14

El doctor James Gordon abrió la investigación judicial sobre la muerte de Jasmine Dent a las nueve de la mañana del miércoles. La sala del tribunal conservaba el frío de la noche y olía a humo de tabaco rancio. Kincaid se sintió aliviado de que en Londres los jueces de instrucción fueran normalmente doctores en derecho y la mayoría pudieran llevar a cabo una investigación a buen ritmo. Los jueces de instrucción de los condados, normalmente abogados de población pequeña con más conocimientos de política local que de jurisprudencia médica, a veces se sentían tentados de hacer de tribuno. Kincaid había tratado ya con el doctor Gordon y sabía que era justo, concienzudo y, fundamentalmente, inteligente. Los ojos azules de Gordon, tan incoloros como su ralo cabello rojizo, eran agudos y atentos. Presidía la sala desde una mesa de roble rayada, frente a Kincaid, Gemma, Margaret Bellamy y Felicity Howarth. Todos menos Gemma habían sido convocados para declarar, y no se esperaba a nadie más.

Aguardaron en silencio mientras Gordon estudiaba los papeles extendidos delante de él. Kincaid miró de reojo a las tres mujeres y pensó que sus posturas reflejaban claramente sus personalidades. Gemma parecía relajada y alerta, con las manos enlazadas en el regazo. A la luz gris que se filtraba por la única ventana de la sala de justicia, su cabello cobrizo brillaba contra el verde apagado de su chaqueta, y cuando notó la mirada de Kincaid levantó la vista y le sonrió.

Margaret, aunque razonablemente peinada y arreglada, retorcía un pañuelo de papel que se iba desmenuzando rápidamente entre sus dedos. Cuando entró en la sala, Kincaid se fijó en que tenía el dobladillo de la falda descosido en varios sitios, como si unos niños se hubieran colgado de ella mientras estaba tendida a secar.

Felicity Howarth vestía de gris marengo en lugar de azul marino, pero por lo demás iba tan arreglada como la primera vez que la vio el día de la muerte de Jasmine. Estaba sentada de manera muy correcta en el duro asiento de madera, con las manos cruzadas encima de su bolso con forma de maletín. Sin embargo, el cabello caoba carecía de su anterior brillo, y las arruguitas en torno a los ojos eran más evidentes. Kincaid recordó que Gemma le había dicho, cuando cotejaron sus notas aquella mañana, que Felicity estaba trabajando con muchos pacientes en aquel momento.

—Señor Kincaid.

La voz de Gordon llamó la atención de Kincaid de nuevo hacia la mesa.

—¿Señor?

—Señor Kincaid, ¿fue usted quien solicitó la autopsia al juez de instrucción?

—Sí, señor.

—Unas circunstancias inusuales, me parece, que un alto oficial del Departamento de Investigación Criminal solicite personalmente una autopsia. —Gordon escrutó el rostro de Kincaid con sus ojos azules, pero prosiguió antes de darle tiempo a responder—: me imagino que mandó el informe al director de la Fiscalía Pública.

—Sí, señor —confirmó Kincaid.

—¿Fundamentos para abrir un proceso contra alguien?

—De momento, no.

Gordon suspiró.

—Bueno, no puedo hacer mucho más que expedir una orden de entierro. —Repasó sus rostros—. ¿Hay aquí algún pariente cercano? —Ante la negativa de Kincaid, Gordon arqueó una ceja, pero se limitó a decir—: entonces mandaré el certificado de defunción por correo.

Kincaid percibió que algo en el ambiente de la sala se relajaba de repente. Antes no había captado ninguna tensión determinada, y tampoco ahora podría señalar la fuente: ¿Meg o Felicity? Debido a la naturaleza de su trabajo, Felicity podía haber sido llamada a declarar otras veces; Meg era menos probable que supiera lo breve que era una primera sesión, o que el juez de instrucción no tenía poder legal para acusar a nadie.

