13

Gemma dejó el coche en el garaje de Scotland Yard y tomó el metro hasta Tottenham Court Road. Conducir por Londres ya era bastante difícil de por sí, y recorrer un trayecto tan corto bajo la lluvia resultaba una locura.

La dirección que Felicity Howarth le había dado de la oficina correspondía a una planta baja encajada entre un restaurante de comida india para llevar y una lavandería. Gemma arrugó la nariz al notar el olor picante del restaurante. Todavía tenía el estómago vacío y no podría comer por lo menos hasta dentro de una hora. Se subió el cuello del anorak contra la llovizna y entornó los ojos para leer los interfonos. Junto al timbre 2B, una gastada tarjeta de visita rezaba «Cuidados a Domicilio».

Como encontró la puerta abierta, entró y subió las escaleras de hormigón sin pulsar el timbre. Llamó directamente al 2B y la puerta se abrió al poco.

—Te tengo dicho... —con la boca abierta, la mujer miró a Gemma sorprendida. Se rehízo y sonrió, como pidiendo disculpas—. Perdone. Creí que era mi novio que venía a discutir. ¿Qué desea?

Por la puerta abierta Gemma vio directamente el interior de una vivienda. Un lado de la habitación contenía muebles corrientes: un sofá, sillas y un televisor; la otra, un escritorio oscuro, archivos y un ordenador.

—Esto es Cuidados a Domicilio... ¿no? —Lo que empezó como una afirmación acabó en pregunta.

—¡Ah! —la mujer pareció sorprendida—. Sí, claro, es que hacemos casi todo el trabajo por teléfono, y no esperaba... Como puede ver.

Se indicó a sí misma: tejanos, una gastada camiseta rosa con el faldón por fuera, los pies descalzos con las uñas pintadas de rojo. Gemma le echó unos cuarenta años; era una mujer robusta de cara simpática y una mata de cabello castaño abundantemente salpicado de gris.

—Me llamo Gemma James. —Sacó la identificación de su bolso y dejó que la mujer la inspeccionara—. Estamos haciendo una investigación rutinaria sobre la muerte de una de sus pacientes: Jasmine Dent.

La mujer palideció y sus dedos se crisparon sobre el quicio de la puerta.

—¡Dios mío! —Se volvió hacia atrás, como buscando apoyo, y luego de nuevo hacia Gemma—. Felicity me contó lo de la autopsia, pero pase usted. —Cerró la puerta y le indicó a Gemma el sofá, luego añadió—: Por cierto, yo me llamo Martha Trevellyan.

Mientras Gemma se sentaba en el sofá y sacaba el cuaderno del bolso, Martha Trevellyan cogió un paquete de Player de su mesa. Encendió un cigarrillo y dijo, a través del humo, mientras sacudía la cerilla:

—Ya sé lo que está pensando: los profesionales de la salud no deberían fumar. Damos mal ejemplo, ¿verdad? Bueno, según mis últimos cálculos lo he dejado quince veces, pero nunca cuaja.

—¿Cuidados a Domicilio es suyo, señorita Trevellyan?

—Sí. —Martha Trevellyan se sentó en el borde de la silla frente a Gemma—. Hace dos años decidí dejar de trabajar como enfermera, hacer algo que no me matara antes de los cincuenta. —Sonrió un poco tristemente a Gemma y dio unos toquecitos con el cigarrillo en el cenicero de la mesita de café—. Mire, sargento, es sargento, ¿no? —Gemma asintió—. Todavía estoy arrancando, una denuncia por negligencia me arruinaría.

—Podría empezar contándome cómo trabaja.

Gemma indicó con un dedo la zona del despacho.

