12
La promesa de lluvia de la noche anterior se cumplió. Kincaid escrutaba a través del parabrisas del Midget hacia la luz gris, en un esfuerzo por ver la carretera, mientras los limpiaparabrisas iban de un lado a otro, expulsando la llovizna. Había dejado la M3 en Basingstoke y se había dirigido hacia el oeste por la autopista hacia Dorset.
La decisión, madurada en algún momento entre el café y la salida de casa hacia la jefatura, lo había pillado por sorpresa. Había soñado con Jasmine —la niña orgullosa de los diarios, no la Jasmine de carácter reservado inquebrantable, frágil por la enfermedad— y se despertó con la huella de su imagen escribiendo en su cuartito de la buhardilla.
Había un salto después del pasaje sobre el muchacho, y cuando volvió a escribir era ya sobre su vida en Londres, la búsqueda de un piso, la adaptación al nuevo trabajo. Comparados con los pasajes anteriores, estaban extrañamente carentes de emoción, como si los diarios hubieran quedado relegados a registrar hechos triviales.
Kincaid se había rendido al cansancio, pero se había despertado nuevamente preocupado. Había hecho unos rápidos cálculos. Jasmine tenía veintidós años en aquella última anotación, y a él se le antojaba extrañamente inmadura. Si no hubiera crecido acostumbrada a cuidar de Theo a causa de la vida que le había tocado, tal vez el hecho de que hubiera llegado a veinte años sin experiencias sexuales no le habría llamado tanto la atención; cuanto más pensaba en ello, menos le sorprendía: madura para su edad en algunas cosas, Jasmine había seguido siendo una marginada. No habría encajado con los flirteos de los adolescentes ni con su ruda camaradería, y la vida de un pequeño pueblo inglés no favorecía las aventuras.
Con aquella inesperada peregrinación, albergaba la esperanza de encontrar alguna respuesta en la aldea de Briantspuddle, de que allí hubiera quedado algún resto del paso de la infancia a la edad adulta de Jasmine.
* * *
El camino corría como un túnel entre los altos setos, hundiéndose y retorciéndose como la madriguera de un conejo. Algunos espacios vacíos en los muros de vegetación revelaban sólo campos embarrados. Kincaid había comprobado el mapa cuando hubo parado a comer algo en Blandford Forum, pero empezaba a preguntarse si se habría saltado la última señal, justo cuando el camino cruzó un riachuelo, viró repentinamente hacia la derecha y lo llevó a un claro. Una hilera de casitas blancas se extendía por la carretera y una señal en el centro de la bifurcación anunciaba «Briantspuddle».
Kincaid se detuvo en la intersección. Ninguna iglesia... ningún pub. Sin estos dos puntos de información, su tarea iba a ser más ardua. Tomó la bifurcación hacia el oeste, con la esperanza de encontrar alguna posible fuente de cotilleos.
A unos pocos centenares de metros, se topó con otro conjunto de casas, menor incluso que Briantspuddle. Éstas estaban pintadas de colores pastel, no de blanco, pero aparte de las espirales de humo que salían de algunas de las chimeneas, la pequeña aldea parecía un desierto. Una cruz de piedra y la figura de una virgen de piedra tallada en un hueco del pie, parecían atraer las casas de alrededor como fieles en torno al predicador.
Kincaid detuvo el coche y salió. La lluvia había disminuido hasta convertirse en una llovizna tan fina que había hecho chirriar los limpiaparabrisas, y ahora se dio cuenta de que había cesado. Dio la vuelta a la cruz y examinó su peculiar construcción. El diseño le recordó una cruz tradicional. Delante estaba la virgen cobijada bajo un tejadito en punta en la base de la aguja, mientras que detrás una figura mayor no identificada parecía flotar en el centro de la columna. Había una inscripción alrededor de la base cuadrada de la columna, y Kincaid la leyó mientras daba la vuelta a la cruz de nuevo: «En verdad el pecado es causa de todo este dolor. Pero todo irá bien, todo irá bien, y todas las cosas sin excepción irán bien».
Kincaid volvió al coche y retomó el camino por el que había venido. Cuando llegó nuevamente a Briantspuddle, dejó el coche en la cuneta y apagó el motor. Bajó del coche y percibió el aire fresco que envolvía su piel como una capa. Respiró hondo y el profundo y húmedo silencio le dio vigor.
Un leve ruido rítmico rompió el silencio y Kincaid se volvió, buscando el origen. Algo se movía detrás del seto de la casita mejor cuidada, debajo de una fila de ciruelos en flor y de ramilletes de forsitias amarillo brillante. Dio unos pasos hacia allá y el movimiento se resolvió con la aparición de una coronilla gris; ya más cerca, una mujer mayor de rodillas escardaba las flores.
La mujer levantó la vista sin sorprenderse, y le sonrió.