—No obstante —dijo Gordon en voz alta, atrayendo de nuevo todas las miradas—, me gustaría aclarar algunos puntos para mi satisfacción personal.

Más sabe el diablo por viejo que por diablo, se dijo Kincaid, y sonrió.

—Señora Howarth —dijo Gordon—, usted visitó a la señorita Dent el jueves, ¿es cierto?

Felicity asintió.

—Por la mañana. La ayudé a bañarse, controlé el catéter, las cosas de siempre. —Abrió las manos en un gesto desamparado—. No siempre se puede hacer mucho por los pacientes terminales cuando todavía se mueven por su propio pie. Se trata más bien de controlar el proceso, asegurarse de que estén cómodos.

—¿Le pareció a usted que su estado de ánimo fuera diferente del habitual? ¿Estaba nerviosa?

La sonrisa de Felicity estaba carente de humor.

—Los enfermos terminales a menudo están deprimidos, pero no, no noté nada extraordinario ese día. Ningún indicio de que Jasmine pudiera estar tramando quitarse la vida.

Imperturbable ante el sarcasmo de Felicity, Gordon continuó con sus preguntas.

—¿Era ésa su rutina habitual? ¿Una visita diaria?

—Sí... —Felicity hizo una pausa, frunciendo el ceño—. Bueno, a veces volvía a pasar de camino a casa, por la tarde, si tenía algún paciente cerca. Le dije a Jasmine que tal vez volvería, lo había olvidado.

—¿Y volvió a parar?

—No —lo dijo bajito, con pesar—. Se me había hecho tarde cuando acabé mi ronda.

—Señorita Bellamy —Gordon trasladó su mirada aguda a Meg y Kincaid vio cómo ella agitaba las manos convulsivamente en su regazo—. Entiendo que la señorita Dent habló de suicidio con usted.

—Sí, señor.

Gordon tuvo que inclinarse hacia delante para oírla.

—¿Comprendió usted la seriedad de lo que se le pedía?

Meg levantó la vista hacia él con el rostro colorado y las manos quietas.

—En realidad, no me pidió que hiciera nada. Sólo quería que estuviera a su lado. No quería morir sola. ¿Es que nadie lo entiende? —Meg los miró desafiante, nadie le sostuvo la mirada. Al poco rato, bajó la vista y dijo, con los ojos fijos de nuevo en su regazo—: da igual. Al final ha estado sola de todas formas.

—¿Usted también la vio el jueves? —preguntó Gordon, con un rastro de compasión en la voz.

—Después del trabajo. Le llevé un guiso de curry para la cena. Sabía que no comería mucho, pero normalmente hacía un esfuerzo si veía que yo me había tomado molestias. —Meg levantó la vista hacia el juez de instrucción y habló como si estuvieran solos en la sala—: yo no la habría dejado si hubiera... Nunca. Parecía... Tenía que haber conocido usted a Jasmine. Hasta cuando hablaba de suicidio lo hacía como si tal cosa. Nunca decía: «Meg, tengo miedo» o «Meg, no quiero estar sola». Hacía frente a la muerte sin permitir que se penetrara en su intimidad, pero ese día, el jueves pasado, estaba diferente. No sé cómo explicarlo. —Arrugó la cara, concentrándose, con las manos levantadas como si pudiera arrancar las palabras del aire—. Abierta. Los muros habían caído. Noté claramente su afecto. Y estaba contenta. Eso también lo noté.

—Señorita Bellamy.

Ahora la voz de Gordon era muy suave. Kincaid levantó una ceja. Había considerado a James Gordon insensible a cualquier objeto de compasión, pero Margaret Bellamy parecía inspirar un estímulo de protección hasta en los ánimos más acorazados.

—Señorita Bellamy —repitió—, ese comportamiento puede ser coherente con el suicidio. Tras tomar una decisión, la persona siente alivio, incluso euforia.