—Casi todos los clientes nos han llegado por referencias, desde el principio. Yo he trabajado como enfermera y los médicos con quienes he trabajado me recomiendan a los pacientes que necesitan cuidados en casa. —Se reclinó en la silla, más cómoda a medida que entraba en materia conocida—. Tengo una lista de enfermeras que pueden trabajar para mí a jornada completa o partida. Cuando nos llega un paciente nuevo, busco a una enfermera adecuada y me encargo de coordinar lo necesario. Hago las facturas y pago a mi personal. ¿Queda claro así?

—Mucho —dijo Gemma.

—Sin embargo, las buenas enfermeras piden tarifas altas y mi margen de beneficio es muy limitado. —Martha se inclinó hacia delante y aplastó el cigarrillo en el cenicero—. Esto no es precisamente el Ritz, ya se habrá dado cuenta. Necesitaré unos años más de buena suerte y trabajo duro si quiero llegar bien a la jubilación. —Sonreía mientras hablaba, pero no había borrado la preocupación de sus ojos.

El piso, pequeño y desordenado, parecía escrupulosamente limpio, y los muebles eran buenos, aunque de un gusto muy convencional.

—Podría ser peor, visto el panorama de las situaciones temporales —dijo Gemma con una sonrisa de respuesta, y notó que Martha se relajaba un poco más—. Dígame, señorita Trevellyan...

—En realidad, soy señora... Llevo un montón de años divorciada. He criado sola a dos niños, pero ahora han acabado los estudios y se han ido, y yo he podido permitirme correr este riesgo —indicó la zona de trabajo—. Trátame de tú, llámame Martha, por qué no. Me sentiré menos en el banquillo.

A Gemma no le importó y accedió a su pequeña petición. Era bastante común y parecía servir para que la gente sintiera menos distancia entre ellos y la policía.

—¿Cómo te llegó Jasmine Dent como paciente?

—Una referencia médica, si no recuerdo mal. Puedo comprobarlo en los archivos. —Encendió otro cigarrillo, se levantó y fue hasta uno de los archivadores metálicos al lado de su mesa. Abrió un cajón y pasó los dedos por las tarjetas de colores antes de sacar un informe médico.

—Doctor Gwilym, eso. Especialista en cáncer. Me ha mandado a varios.

—¿El caso de Jasmine tenía alguna peculiaridad?

Martha pensó un momento y sacudió la cabeza.

—No, la verdad es que no. Cuando nos llegan, normalmente no hay mucha esperanza de restablecimiento. Ha estado en buenas manos con Felicity. —Ante la mirada inquisitiva de Gemma, prosiguió—. Felicity Howarth es mi mejor enfermera. Le dejo que escoja los casos que quiera, de acuerdo con su horario y lo que le convenga por las distancias. —Pensativa, añadió—: Y también es cuestión de preferencias personales. Felicity lleva muy bien a los enfermos de cáncer.

—¿Felicity escogió el caso de Jasmine?

—Creo recordar que sí. Ha llevado a muchos enfermos últimamente. Yo pensé que sería demasiado para ella, pero insistió. Dice que necesita dinero.

—¿Sabes por qué?

Vacilante, Martha apagó el cigarrillo antes de contestar.

—No me gusta dar detalles personales de mis empleados. —Gemma aguardó en silencio, y al cabo de un momento Martha suspiró y dijo—: bueno, no creo que pueda perjudicar a nadie. Sé que Felicity tiene un hijo en una clínica privada, con algún tipo de lesión infantil. Tal vez las tarifas hayan subido. Debe de ser carísimo de todas formas. —Luego añadió, un poco combativa—. Pero yo no sé si quiere el dinero para eso. Podría estar ahorrando para un crucero, yo qué sé. Desde luego, se lo merece.

Como todos, pensó Gemma, tratando de hacer caso omiso de las manifestaciones de hambre de su estómago.

—Otra cosa, Martha, sobre la morfina. ¿Pudo Jasmine acumular bastante morfina para matarse?

Martha Trevellyan encendió otro cigarrillo y Gemma, por la brusquedad de sus movimientos, percibió nuevamente la tensión.

