18

Las manecillas del reloj del salpicadero del Midget indicaban las seis en punto cuando Kincaid dobló por Carlingford Road. Apagó el motor y se quedó en silencio, incapaz de sacudirse la depresión que lo había dominado todo el camino de vuelta desde Dorset. Si hubiera hecho caso a Gemma no habría perdido un día entero en una visita absurda. Y todavía no había hecho frente a lo que más temía. Se dijo que no tenía sentido aplazarlo más y, sin embargo, se rezagó todavía, tomándose tiempo para cerrar bien el coche y fijar la lona sobre la carrocería de color de cereza.

No obtuvo respuesta cuando llamó con los nudillos a la puerta del comandante. Aguardó un momento, subió las escaleras y se introdujo en el piso de Jasmine. Un cuerpo escurridizo y negro se le enroscó en el tobillo cuando encendió las luces.

—Hola, Sid. ¿Cómo te va, colega? —Se agachó y acarició la cabeza de Sid hasta que los verdes ojos del gato se convirtieron en dos ranuras sonrientes—. Ten paciencia, te daré la cena.

Kincaid abrió la puerta acristalada y salió. El comandante estaba arrodillado delante de las rosas que había comprado en memoria de Jasmine. Sólo la pálida tela de sus pantalones sobre sus nalgas y el movimiento rítmico de la mano con la paleta lo hacían visible en la penumbra. Kincaid descendió los escalones, cruzó el trozo de jardín y se agachó a su lado.

—Trabaja hasta tarde. Ya casi no hay luz.

El comandante acabó de cavar con la paleta y se incorporó, con las manos en las rodillas.

—Las malas hierbas. En esta época del año no hay quien las mantenga a raya. Como les des tregua, te invaden como en El día de los Trífidos[3].

Kincaid sonrió. Tal vez el comandante tuviera otra ocupación secreta, todavía más impensable que el canto coral: una adicción a ver películas de serie B en la tele a altas horas de la noche.

—Me gustaría hablar un momento con usted.

El comandante levantó la vista por primera vez.

—Claro. Me lavo enseguida.

Se levantó, con un fuerte crujido de las rodillas. Kincaid lo siguió mientras limpiaba la paleta en la zona de trabajo, debajo de las escaleras, y después hasta la cocina, donde se lavó las manos y se restregó las uñas.

La cocina estaba inmaculadamente limpia, las encimeras vacías, a excepción de una bolsa de patatas cerrada y un cartón de cerveza por abrir.

—¿Quiere una? —preguntó el comandante mientras se secaba las manos con un trapo. Como Kincaid asintió, sacó las dos cápsulas y las tiró en el cubo debajo del fregadero—. El lujo de los jubilados —dijo, tras echar un trago y secarse los labios—. Ahorrar unos peniques en cosas de primera necesidad para comprar buena cerveza un par de veces a la semana. —Sonrió, mostrando unos dientes todavía fuertes y blancos bajo su bigote de cepillo—. Vale la pena.

Fueron al sobrio salón. El comandante encendió la lámpara e indicó a Kincaid que tomara asiento en el sofá, mientras él se sentaba en el sillón. La tela marrón de los brazos del sillón tenía trozos gastados por el uso y el almohadón, un hoyo permanente. Kincaid se imaginó al comandante sentado allí todas las tardes solitarias con su botella de cerveza y la compañía de la televisión, y sintió más resistencia que nunca a decir lo que tenía que decirle.

—Comandante, tengo entendido que sirvió usted en la India después de la guerra.

El comandante lo miró interrogante.

—¿De quién lo ha entendido, señor Kincaid? No creo que yo lo haya mencionado nunca.

Kincaid se sintió como si lo hubieran pillado en un acto repugnante de voyerismo y reprimió la necesidad de pedir disculpas.

—Estoy realizando una investigación por asesinato, comandante, y por muy desagradable que lo encuentre personalmente, tengo que comprobar los antecedentes de todo el mundo que haya tenido la más leve relación con Jasmine. Pedimos los archivos de su historial. Estuvo usted destinado en Calcuta durante el tiempo en que la familia de Jasmine vivió allí.

Esperó la explosión, pero no llegó.

Al cabo de un momento, el comandante dio otro trago a la cerveza y suspiró.

—Pues sí. De saber que era importante, se lo habría dicho yo mismo. Hace mucho tiempo de eso.

—¿Pero se lo dijo usted a Jasmine?

—Desde luego, y ojalá no lo hubiera hecho.

—¿Por qué dice eso, comandante? —preguntó Kincaid suavemente mientras dejaba la cerveza en el borde de la mesa y se inclinaba hacia delante. Por primera vez, notó las señales del tiempo en las callosas manos del comandante.