Meg levantó la barbilla.

—Eso me han dicho, pero no lo creo. Jasmine no.

—Señor Kincaid, ¿no encontró usted pruebas directas que indicaran suicidio?

—No, señor. Encontramos dos viales de morfina en la nevera, pero la cantidad que faltaba en ellos no era suficiente para correlacionarla con la cantidad hallada en el cuerpo de Jasmine Dent, y no había ampollas vacías en el piso. —Kincaid calló y miró a Gordon mientras organizaba las palabras—. Ella estaba muy débil. Las escaleras le costaban. Supongo que cabe alguna posibilidad de que Jasmine se suministrara una dosis letal de morfina, sacara el contenedor al exterior, tal vez lo enterró en el jardín, y se volviera a acostar para morir. Pero me parece muy improbable. Y ella era una persona organizada y metódica. No creo que se matara sin dejar las cosas claras, por si surgían dudas.

—¿El seguro de vida? —preguntó Gordon—. Podía haber hecho todo lo posible para que su muerte pareciera natural si afectaba a la validez de la póliza.

—La cláusula de exclusión de suicidio había caducado. Ya no importaba.

Gordon, con los labios fruncidos, ordenó los papeles que tenía delante en un montón.

—Bueno, señor Kincaid, en buena conciencia no creo poder dictaminar una muerte por suicidio. La investigación queda aplazada bajo la sección 20 del Acta de Instrucción para que la policía pueda investigar más.

Kincaid asintió con un gesto.

—Gracias, doctor Gordon.

Mientras todos se ponían en pie y se encaminaban hacia la puerta, Gordon detuvo a Kincaid y sonrió por primera vez, dejando caer los formalismos como un caparazón.

—Le habría puesto las cosas más fáciles si hubiera dado un veredicto de suicidio. Prefiero encargarme de un inadaptado social que de estos asuntos domésticos: buenos informes forenses, manchas de sangre, prueba del ADN, perfil psicológico. Para mí es como un hobby —añadió con cierta timidez mientras acababa de meter los papeles en el maletín—. Y también casos históricos, como Jack el Destripador o el doctor Crippen. Creo que me equivoqué de vocación. Tenía que haber hecho patología forense. —Gordon cerró el maletín y les dirigió un rápido saludo mientras iba hacia la puerta—. Bueno, gracias. Les deseo la mejor de las suertes para resolver este caso.

La puerta de la sala se cerró tras él con un chirrido.

Kincaid y Gemma se miraron hasta que rompieron a reír.

—¿Quién lo iba a pensar? —dijo Gemma.

—Es como ver a Maggie Thatcher desnudándose —añadió Kincaid, sin dejar de reír mientras seguían a Gordon hacia fuera de la sala.

El pasillo estaba vacío, el único sonido era el crujido de sus zapatos sobre el linóleo. Tanto Margaret Bellamy como Felicity Howarth habían desaparecido.

—No tenían ganas de quedarse a charlar, ¿eh? Y eso que las has convocado a las... —Gemma echó un vistazo al reloj—... once en punto.

—No es precisamente una ocasión para hacer sociedad —dijo él mientras le abría la puerta a Gemma y salían a la gris mañana londinense. Kincaid, distraídamente, la cogió del brazo cuando un taxi pasó de largo y los roció de agua sucia—. Me da la impresión de que voy a dirigir una farsa con un reparto desganado. «La lectura del testamento» —pronunció con tono sepulcral—. Quizás ha sido una idea absurda, pero... —se detuvo cuando llegó al Midget y abrió la puerta de Gemma—. Tengo poder como albacea de Jasmine para informar a los beneficiarios de la forma que quiera. Y si voy a hacerlo, me gustaría que estuvieses conmigo; tú puedes observar mientras yo dirijo la acción.

* * *

Sid fue directamente hacia Gemma, ronroneando y enroscando su cuerpo negro y lustroso en torno a sus tobillos hasta que ella tuvo que detenerse para no caer encima.