—Mira, tienes que entender una cosa. Cuando el médico receta a un enfermo terminal morfina ilimitada para autosuministro no tenemos forma de controlar cómo la usan. La señorita Dent pudo pedir más morfina cuando en realidad estaba manteniendo la dosis. Ocurre. Más a menudo de lo que nos gusta reconocer, sinceramente. ¿Y qué vas a hacer? ¿Darles un cachete en las manos? Muchos lo hacen como prevención, por si el dolor se hace insoportable. Y en el caso de Jasmine, por el lugar donde se encontraba el tumor, el dolor podía ser mucho.

Si bien el relato de Martha Trevellyan sobre el tratamiento y las condiciones de Jasmine tenía que ver con Felicity Howarth, Gemma seguía sintiendo curiosidad por el sistema de Cuidados a Domicilio.

—¿Quién se encarga de la compra de medicamentos para los enfermos?

—Yo. Llevo un diario y el personal firma cuando lo retira. Luego yo hago un cotejo entre el cuadro del paciente y el diario de medicación.

—¿Y no hay discrepancias? —preguntó Gemma.

—Ninguna —dijo Martha Trevellyan, rotunda. Fumó y dio varios toquecitos al cigarrillo sobre el cenicero—. ¿Cuánto durará este interrogatorio? ¿Es que se nos acusa de algo?

—Felicity Howarth tendrá que presentarse mañana en el tribunal para declarar sobre el tratamiento y el estado mental de Jasmine. Después —Gemma se encogió de hombros—, todo dependerá de la decisión del juez de instrucción.

—No me lo había dicho —dijo Martha, desconcertada—. Pero ya ves, Felicity es así: no ha querido preocuparme. —Observó a Gemma por un momento, con los ojos entornados por el humo cuando aplastó el cigarrillo en el cenicero—. Hay una cosa que no entiendo: ¿Por qué perdéis tiempo con un simple suicidio? Tendréis cosas más importantes que hacer.

—¿No te lo ha dicho Felicity?

—¿Decirme qué?

—Que cabe la posibilidad de que el suicidio haya sido asistido, y eso es un delito grave. —Gemma brindó en silencio por la intuición de Kincaid—. O puede que no fuera suicidio, sino asesinato.

* * *

En Scotland Yard no sabían nada de Kincaid cuando ella volvió. Gemma sacudió la cabeza al pensar en su llamada de aquella mañana desde el coche. «¿Dorset?». A menudo, él la acusaba de perseguir fantasmas, pero no recordaba haber recorrido nunca tres condados por ningún capricho.

La preocupaba la obsesión que parecía embargar a Kincaid por el pasado de Jasmine Dent. No le había vuelto a nombrar los diarios de Jasmine desde que lo ayudara a subirlos a su casa. ¿Habría encontrado alguna pista en la vida de Jasmine o era sólo curiosidad morbosa, un intento de resucitar a una chica que no había conocido? Gemma recordó la foto que encontró boca abajo en el cajón de Jasmine y no supo decir qué le había impedido enseñársela a él. ¿Lo había hecho por él o por sí misma?

Se había refugiado en el despacho vacío de Kincaid, y el silencio no le dio ninguna respuesta.

Gemma se sentó elegantemente en la silla de Kincaid y se sacudió aquel humor tan poco característico en ella. Sería el curry que había comido con el estómago vacío. Ya tenía bastantes problemas sin los de él... Escribiría su informe sobre la entrevista de la mañana y si Kincaid no llamaba para cuando hubiera acabado, se marcharía pronto.

* * *

Gemma recogió a Toby en la guardería de Hackney y se dirigió hacia el este, hacia Leyton. Ansiosa como había estado por salir de la jefatura, la idea de una larga tarde en casa, de pronto, resultaba poco atractiva.