—Porque no podía decirle toda la verdad y eso creó una falsedad entre nosotros. Puede que no se diera cuenta, pero nunca me sentí cómodo con ella después de aquello. —Hizo una pausa, y como Kincaid no dijo nada, al cabo de un momento prosiguió—: Soy un hombre temeroso de Dios, señor Kincaid, pero no creo que los pecados de los padres recaigan sobre los hijos. En mis pensamientos, Dios no sería tan injusto, pero sé que Jasmine lo habría visto de otro modo, se sentiría responsable, y ella ya había sufrido lo suyo, la pobrecilla.

Apuró la botella, levantó el casco vacío e hizo un gesto interrogante a Kincaid. Él negó con la cabeza.

—No, gracias.

Aguardó a que el comandante volviera de la cocina con una botella nueva y dijo:

—¿De qué se hubiera sentido responsable Jasmine, comandante?

El comandante miró la botella de cerveza mientras la hacía girar delicadamente entre los dedos.

—¿Tiene alguna idea de lo que ocurrió en Calcuta en 1946, señor Kincaid? —Levantó la vista, y Kincaid advirtió que sus pálidos ojos azules estaban inyectados en sangre—. Los musulmanes querían la división y atacaron y mataron a los hindúes, y la revuelta que siguió se extendió por la ciudad como la pólvora. Las crónicas se refieren a ello como la Matanza de Calcuta. —Soltó una risotada—. Como si fuera un atraco a un banco o algún imbécil con una pistola en un supermercado. —Sacudió la cabeza disgustado, y dijo—: no tienen ni idea. Usted ve cosas horribles por su trabajo, imagino, pero espero que nunca vea cosas como las de aquellos días. Seis mil cuerpos pudriéndose o ardiendo en llamas que duraron días. Ese olor no se olvida nunca. Se te impregna en la piel, en el velo del paladar, en el interior de la nariz.

Dio un largo trago, como si la cerveza pudiera lavar el recuerdo de ese sabor en su boca.

—Jasmine sería una niña —dijo Kincaid, calculando mentalmente—. ¿Por qué tendría que sentirse culpable?

—El padre de Jasmine era un funcionario menor, un chupatintas, con fama de poco competente. Estaba encargado de la evacuación de una pequeña área residencial, era una especie de sargento civil de defensa.

El comandante volvió a beber y a Kincaid se le antojó que empezaba a arrastrar las palabras.

—Lo echó todo a perder. Sólo unas cuantas familias salieron antes de que la multitud invadiera las calles. Siempre me he preguntado si puso primero a su familia o si sencillamente huyó para salvar el pellejo.

Kincaid aguardó en silencio lo que adivinaba que vendría. Notó la tela áspera y marrón del sofá bajo sus dedos, olió una fragancia especiada que podía ser la loción para después del afeitado del comandante que se superponía al olor de la cerveza.

—Yo tardé tres días en encontrar a mi mujer y a mi hija, y las reconocí sólo por la ropa. No le voy a contar lo que les habían hecho antes de que murieran. No merece la pena pensarlo, ni siquiera ahora. —Las arrugas de los ojos del comandante parecían trazadas con un bolígrafo rojo, pero seguía hablando despacio, reflexivamente—. Cuando Jasmine vino a vivir aquí, nada de esto se me ocurrió; Dent es un apellido bastante común, al fin y al cabo. Pero cuando empezó a hablarme de su infancia, me di cuenta de quién debía de ser. —Sonrió—. Al principio pensé que alguien allá en lo alto —levantó los ojos al cielo— estaba gastándome alguna broma. Luego, cuanto mejor la conocía, más me preguntaba si me la habían mandado como sustituta de mi hija. ¡Estúpido viejo indeseable! —añadió, ahora sí arrastrando las palabras. Luego miró directamente a Kincaid a los ojos y dijo más claramente—: entiende que no podía contárselo a Jasmine, ¿verdad, señor Kincaid? Por nada del mundo quería hacerle daño.

Kincaid se acabó la cerveza y se levantó.

—Gracias, comandante, lo siento.

Salió por la puerta trasera y subió las escaleras hasta el piso de Jasmine. Se quedó un momento mirando el jardín desde arriba: de las rosas del comandante se veían sólo unas formas oscuras a la luz de las ventanas del piso. Rosas como regalo a Jasmine, y tal vez a su esposa muerta mucho antes, así como a su hija. Kincaid estaba seguro de que el comandante había cargado con el peso de sus muertes casi toda su vida, un trozo de dolor guardado en secreto. Tal vez su contacto con Jasmine había sido el principio de una apertura muy necesaria.