—¡Bruja! —le dijo Kincaid al gato con amargura—, pero si soy yo quien te da de comer.

—Lo has cuidado bien—. Gemma se arrodilló para acariciar al gato. —Se ha recuperado completamente.

Kincaid encendió las lámparas de Jasmine y acababa de abrir los estores cuando sonó la primera llamada en la puerta. Theo Dent, el comandante y Felicity Howarth llegaban juntos envueltos en un silencio incómodo, como tres extraños en un ascensor. Kincaid les dio la bienvenida, y acababa de cerrar la puerta y de recoger sus abrigos, cuando una segunda llamada anunció más llegadas. Dejó pasar a Margaret Bellamy, sin aliento y bastante más despeinada que en la sala de justicia, y detrás de ella, para alegría de Kincaid, a Roger Leveson-Gower. Kincaid cruzó una mirada con Gemma, al otro lado de la estancia, y estuvieron de acuerdo en que cinco personas mostraran tanta puntualidad era decididamente antinatural. Debían estar realmente impacientes.

—¿El correo de Su Majestad no funciona —dijo Roger, apropiándose inmediatamente del centro del escenario— para que haya tenido que causar tantas molestias a todo el mundo? ¿O es que tiene usted una inclinación dictatorial?

Kincaid sonrió.

—No recuerdo haberle invitado a usted.

Roger pasó un brazo de propietario sobre los hombros de Margaret y ella pareció encogerse en cuanto la tocó.

—Alguien tenía que asegurarse de que no engañen a Margaret.

—Y quién mejor que usted...

—Por supuesto —dijo Roger, y la indirecta le pasó por encima de la cabeza; o más bien, delante del ego, pensó Kincaid con malicia.

Haciendo caso omiso de Roger, se volvió hacia el resto del grupo. Felicity había cogido una de las sillas de comedor y se había sentado en su habitual postura erguida; sin embargo, algo en la inclinación de su cabeza anunciaba desánimo. El comandante la imitó y se sentó a su vez, luego se puso a dar vueltas a la gorra entre sus manos, con los ojos azules fijos en la cara de Kincaid. Theo se quedó de pie, solo, tocándose los tirantes nerviosamente con los pulgares.

Kincaid se dirigió a todos ellos.

—No nos llevará mucho rato. Siento mucho haberles causado molestias. Sé que consideran que esto es muy melodramático, pero me parece lo más práctico para abordar este tema. —Hizo una pausa para asegurarse de que todos estuvieran atentos—. Y me parecía que el propósito de Jasmine hubiera sido reunirles de una forma más personal. Una carta llega por correo... —se encogió de hombros— y es como si hubieran ganado las quinielas. Esto no es un regalo anónimo. Jasmine pensó con mucho cuidado sobre lo que quería hacer por cada uno de ustedes. En cierto modo, se trata de su última comunicación. —Kincaid tragó saliva al notar un nudo en la garganta. No había ensayado lo que diría y sus palabras lo pillaron por sorpresa, así como la finalidad que conllevaban.

Los ojos de Meg se llenaron de lágrimas y se soltó del brazo de Roger. Kincaid empezó por dirigirse a ella, pero vaciló y se volvió hacia Theo.

—Jasmine no te ha dejado un legado en efectivo, Theo, pero ha dispuesto liquidar la hipoteca de la tienda. También te ha hecho beneficiario de un buen seguro de vida. —Las emociones fluyeron por el rostro redondo de Theo: la decepción, algo de alivio, y finalmente, la consternación, como si no supiera si había sido beneficiado o castigado.

—Meg, aparte de un par de donaciones menores, Jasmine te deja el grueso de su herencia, que incluye el valor de este piso, las inversiones en bolsa y los bonos.

Roger apretó los labios y parpadeó, pero no logró disimular el placer que le iluminó el rostro. Meg en cambio parecía más desgraciada que nunca.