Leyton High Street no había cambiado mucho desde su infancia. Los escaparates de las tiendas de ladrillo rojo tenían algunas rejas más de seguridad; el restaurante de comida china para llevar había sido sustituido por uno griego; la tienda donde Gemma recordaba que tenía géneros de punto ahora ostentaba camisetas fluorescentes en el escaparate, pero la esencia se conservaba. Antes, Leyton era un pueblo por derecho propio, pero hacía ya tiempo que había sido absorbido por Londres, y High Street era como un recordatorio de su antigua identidad.

Sus padres tenían la panadería en High Street desde antes de que naciera Gemma, y ella había crecido en una habitación encima de la tienda, con el olor a rollos de salchicha, a empanadas de cerdo y a pan recién hecho, incluso durante su sueño. Al acabar la escuela trabajó en la tienda, y todavía ahora captaba la decepción de su padre por el hecho de que ninguna de sus hijas se hubiera hecho cargo del negocio.

Gemma dejó el coche en el aparcamiento gratuito y caminó hasta la tienda con Toby de la mano mientras hacía que saltaba como un canguro cada pocos metros. La persistente lluvia del día había cesado, y cuando Gemma llegó a la tienda, un poco del malestar se había disipado. Unos minutos antes de la hora de cierre, su madre seguía tras el mostrador, ocupada con los clientes de último minuto.

—¡Gemma! ¡Qué sorpresa! Toby, mi niño, dale un beso a la abuela, ¡qué niño más bueno! —Vi Waters se pasó la mano por la frente sudorosa y le dijo a Gemma—: ¿puedes echarnos una mano, cariño? Vamos a tope.

—Claro, mamá.

Gemma siempre tenía que reprimir una sonrisa cuando pensaba en la tozudez de sus abuelos al llamar a su hija, con el pelo de color de zanahoria, de forma tan inapropiada. Violeta se había convertido en Vi en cuanto tuvo edad de expresar una opinión, y se había llamado así desde entonces, aunque los rizos pelirrojos se estuvieran volviendo grises poco a poco.

—¿Y papá? —preguntó Gemma al meterse tras el mostrador y ponerse el delantal. Toby fue directo al cesto de los juguetes, que estaba allí con el propósito de entretenerlos a él y a sus primitos.

—En la trastienda, cortando el pan para la señora Tibbit. Puedes quedarte a tomar el té, ¿verdad, cariño?

Gemma asintió y atendió el pedido del último cliente. La rutina de sus padres no variaba nunca: cerrar la tienda, tomar el té tan pronto como su madre lo ponía en la mesa e instalarse delante de la tele para pasar la tarde. A Gemma le parecía tan irritante como entrañable.

Aquella tarde no fue una excepción, y media hora después de cerrar estaban en la mesa de fórmica roja en la cocina del piso, comiendo tostadas con mantequilla, huevos pasados por agua y un pastel con confitura. Gemma había comido durante toda su infancia en aquella misma mesa y derramado la leche en aquel mismo suelo de linóleo. Todo el tiempo y la energía de su madre se perdían en la tienda, no en lo que ella llamaba «emperifollar la casa». La buena reputación de la panadería reflejaba todo el esfuerzo de su madre, y Gemma suponía que a su hermana y a ella no les había afectado demasiado. Su hermana...

El pensamiento de Gemma se detuvo en seco, culpable.

—¿Cómo está Cyn? —preguntó mientras ayudaba a su madre a lavar los platos.

Su madre le dirigió esa mirada de reprobación que todavía la hacía avergonzarse.

—Podrías coger el teléfono y llamarla tú. No me parece que tengas los dedos rotos.

—Ya lo sé, mamá —suspiró Gemma—. En fin, cuéntame.

—Os habéis cruzado. Ella estuvo aquí anoche con los niños. Parece que el salón nuevo va muy bien. Le han aumentado el sueldo, y la directora dice que...

Gemma, como había hecho siempre, emitió ruiditos de interés en los momentos convenientes, con la mente en otro lugar.