Las luces se encendieron en la casa de detrás del jardín. A través de las ventanas, las habitaciones iluminadas se veían con tanta nitidez como un escenario teatral, y Kincaid se preguntó qué desesperado secreto ocultarían sus personajes. Alguien corrió las cortinas, el atisbo de aquellas vidas desconocidas se desvaneció tan rápidamente como había aparecido. Kincaid se estremeció y entró.

* * *

Me he pasado la vida esperando cosas que no han ocurrido, y ahora me encuentro con que no puedo esperar la única cosa que llegará inevitablemente.

Tengo miedo. Felicity dice que el crecimiento del tumor podría romperme las costillas y entonces ni siquiera la morfina podría protegerme del dolor. Ahora ya tragar alimentos sólidos es cada día más difícil, y no soporto la idea de una sonda, o de quedarme completamente inútil, y que tengan que lavarme y limpiarme como a un bebé.

Es extraña la forma en que la vida completa el círculo. Qué irónico que Felicity sea la única persona constantemente sincera conmigo. Aunque Meg ha adoptado mi enfermedad como a una hijastra, fascinada por todos sus aspectos, trata de protegerme de lo que vendrá. ¿Puedo contar con que ella me ayude?

No necesito la ayuda de Meg, es sólo debilidad. No evitará que esté sola, pero al menos estaré preparada, recibiré la muerte de frente, no dejaré que me coja desprevenida.

¡Pobre Meg! ¿Qué hará cuando no tenga que cuidar de mí, o sin mí, quién cuidará de ella? ¿Debería despedirme de Theo? No. Es otra vez debilidad por mi parte. Es mejor que me recuerde como fui. Y me doy cuenta de que no quiero saber si el negocio le va bien; comprendería nada más verle la cara si no va, y este último respiro es todo lo que puedo darle. A partir de ahora tendrá que apañárselas como sepa.

Es extraño que mi mundo se haya reducido a estas cuatro paredes y la vista desde los peldaños del jardín, y la importancia que han adquirido los que cruzan mi puerta. Sus visitas son el reloj de mis días: la efectividad matutina de Felicity, el desorden perpetuo de Meg al mediodía, el reconfortante silencio del té con el comandante, y Duncan... Duncan es como el postre; por muy mal que me haya encontrado, si él pasa por la noche encuentro las fuerzas para hablar, escuchar, reír. No sabe la diferencia que ha marcado en mi vida, pero si le digo que estoy asustada estropearé la agradable relación que tenemos.

Sidhi me observa mientras escribo, pone una pata de vez en cuando para tocar el bolígrafo que se mueve. Una de las tantas ocupaciones ridículas de los humanos, piensa seguramente, tan incomprensible y fascinante como volver las páginas de un libro. ¡Cuánto lo añoraré!, pienso, antes de poder evitarlo. ¡Qué absurdo! No añoraré nada de nada.

Cerró el último diario despacio y lo devolvió a la caja de zapatos. En la mesita había una copa de vino medio vacía; la lectura lo había absorbido tanto que la había olvidado.

La entrada final del diario estaba fechada la semana antes de la muerte de Jasmine y ocupaba la última página del cuaderno.

Kincaid se puso en pie y se estiró, apuró el vino y llevó el envoltorio del crêpe a la cocina. Al salir del piso de Jasmine, se había puesto tejanos y jersey y había ido a pie por Rosslyn Hill hasta el puesto de crêpes. El joven dependiente del puesto vertió la pasta y maniobró la espátula con destreza de artista, con los brazos desnudos al aire de la noche.

—¿Jamón? ¿Queso? ¿Setas? ¿Pimientos? ¿Cualquier otra cosa? —solicitó, sin que las preguntas interrumpieran su concentración ni la suavidad de sus movimientos. Kincaid lo observaba mientras daba la espalda deliberadamente a la tienda Häagen-Dazs, determinado a no pensar en Jasmine ni en el helado de ron con pasas.

Ahora lavó la copa y se quedó en la mesa sin saber qué hacer, cansado de la conducción del día, demasiado inquieto y perturbado para pensar en dormir. Al cabo de un buen rato cogió las llaves de la encimera y bajó al piso de Jasmine.

Había dejado una luz encendida para el gato y se reprendía por ser tan estúpido. ¿Es que no veían en la oscuridad los gatos? Y dudaba mucho de que Sid encontrara algún consuelo en la luz familiar.