—Señora Howarth y comandante Keith —prosiguió Kincaid—, Jasmine les ha dejado a cada uno mil libras, como «reconocimiento por su amistad», y también ha hecho un donativo a la RSPCA[2]. Creo que esto es todo. Tengo una copia para cada uno de ustedes. —Señaló el montón de papeles que había dispuesto en la mesa del comedor—. Si tienen la...

—No es justo. —Felicity se había puesto tan blanca como la blusa que llevaba debajo de la chaqueta gris marengo, y sacudió la cabeza vehemente de un lado a otro—. No puedo aceptarlo. Cuidarla era mi trabajo, no me esperaba...

—Ni yo. —El comandante se puso en pie, arrugando su gorra de tweed entre los dedos romos—. No me parece bien. Que se nos fuera tan pronto ya es..., pero sacar provecho de su muerte... —Se interrumpió, miró a su alrededor como si alguien pudiera darle las palabras para seguir, luego dijo—: Perdonen. —Se volvió bruscamente y salió por la puerta.

En el silencio que se hizo a continuación, Kincaid oyó cómo se extinguía la vibración del portazo.

Meg dio un paso hacia la puerta.

—Pero ¿nadie puede hacer algo? ¿Hablar con él? Seguro que Jasmine no quería que se lo tomara tan... Sólo quería agradecerle su amabilidad.

—No seas boba. —El desdén de Roger era evidente—. Estoy seguro de que se le pasará muy pronto.

Kincaid se dirigió a Felicity.

—No sé si puede rechazar el donativo legalmente. Tendrá que hablarlo con el abogado de Jasmine. Desde luego tiene la prerrogativa de emplear el dinero como quiera, donarlo en beneficencia, si se siente más cómoda.

—Nada hará que me sienta cómoda. Sencillamente, no lo acepto.

El creciente tono de voz de Felicity era la primera grieta que Kincaid veía en su conducta profesional.

Meg se arrodilló delante de su silla y la miró con seriedad.

—Jasmine hablaba mucho de lo buena que eras con ella y cuánto valoraba tu sinceridad. «No se anda con pamplinas», decía. —Sonriendo al recordar, Meg continuó—: eso le gustaba. Eras la única persona en quien podía confiar y que le decía las cosas tal como estaban. La mayoría le fallábamos. Es más fácil fingir que todo va a resolverse. —Meg se apoyó en los talones y apartó la vista, deteniéndola en la tela de su vestido—. Incluso cuando hablaba de suicidarse, yo no me lo acababa de creer, no me parecía real. Era como una película o una obra de teatro. —Miró a todos, menos a Roger—. ¿Lo entienden?

—Sí —dijo Theo. Había dejado de sobarse nerviosamente los tirantes mientras escuchaba a Meg, y ahora se dejó caer despacio en una silla de la otra punta de la mesa y se apoyó en los codos—. Conmigo era igual. Yo tenía que haberlo comprendido cuando dijo que estaba mejor, pero que no quería verme. Debí insistir, venir a Londres y acampar en el umbral hasta que me dejara pasar, hacer lo posible por ella. —Levantó las manos, en un gesto de impotencia—. Sin duda ella sabía que yo optaría por la vía más fácil, como he hecho siempre. Jasmine siempre ha estado pendiente de mí, enfadada conmigo las mayoría de las veces —sonrió—, pero pendiente, y yo no quería creer que las cosas cambiarían. —Theo hizo una pausa y observó a Meg—. Me alegro de que mi hermana te conociera, Margaret. Tú no le fallaste.

—¿No? —preguntó Meg, mirando a Theo a los ojos.

Roger puso los ojos en blanco, con repulsión.

—¡Qué acaramelado resulta todo esto!, creo que voy a vomitar.