—Gemma, no has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho. —Su madre la miró con más atención, preocupada más que exasperada—. Llevas toda la tarde callada como una tumba, ahora que caigo. ¿Te encuentras bien, cariño?

Gemma vaciló, desgarrada entre su necesidad de hablar con alguien y su reticencia a dar municiones a su madre. El hecho de que su matrimonio hubiera fracasado mientras el de su hermana permanecía intacto era siempre un punto de fricción con su madre, aunque a Gemma no le parecía que su cuñado fuera ninguna joya, sino más bien un vago redomado que se pasaba más tiempo en paro que trabajando.

Su necesidad ganó.

—Es que Rob me anda evitando, mamá. Hace meses que no me manda dinero para Toby y no sé cuánto tiempo puedo aguantar con las cosas tal como están.

En lugar de responder, Vi llenó el hervidor con agua y cogió dos tazones de un anaquel.

—Siéntate y nos tomamos otro té.

Gemma estuvo a punto de soltar una carcajada. El té, el solucionador universal de problemas. Su madre nunca hacía frente a nada a menos que se fortaleciera con un té dulce y cargado. Oyó en el salón la voz de su padre y la risa de Toby, luego la sintonía inicial de la serie Coronation Street. Su madre estaba haciendo un auténtico sacrificio.

—¿Lo has buscado? —preguntó Vi mientras se sentaba enfrente de Gemma y le pasaba su taza.

—Pues claro. Ya te he dicho que me evita, mamá. Se ha despedido en el trabajo, no ha dejado dirección ni número de teléfono. He hablado con todo el mundo que creo que lo conoce, pero nada.

—¿Y con su madre?

—Si sabe algo, no me lo va a decir, y es su nieto quien lo sufrirá. ¿Cómo ha podido hacernos esto? ¡Qué bastardo! —Gemma notó que se le hacía un nudo en la garganta y presintió la amenaza de las lágrimas en su voz. Engulló el té, tan caliente que le quemó la boca.

—¿Es muy grave la cosa, Gem?

Gemma se encogió de hombros.

—La hipoteca es alta, aunque la casa sea una madriguera. Una de las grandes inversiones de Rob... Lo perdería todo si tuviera que venderla, pero lo que se me come es la guardería de Toby, y sobre todo los canguros de las noches y de los fines de semana que trabajo.

Vi tomó un sorbo de té.

—¿No podrías encontrar algo más barato?

Gemma sacudió la cabeza con vehemencia y dijo:

—No. Aun ahora no es ninguna maravilla, a pesar de lo que pago.

—Gemma —le dijo Vi, despacio—, ya sabes que nosotros lo cuidaríamos. Sólo tienes que pedírnoslo.

Miró a su madre a los ojos y apartó la vista.

—No puedo, mamá. Es que... No, no puedo.

—Piénsalo, cariño, aunque sea como medida temporal.

Gemma se sintió tentada. Sería una salida fácil, pero significaría una pérdida de independencia que no quería en absoluto. Respiró y sonrió a su madre.

—Lo tendré en cuenta, mamá. Gracias.

* * *

El crepúsculo caía cuando Kincaid llegó a la North Circular Road. El viaje de vuelta de Dorset se le había hecho interminable, y tras kilómetros dando las mismas vueltas a sus pensamientos, circular por el tráfico londinense resultó un buen antídoto.

Se zafó de la arteria principal y cruzó la relativa calma de Golders Green hasta el norte de Hampstead. Cuando llegó al cruce de North End Way con Heath Street, giró a la izquierda impulsivamente. La Spaniard's Road corría como un puente sobre la colina ya en sombras del parque, aislada y despejada de tráfico. Una cara blanca resplandeció a la luz de los faros —una figura solitaria que aguardaba el autobús—, luego pasó la barrera de peaje de Bishop hasta la carretera y se encontró en medio del ajetreo del aparcamiento de Spaniards Inn. Cuando paró el coche, se abrió la puerta del viejo pub, que proyectó una ola de luz, calor y olores sabrosos en la noche.

