveza para inclinarse sobre la mesa y bisbisearle:
—¿Qué pretendes? ¿Dejarme como un imbécil delante de mis colegas, estúpida bru...?
—Roger, me voy. Me...
—Así lo espero. Y que no se te ocurra...
—Roger, quiero decir que hemos terminado. Tú y yo. Me he despedido en el trabajo. He dejado la habitación. He escrito al comisario Kincaid para decirle dónde estoy. Me estoy despidiendo.
Por primera vez, que ella recordara, lo había dejado sin palabras. No hundido en un silencio deliberado, sino boquiabierto, mudo.
Por fin cerró la boca, volvió a abrirla y dijo:
—¿Cómo que te vas? No puedes.
Meg empezó a temblar, pero se aferró a la sensación de fuerza que la había invadido.
—Sí que puedo.
—¿Y el dinero? —dijo él, inclinándose hacia delante y bajando la voz—. Habíamos quedado...
Meg no se molestó en bajar el volumen.
—Yo no he quedado en nada. Y no verás ni un penique. Tú la querías muerta. ¿Te aseguraste de ello, Roger? No sé lo que hiciste, pero voy a dejar de encubrirte.
Él abrió los ojos, atónito.
—Me vas a delatar, ¿verdad? Bruja, te... —se interrumpió, tomó aire y cerró los ojos, y cuando los abrió había recuperado el control—. Piénsalo, Meg. Piensa en lo mucho que me echarás de menos.
Levantó una mano y le pasó un dedo por la mejilla.
Ella movió bruscamente la cabeza hacia atrás y apartó la cara.
—Así están las cosas, entonces —dijo, con todo su veneno—. Corre a casa de papá y mamá. No tienes ningún otro sitio donde ir. Trabaja en el garaje de tu padre, deja que todos los viejos obscenos que entren te toquen el trasero, cámbiales los pañales sucios a los críos de tu hermana. Adelante. Y cuéntale a tu querido comisario lo que quieras porque no van a colgarme la culpa de nada—. La sonrisa de Roger no tenía nada de agradable—. Te gusta el comisario, ¿eh? He visto cómo lo miras. Pues está muy lejos de tus posibilidades, eres más estúpida de lo que creía.
Meg sintió una oleada de calor teñirle el rostro, pero se negó a darse por vencida. Se puso en pie y salió de entre las mesas, tan cerca de Roger que él podía rozarle el muslo con el brazo. Lo miró, percibió su pestañeo tembloroso y captó el miedo bajo su bravuconería.
—Igual que tú —dijo, y se alejó. Sin volver la vista atrás.
* * *
—Gracias, Charlie —le dijo Meg al conductor cuando el autobús se detuvo con un chirrido debajo del reloj de Abinger Hammer. Era el trayecto de Dorking a Guildford, y el conductor uno de los clientes habituales de su padre. Ella hizo un gesto de despedida y la puerta se cerró suavemente tras ella. Miró el autobús hasta que dobló el recodo y desapareció por la carretera.
La tienda estaba en la acera de enfrente, inconfundible, tal como la recordaba. Se frotó las manos en las solapas del abrigo y descubrió una mancha donde debió haber derramado la bebida que había tomado en el tren desde Londres a Dorking. La parada en casa de sus padres había sido breve: había metido las bolsas en su antiguo cuarto, rechazado el té que le ofrecía su madre y se había negado a contestar preguntas.
—Ahora no, mamá. Tengo que ir a ver a una persona.
El recuerdo de la cara de asombro de su madre le hizo sonreír. Nadie de la familia esperaba que la pequeña Margaret dijera que no o tuviera planes propios.
Cruzó la calle despacio y se detuvo de nuevo frente a la tienda. A través del cristal del escaparate se veía luz, pero no había ningún movimiento en el interior. El corazón le latía con fuerza en el pecho y le temblaban los dedos cuando tocó el picaporte. Al entrar, una campanita tintineó en el fondo de la tienda. Al principio, cuando vio el revoltijo de desechos que estaban allí expuestos, se desanimó: viejas herramientas de granja, porcelana, un caballito mecedor, libros mohosos, todo dispuesto sin orden ni concierto, y sobre todo, con un aspecto de abandono.
Sin embargo, a medida que avanzaba por el corredor abarrotado, mirando y tocando, las posibilidades empezaron a aflorar. Se había agachado para meter las manos en un cesto con viejos botones cuando la puerta se abrió y oyó la voz de Theo.
—¿Qué dese...? ¡Margaret!
Ella se levantó con un botón plateado entre los dedos.
—Hola, Theo. Llámame Meg, como me llamaba Jasmine.
—¿Qué haces...? Bueno, me alegro de verte. Es que no te esperaba...
—He venido a hacerte una propuesta. —Aunque la voz le temblaba, sonó bien, así que tomó aliento y prosiguió—. ¿Podemos hablar en algún sitio?
Theo se recompuso.
—Claro. Subamos. Me temo que no es gran cosa —dijo mientras la guiaba—. Supongo que con los años me he acostumbrado a vivir entre cajas. Las necesidades mínimas.