Todo tenía el mismo aspecto que cuando lo hubo dejado, el mismo aspecto que una semana antes, cuando Gemma y él habían registrado el piso de cabo a rabo. No obstante, volvió a empezar: levantó el colchón de la cama de hospital, palpó los almohadones del sillón, pasó las manos tras las hileras de libros en las estanterías. Fue al secreter y examinó cada recoveco y hendidura con el mismo cuidado que la primera vez.

Pensó que las vidas de las personas acumulaban los desechos más disparatados mientras observaba los objetos que ocupaban el cajón de arriba: trozos de entradas al teatro, tarjetas de visita antiguas y amarillas, recibos de cosas compradas y olvidadas hacía tiempo, todo mezclado con un revoltijo de bolígrafos, resto de lápices y trozos de papel.

¿Qué dejaría él en su casa si lo atropellara un autobús? ¿Qué haría un buscador anónimo de su polvorienta colección de libros de ciencia ficción, o de los discos de los años sesenta y de los setenta de los que no podía deshacerse, aunque desde hacía tiempo no tenía tocadiscos?

¿Qué sería de las fotos de boda, pegadas en la parte trasera del cajón de su escritorio? ¿De Vic, con su cabello de Alicia en el país de las maravillas y su rostro pálido e inocente? ¿Vic, que había saboteado gran parte de su confianza y de su fe ingenua en la naturaleza humana? Debería darle las gracias, suponía: ninguna de las dos cualidades hubieran sido una ventaja para la prometedora carrera de un policía.

Los informes de la escuela y los dibujos de infancia, los boletines y los trofeos de rugby que su madre había guardado en la buhardilla de Cheshire con otros recuerdos de infancia. ¿Qué habría hecho Jasmine con los recuerdos de su infancia? No había encontrado fotos instantáneas ni cartas, nada de los años de la India o de Dorset, aparte de los diarios.

Entró en el dormitorio. Los caftanes sedosos de Jasmine rozaron sus dedos mientras tanteaban el fondo del armario. A un lado pendían los trajes de chaqueta y los vestidos, con los hombros cubiertos por una película de polvo, como también lo tenían las modernas zapatillas alineadas en el suelo del armario.

Al no encontrar nada, se sentó en el taburete frente al tocador y se miró reflejado en el espejo. La luz de la lámpara situada en el lado derecho de la mesa proyectaba sombras que formaban planos y ángulos extraños en su rostro y dejaban sus ojos a oscuras. Parpadeó y se apartó el cabello de la frente con los dedos, luego abrió el cajón de en medio. Los cosméticos femeninos nunca habían dejado de asombrarlo. Incluso las mujeres como Jasmine, que en todas las demás cosas era relativamente metódica, parecían incapaces de hacer algo más que confinar el desorden a una zona específica. Y nunca tiraban los recipientes usados. El cajón de Jasmine no era ninguna excepción. Botes medio vacíos de sombras de ojo, colorete, pintalabios usados hasta el tubo de metal, cepillos y esponjitas, todo recubierto con un fino polvillo de maquillaje. Inhaló. Le llegó una fragancia que asociaba con Jasmine: exótica y floral, con una punta de almizcle que casi le recordaba el incienso.

Estaba levantando la ropa interior y los camisones del fondo del cajón cuando su mano topó con algo duro. Se le aceleró el pulso y luego se calmó al sacar el objeto y darse cuenta de que no era un diario sino una fotografía enmarcada. Le dio la vuelta con curiosidad.

La reconoció al instante. Cuando pasó por Briantspuddle el día anterior y se imaginó a la Jasmine de veinte años saliendo a la puerta de su casa, la había visto exactamente así: el cabello largo y oscuro, la suave piel aceitunada y el óvalo delicado de su rostro. Tenía una expresión serena, seria a pesar de un esbozo de sonrisa en las comisuras de los labios y en los ojos oscuros que lo miraban directamente.

Con cuidado, puso la foto sobre el tocador, el rostro de Jasmine al lado de su imagen en el espejo. Gemma había registrado aquella habitación a fondo, tenía que haber encontrado la foto. Se preguntó por un instante por qué no se la había enseñado.

Acabó con el tocador y la cómoda, miró debajo de la cama y en el cajón de la mesilla, pero no encontró nada más.

Al volver al salón encontró a Sid enroscado sobre la colcha multicolor de la cama de hospital. Había visto muchas veces el gato en el mismo sitio, hecho una sólida bola negra contra la cadera o el muslo de Jasmine.

Kincaid se sentó en el borde de la cama y apretó el botón que levantaba la cabecera y se reclinó sobre la almohada. Sintió de repente un intenso dolor en el pecho. Cerró los ojos con fuerza y enterró los dedos en el pelo espeso de Sid.