El hechizo se rompió. Meg apartó la vista de Theo, luego se miró a sí misma y Kincaid notó que poco a poco se hacía consciente de sí misma al percatarse de su torpe postura. Cuando trató de ponerse en pie, se pilló el dobladillo de la falda en un tacón y sonó un desgarrón. Volvió a agacharse con una mueca.

Felicity le dijo:

—Espera, yo te ayudo.

Parecía haber recuperado cierta compostura mientras escuchaba a Meg y Theo, y ahora se apresuró a hacer su papel habitual. Arrodillada en el suelo, soltó el tacón del dobladillo rasgado de Meg.

—¿Estás bien? Creo que necesitarás aguja e hilo para arreglarla del todo.

Roger cruzó los brazos y dijo con exagerada paciencia.

—¿Has acabado ya, Margaret? —pero no hizo ningún gesto para ayudarla a levantarse.

Felicity se incorporó, le tendió una mano a Meg y recogió el bolso de la silla. Se volvió a Kincaid y dijo, pausadamente, como si hubiera estado ensayando sus palabras:

—Señor Kincaid, siento mucho todo este jaleo. He sido injusta arremetiendo contra usted. Me doy cuenta de que no es responsabilidad suya, tomaré las medidas necesarias para resolverlo.

—¿Irá a ver a Antony Thomas? ¿O a su propio abogado?

—Sí, en cuanto...

—¿Cuánto tardará? —intervino Roger—. Me refiero a la sucesión.

Kincaid levantó una ceja.

—¿Tiene Margaret alguna prisa especial?

—¿Vais a dejar de una vez de hablar de mí como si yo no estuviera? —Meg los miró furiosa—. No, no tengo ninguna prisa por tener el dinero de Jasmine. No lo he querido nunca y no me importa si no veo un penique. —Calló, tomó una bocanada de aire y disparó la última salva—. ¡Y por mí podéis iros todos al infierno!

Y salió como una exhalación del piso, con una dignidad en su furia que no podía estropear el dobladillo roto.

Roger se encogió de hombros como si dijera: «¿Y qué se le va a hacer?», y la siguió, recogiendo la copia del testamento de Meg al pasar.

Para sorpresa de Kincaid, Theo fue el primero en recuperar el habla.

—Ella se merece algo más, ¿qué verá en ese maldito imbécil? —En cuanto pronunció estas palabras, se puso tan colorado como sus tirantes y murmuró, mirando a Gemma y a Felicity—: perdón. ¡Qué maleducado soy! Yo también me voy a marchar.

Con todo, no se olvidó del testamento.

Felicity se volvió a Gemma y a Kincaid.

—Han sido ustedes muy amables —dijo, con una breve sonrisa en los labios—, aunque no creo que la amabilidad fuera su objetivo. Señor Kincaid, esta investigación será muy dura para Margaret y Theo, ya ahora tienen que vérselas con el dolor y el sentimiento de culpa, pero supongo que no querrá abandonar, ¿verdad?

Kincaid sacudió la cabeza.

—No, lo siento.

—Ya lo imaginaba. —Felicity suspiró y consultó su reloj—. Bueno, pues me marcho. Tengo pacientes que me esperan.

Recogió el bolso y el abrigo y salió del piso.

—Salen todos —murmuró Kincaid por lo bajo. Se sentó en el borde de la cama de hospital de Jasmine—. Salen todos los actores. Te has fundido admirablemente con el decorado —añadió, y miró a Gemma, que seguía con la espalda contra el mostrador de la cocina.

Fue hasta una de las sillas del comedor. Sid, que se había esfumado la primera vez que llamaron a la puerta, apareció de repente y saltó encima de su regazo. Gemma le acarició la cabeza distraídamente, mientras hablaba.

—No esperaba que nuestro querido Roger pudiera contener su regocijo, pero tampoco Theo ha protestado demasiado.

Kincaid arqueó la ceja.

—¿Y los demás? ¿Han protestado mucho?

La sonrisa de Gemma encerraba una punta de malicia.