Meg observó el sillón y la cama plegable, las cajas de cartón y la placa de cocina.
—Lo sé —dijo mientras pensaba en su estudio—, pero tú lo has hecho bastante acogedor.
—Aquí hay un sitio —la dirigió hacia el sillón—. Voy a hacer té.
Lo vio llenar una tetera eléctrica en el pequeño hueco que servía de cocina, y, de pronto, se notó la lengua paralizada, incluso para hacer comentarios. Dios mío, ¿qué le había pasado para concebir semejante disparate? En el mejor de los casos se iba a reír de ella; en el peor, la rechazaría con desdén bien merecido, y entonces ¿qué sería de ella? Bueno, no estaría peor de lo que había estado, se dijo con firmeza, y tenía los medios para iniciar una nueva vida.
Theo trajo el té en una bandeja lacada con tazas de porcelana y lechera y azucarero a juego.
—A veces me quedo con cosas bonitas —dijo, al ver su expresión—. Siempre me ha gustado este diseño, y es lo bastante corriente como para no ser carísimo.
La porcelana parecía atraer toda la luz de la desnuda estancia, y su color entre cobalto y teja con el dibujo entrelazado de hojas y dragones hizo que Meg pensara en Jasmine.
—Jasmine tampoco perdió nunca el gusto por lo exótico.
Theo no habló hasta haber servido el té y haberse acercado una silla. Entonces dijo:
—No, y en parte era una afectación, una vanidad. La hacía diferente. —Sonrió—. Yo en cambio nunca he querido ser diferente, pero supongo que algunas cosas de mi infancia me parecen reconfortantes.
—Tú no conociste a tu madre, ¿verdad?
—No. Sólo a Jasmine. —Con la taza en el aire, se quedó mirando fijamente algún punto detrás de la espalda de Meg—. Es raro mirar hacia atrás, a nuestra infancia desde una perspectiva adulta. Jasmine sólo tenía cinco años cuando mamá murió al tenerme. Ahora veo en ese modo de responsabilizarse completamente de mí su manera infantil de superar su propio dolor y desorientación, pero para mí era lo más natural del mundo. Yo creía que todas las familias eran como la nuestra.
Dio un sorbo al té y volvió a dejar la taza en el platito.
Meg reunió el valor necesario.
—Theo, he venido por Jasmine. —Al ver que sus labios se torcían para formular una pregunta, se apresuró—. O mejor, por el dinero de Jasmine. Me gustaría ayudarte en el negocio.
Él empezó a negar con la cabeza antes de que acabara.
—No te lo permitiré. No estaría bien. Jasmine hizo lo que creyó mejor para los dos...
—Theo, no hablo de un préstamo. Quiero participar como socia. Tendré capital por invertir de la venta del piso, y soy buena con la contabilidad. Creo que podríamos... —Se interrumpió cuando se sintió una idiota. La boca de Theo formaba ahora una perfecta «o» de asombro, y se parecía más que nunca a un osito—. Perdona, ¡qué estúpida soy!
Terminó el té y se puso en pie, contenta de no haberse quitado el abrigo. El apuro de tener que volver a ponérselo habría retrasado su salida.
—Gracias por el...
—Espera, Meg —dijo Theo y se levantó tan rápidamente que derramó el té en el platito cuando quiso poner la taza. Le tocó el brazo—. Lo dices en serio, ¿verdad?
Ella asintió, sin atreverse a hablar.
—Al principio he creído que me tomabas el pelo. ¿De verdad estarías interesada en este lugar? —Su tono expresaba incredulidad, y cuando ella volvió a asentir, dijo—. ¿Por qué? ¿Qué hay de tu trabajo? ¿Y de tu vida en Londres?
Se refería a Roger, pensó ella, pero tenía tanto tacto que no lo nombraba.
—He dejado el trabajo. Y Jasmine era lo único en mi vida que me importaba de verdad. —Se esforzó por buscar las palabras que le hicieran entender lo que ni siquiera estaba segura de entender ella misma. Se volvieron a sentar sin casi darse cuenta, Meg en el borde de la silla, Theo inclinado hacia delante en su asiento.
—Yo nunca he contado para nada, Theo. Cualquiera podía hacer mi trabajo, alquilar mi habitación... Y Roger no tardará en encontrar unas perspectivas mejores. Mi familia se quejó cuando me marché porque les dejé más trabajo a ellos, pero no me han echado de menos.
—Quiero... —Bajó la vista a sus manos, tendidas hacia él, luego cerró los puños y volvió a llevárselas al regazo—. No puedo...
—No tienes que explicar nada. —Theo sonrió y ella percibió su comprensión, pero no piedad—. Voy a preparar más té. Antes se me han olvidado las pastas.
Recogió la bandeja y mientras caminaba hacia el rincón de la cocina se detuvo como asaltado por un pensamiento. Se detuvo y se volvió hacia ella.
—Meg, ¿te gustan las películas antiguas?