Al cabo de unos minutos, y mientras mantenía en equilibrio un plato de salchichas, patatas y ensalada, y una cerveza, Kincaid se instaló en una mesita individual. De espalda a la pared, podía observar el local mientras comía. Siempre se sentía más cómodo como observador que siendo observado, y el remolino de actividad le permitía divagar.

¿Lo había acercado aquella jornada a la verdadera Jasmine? Tentadoras imágenes inconexas galopaban por su mente. El rostro de Jasmine enmarcado en la ventana de la casa de Briantspuddle; el cabello oscuro de Jasmine cubriendo su rostro al inclinarse sobre la máquina de escribir en el despacho de Rawlinson; Jasmine apoyada sobre la cama de su piso de Hampstead, riendo cuando él le exageraba alguna anécdota del trabajo. Si él persistía y excavaba hondo, ¿lograría juntar por fin todas aquellas piezas en un todo? ¿Existiría una persona definitiva? ¿Alguna vez podría uno decir que ésta era Jasmine y no la otra?

Se dio cuenta de que parte de la inquietud melancólica que lo dominaba desde que salió de Dorset tenían que ver con su creciente reticencia a seguir leyendo los diarios de Jasmine. Todo lo que había leído hacía crecer su idea de ella como una persona profundamente reservada, incluso misteriosa, y la sensación de que entraba en su vida sin autorización era cada vez mayor.

Se sorprendió mirando fijamente a dos chicas que pedían en la barra. Una tenía el cabello naranja muy corto, casi al rape; la otra, una cabellera clara y lisa que le caía por la espalda. Las minifaldas en tela elástica dejaban al descubierto las piernas desnudas desde las nalgas, a pesar de la noche húmeda y fría. Supuso que la vanidad las proveía de suficiente calor interior. Lo que le molestaba no era la probabilidad de que se resfriasen, sino el no saber desde cuándo llevaban allí. Debía de estar envejeciendo.

La vista de la chica rubia accionó el mecanismo habitual. Un doloroso recuerdo se disparó casi antes de hacerse consciente. Vic. ¡Qué extraño haber profundizado tanto en los pensamientos íntimos de Jasmine y no haber sabido nunca lo que su mujer pensaba! Su relación con Jasmine, en cierto modo perverso, se había vuelto más íntima que su matrimonio.

Kincaid pinchó el último trozo de patata y de salchicha con el tenedor. De buena o de mala gana, volvería a casa y reanudaría la lectura donde la había interrumpido. No podía dejar el trabajo a medias, no seguir aquella vida hasta su término. Lo empujaba una sensación de urgencia, casi una necesidad.

* * *

Durante los meses que siguieron a su llegada a Londres, el diario de Jasmine recordaba a Kincaid los libros de cuentas que llevaban las esposas victorianas. «He comprado las cortinas para el piso. He gastado diez libras en cacharros de cocina. ¿Quedará para pagar las tasas?» Aparecían lagunas, luego las entradas volvían a aparecer, sin fechar, esporádicas e inconexas. Kincaid pasó las hojas y se detuvo ocasionalmente para leer una entrada con más atención.

May está muerta, como papá. Supongo que yo debería sentir algo, pero no lo siento. Nada. ¿Sabía que iba a morir? ¿Estaría asustada o se mantuvo almidonada como la vestimenta de un predicador hasta el final? ¿Pensó en mí? ¿Se arrepintió? ¿Yo podría haberla querido, si me hubiera esforzado más? No pienso regresar, ni siquiera por Theo.

Esta ciudad parece engendrar soledad en sus calles lúgubres y mojadas, en el frío que encierran sus piedras. Podría vivir toda la vida aquí en el anonimato, sin ser conocida, sin ser reconocida. Hago el mismo camino al trabajo todos los días, me detengo en las mismas tiendas, pero sigo siendo una extraña, «Señorita» a secas.