—Tu dócil Meg parece estar sufriendo una transformación inesperada en tigresa. ¿Te gustaría ser una mosca en la pared cuando Roger y ella tengan una conversación más privada?

—¿Te has fijado —dijo Kincaid— en que Meg parecía perfectamente informada sobre las intenciones de Jasmine?

* * *

Meg estaba arrellanada en el borde de la cama, tiritando. Los restos de la calidez de la noche se habían filtrado por las rendijas, y el único radiador de la estancia estaba helado. La generosidad de la señora Wilson no se extendía a mantener la habitación de sus inquilinos caliente durante el día. No tenía paciencia con los gandules, y lo reiteraba a menudo desde los cálidos confines de su cocina.

Desde luego, Meg no solía estar en casa en pleno día laborable. Se había tomado un día libre sin sueldo por asuntos personales, y el consentimiento inmediato de la señora Washburn a su petición le hizo sospechar que sus días en la oficina de Planificación estaban contados. La perspectiva casi la alivió.

Los fines de semana, cuando la habitación empezaba a enfriarse, salía a comprar, a caminar sin rumbo por las calles, y los últimos meses, a pasar el día con Jasmine.

El crujido de un papel hizo que se volviera a mirar a Roger, sentado al lado de la mesa, masticando pensativo el último trozo de una empanadilla de patatas y carne, su empanadilla, de las dos que había comprado en la panadería de la esquina. Meg había dado un mordisco a la carne fría y aceitosa con sabor a cebolla y tuvo que reprimir una arcada.

Roger arrugó el papel a prueba de grasa y lo lanzó en dirección de la basura al otro lado de la habitación, pero falló. Se encogió de hombros y lo dejó donde estaba.

—Roger, ¿es que no puedes...? —empezó Meg, pero se detuvo, incapaz de encontrar las palabras que lo animaran a irse sin provocar su genio.

—¿Quieres que me vaya, verdad, amor mío? —dijo Roger con suavidad, cruzando el cuarto para sentarse a su lado en la cama. Ella sintió un espasmo en el estómago y las manos le empezaron a temblar—. ¿Dejarte sólita? No lo haría nunca, Meg, cariño. —Recorrió la espina dorsal de ella con los dedos—. ¿Entiendes lo que significa, verdad, Meg? La sucesión del testamento de Jasmine no tardará, y entonces estaremos bien. Un piso decente, tal vez unas vacaciones en algún lugar. ¿Te gustaría ir a una playa en España, Meg? ¿Tomar el sol y beber piña colada?

Mientras hablaba empezó a desabrocharle la blusa, y ahora le pasó un dedo por el borde del sujetador.

Meg notó que los pezones se le endurecían y se le hacía un nudo involuntario en el vientre.

—Roger, no podemos. La señora Wilson...

—Estará durmiendo la siesta delante de la tele. No oirá nada si te portas bien. Y yo quiero que te portes bien no como esta mañana, cuando has armado esa escenita. ¿Qué va a pensar el comisario, cariño, si despotricas y desvarías como una verdulera? —La empujó de espaldas sobre la almohada y le subió las piernas a la cama—. No está bien, Meg. ¿Me oyes? —preguntó, con la voz todavía más suave.

Meg asintió. A la luz gris y fría que entraba por la ventana, vio las finas pecas del rostro de él y la piel enrojecida en su camisa abierta. Meg se aferró al recuerdo de cómo lo había desafiado aquella mañana, que la envolvía a modo de una segunda piel.

Roger se quitó los tejanos y la camisa, sin preocuparse por acabar de desvestirla a ella. Las sábanas arrugadas formaban un bulto bajo sus omoplatos, y Meg se centró en la incomodidad, pensando que si se concentraba en ese detalle podría reprimir el traidor deseo de su cuerpo. Roger descendió sobre ella con un leve gruñido.

Meg volvió la cara hacia la pared.