* * *
Había hecho todas las tareas del sábado: limpiar el piso, bajar la ropa a la lavandería de East Heath Road, hacer algunas compras, incluso bajar un cubo y esponjas para lavar el Midget aparcado en la acera. No podía imaginarse un día más bonito de primavera; un día para paseos en coche por el campo, para tomar una bebida ante una partida de criquet, para hacer un picnic junto al Serpentine. Y, sin embargo, Kincaid permanecía en su limpio salón, mirando la caja de zapatos que seguía acusándolo desde la mesa baja. Detrás del dolor que lo había aturdido toda la mañana como una resaca, era consciente de que el día anterior se le había pasado algo por alto. Existía una relación, una palabra, un recuerdo enterrado en su cerebro, que aguardaba el momento justo que le permitiera dar el salto a la conciencia. Sabía que no podía forzarlo, pero no podía descansar.
Bajó, retiró la lona del Midget y se fue a Scotland Yard.
* * *
El pasillo estaba en silencio, a falta del murmullo de los días laborables de voces y teclados. Saludó con la mano a los pocos despachos ocupados y abrió su puerta distraídamente. Una figura familiar estaba sentada junto a su escritorio, con la cabeza cobriza inclinada sobre un archivo.
—¡Gemma!
—Hola. No esperaba verte hoy.
Le sonrió. Se la veía cansada y un poco pálida.
—¿Qué haces aquí?
Él se sentó en la mesa y se fijó en sus tejanos y en sus zapatillas de deporte, así como en el jersey azul brillante que hacía relucir su cabello como un penique nuevo.
Ella señaló el archivo.
—Buscando una aguja en un pajar, supongo. —Apartó la silla y apoyó los pies en el tirador del último cajón—. Pasé la mañana de ayer enterándome de cosas sobre Roger Leveson-Gower y sus amigos, y sobre las costumbres que ni yo ni nadie nunca hemos querido saber, pero no me sirvió de nada. Cero a la izquierda. Un par de amigos del trabajo juran que estuvo bebiendo con ellos hasta la madrugada, cuando supuestamente se sumergió en la cama con Meg. Y los testigos lo corroboran. —Suspiró y se frotó la cara con las manos mientras se estiraba la piel de los pómulos—. ¿A ti cómo te fue?
—Dorset fue un fracaso. —Encajó la expresión de: «Ya te lo dije» con una sonrisa—. Y hablé con el comandante —añadió, más serio y con pocas ganas de referir el relato del comandante ni siquiera a Gemma—. No creo que pudiera matar a Jasmine. Desde luego, no tiene coartada, pero no hay pruebas físicas que lo inculpen.
—¿No se fue pronto del ensayo, un hecho inusual?
Kincaid se encogió de hombros.
—Supongo que realmente no se encontraba bien. Una coincidencia.
Gemma levantó las cejas.
—¿No se lo preguntaste?
—No me vi con ánimos después de lo que me había contado. Y las coincidencias se dan, por muy inconvenientes que sean —añadió, un poco a la defensiva.
—No estamos llegando a nada, y el jefe no nos va a dejar más tiempo, ya lo sabes. Los casos que tenemos pendientes se han resentido esta semana —enderezó la silla—. Lo extraño es que me doy cuenta de que me importa más de lo normal. Es como si hubiera conocido a Jasmine, a través de ti, de Meg, de los demás, y no soporto que su muerte quede en el archivo de irresolutos.
—¿Ha aparecido algo útil? —Tocó el archivo abierto con el dedo.
Gemma negó con la cabeza.
—Sólo para hacer alguna eliminación. No hay ninguna prueba de que Theo Dent dejara Abinger Hammer en coche, tren, caballo, autobús o bicicleta la noche que murió Jasmine. Además... —rebuscó entre las hojas sueltas—, ha llegado una respuesta de la escuela de enfermería de Dorchester donde Felicity Howarth hizo el curso de especialidad. Una persona idónea, una «estudiante excepcional», según la nota del decano. Incluyen su expediente. —Gemma frunció el ceño mientras leía—. Debe de haberse casado dos veces. Se matriculó en el curso inicial como Felicity Jane Heggerty, Atkins de soltera, con dirección en Blandford Forum. —Gemma levantó la vista hacia Kincaid, atónita—. ¿No es dónde...?
Kincaid no oyó nada más. Las piezas encajaron en su mente con una claridad cegadora.
—Gemma, llama a Martha Trevellyan y entérate de si trabaja hoy Felicity.
Gemma levantó las cejas, pero buscó el número en el archivo y obedeció sin preguntar. Colgó el teléfono y dijo:
—Felicity ha llamado para decir que está enferma. Martha acaba de encontrar a alguien que la sustituya. Parecía muy alterada. Dice que no es propio de Felicity.
—Creo que voy a hacerle una visita, esté o no enferma.
—¿Quieres que la llame antes?
Él sacudió la cabeza.
—Mejor que no.
—Voy contigo.
Se levantó y se puso una chaqueta de punto que había colgado del respaldo.
Kincaid la detuvo con una mano en el brazo mientras daba la vuelta al escritorio.
—Vete a casa, Gemma. Ya has hecho más de la cuenta. Ve a pasar el sábado con Toby. —Sonrió—. Y sería prudente por tu parte que no te asocien con esto, porque es muy probable que yo haya perdido todo el juicio que me queda.