El piso me recibe con su olor a grasa rancia y meto en la calefacción eléctrica las monedas suficientes para no helarme. A veces, cuando me duermo, sueño con la India, que estoy en la cama de Mohur Street, y oigo a los madrugadores vendedores ambulantes que cantan bajo mi ventana.

Nunca imaginé que May tuviera tanto dinero. O que lo dividiría en partes iguales entre nosotros. Ha intentado ser justa, aunque no lo sintiera. Eso hay que reconocérselo.

¿Para qué lo habrá ahorrado todos estos años? Vivía como si no pudiera comprar la leche del día siguiente, rabiosa porque no podía mantenerme, aunque yo pagara mi parte de los gastos, y todo ese tiempo tenía miles de libras en el banco. ¡Maldita bruja!

Un piso nuevo, una planta baja en Bayswater. Pequeño, pero limpio, con la luz del sol que pasa a través de las ventanas, y el minúsculo jardín trasero tiene un ciruelo que empieza a florecer. ¡Qué bien volver a casa para comer cualquier cosa, tomar una copa de vino, todo tal como me gusta! Segura. Por primera vez siento una lucecita de esperanza de que la vida aquí no sea siempre tan triste, y me recuerdo constantemente que ha sido posible gracias al dinero de May. Lo he usado en el pago a cuenta, pero no gastaré más. Quiero vivir de mi salario, no del capital. Theo ya me está pidiendo préstamos para equilibrar sus finanzas, no puedo decirle que no. Parece completamente perdido.

Los sueños han vuelto a empezar. Me he despertado sudando y mareada, luego no he pegado ojo. He vuelto a escribir a su madre. Sin respuesta. No puedo preguntar a nadie más. No debería, sé que no debería. No debería pensar, no debería recordar, no debería escribir.

A veces me parece que le ha ocurrido a otra persona, lo veo todo tan lejos y tan diluido y entonces vuelven los sueños.

Hoy es un día señalado. Mi primer día como ayudante en la oficina de Planificación del distrito. El sueldo no es alto, pero es un primer paso con posibilidades de ascenso.

Esta mañana he bajado del autobús una parada antes y he ido paseando por Holland Park. Las ráfagas de viento hacían volar las hojas por los senderos, la gente se ceñía bien los abrigos y corría con la cabeza gacha, pero yo era tan feliz como si el parque fuera mío, la ciudad, el tiempo incluso fuera mío y pudiera alargarlo todo lo que quisiera.

A pesar de la belleza, al mismo tiempo me sentía fuera de mí, consciente de la experiencia, me preguntaba si podría conservarla, imprimirla en mi memoria. Las cosas se difuminan rápidamente. Ya es menos intenso, los bordes se borran, la alegría es agridulce.

Estropea todo lo que toca. Esta vez es un club, el último grito, un éxito seguro... Sólo que no era el vecindario adecuado, o no había bastante efectivo para mantenerlo a flote en el periodo más crítico, o su socio se quedó con todos los beneficios. Siempre pasa algo.

¿Es culpa mía? Si no me hubiera marchado... Él no tenía fuerzas para cuidar a May cuando enfermó. Murió en sus brazos. Yo no lo sabía. Theo dice que parecía muy asustada. Yo no habría podido hacer nada por May, pero quizás habría ayudado a Theo.

Creo que Theo está consumiendo drogas. ¿Qué hacer? ¿Es mejor o peor que me entrometa? Se ha gastado todo el dinero, desaparecido como si se hubiera convertido en polvo. Un salario mínimo en el servicio de embalaje de una galería de Chelsea; un amigo que se compadeció. Quiere tomar clases de pintura. ¿Qué puedo hacer?

Esto es lo que hay. Le he dicho a John que se esfume. Se lo he dicho bien. No era culpa suya. No funciona. Nunca es lo mismo.