—Tengo que aprovechar —dijo, señalando las nubes grises y bajas—, no durará mucho.
Hablaba como una persona culta, con un leve deje de Dorset.
Kincaid se metió las manos en los bolsillos y esbozó la mejor de sus sonrisas.
—¡Qué bonito seto!
Vista más de cerca, la mujer parecía frágil, de quizá más de ochenta años, vestida con una falda de tweed y un conjunto de jersey y cárdigan bajo una chaqueta vieja y manchada. Llevaba el fino cabello gris recogido en un moño en la coronilla, y en los pies no llevaba los gruesos zapatos esperados, sino un par de zapatillas de básquet de nailon fluorescente.
Con el ceño fruncido, meditó muy seria la observación y, por fin, sacudió la cabeza.
—Y eso que no ha visto los rododendros. En un mes estarán preciosos. Esos —señaló con la paleta los pensamientos y los narcisos— sólo son el primer acto.
Esta vez Kincaid sonrió sinceramente, seducido por su sentido del humor.
—¿Un aperitivo?
—Muy bien. —Le devolvió la sonrisa, con las manos enguantadas en las rodillas, y Kincaid pensó que en sus tiempos debió de ser muy guapa. En su mirada había curiosidad mientras escrutaba su rostro—. ¿Está usted de paso? —pero enseguida añadió—: ¡Qué pregunta más tonta!, Briantspuddle no está de paso hacia nada.
—No, no exactamente. ¿Lleva mucho tiempo aquí?
—Depende de lo que usted llame mucho. Desde antes de la guerra. Eran los buenos tiempos de Briantspuddle. Ernest Debenham, el magnate de los grandes almacenes, decidió que haría de esto un pueblo granjero modelo. Estas casas las construyó o las restauró él. —Levantó la ceja, coqueta—: ¿Sabe a qué guerra me refiero, joven?
—Usted no estaba todavía en la primera, y mucho menos para recordarla.
—Eso lo dice para halagarme. —Se frotó los guantes uno contra otro y se levantó con una mueca. Kincaid le tendió una mano y ella hizo un gesto para agradecérselo.
—¿Se acuerda de una mujer llamada May Dent, por casualidad?
Ella puso cara de sorpresa.
—¿May? Pues claro. Fuimos vecinas durante años. Vivía justo enfrente, ahí. —Kincaid se volvió hacia donde señalaba: la casa estaba retirada de la carretera, al fondo de un camino bordeado de arbustos. Ninguna flor alegraba su severidad en blanco y negro, y las altas ventanas bajo el alero de paja le daban un aspecto misterioso.
Sacó del bolsillo de la chaqueta la placa de identificación y la abrió ante la mirada asombrada de la mujer.
—Soy Duncan Kincaid.
Ella miró la placa y lo miró a él, levantando las cejas expresivamente.
—No parece usted un pez tan gordo.
Kincaid se echó a reír.
—Gracias por el cumplido.
Ella se sonrojó.
—Estoy quedando como una idiota. Nunca he querido ser una de esas señoras pesadas que creen que todos los menores de sesenta deberían ir en pañales. Yo soy Alice Finney, por cierto.
Le tendió la mano a Kincaid y él la tomó, notando la ligereza de sus huesos entre sus dedos.
—Señora Finney, ¿recuerda a los sobrinos de May Dent, que vinieron de la India a vivir con ella?
Ella lo miró consternada.
—Claro que me acuerdo de Jasmine y Theo, tan bien como de mi nombre, pero de eso hará treinta años. ¿Por qué quiere saber de ellos?
—Es que... —dijo él tomando aire mientras pensaba en cómo decirlo.
Alice Finney sacudió la cabeza.
—No, no —indicó las fachadas blancas de las casas—, no es un tema para hablar en medio del pueblo. Mejor que pase usted. Voy a preparar el té, y puede contármelo con comodidad desde el principio.
—Sí, señora Finney —respondió Kincaid, dócil como un escolar, y la siguió.
* * *
Con el platillo en equilibrio sobre la rodilla, Kincaid levantó la taza de porcelana, tan delicada que tuvo miedo de quebrarla con el aliento. Al otro lado de las ventanas del salón, volvía a lloviznar, mientras iba perdiendo intensidad el color de los ciruelos en flor hacia un pálido tono aguado. Alice Finney se arrodilló delante de la chimenea y encendió un pequeño fuego con carbón. Cuando Kincaid fue a ayudarla, le hizo un gesto disuasivo.
—Lo llevo haciendo sola cincuenta años. Ahora no necesito que me mimen.
Se sentó enfrente de él en un sillón de brocado, con el asiento un poco gastado por el uso. Ante la mirada inquisitiva de Kincaid, ella cogió su taza y continuó:
—Jack y yo llevaríamos cincuenta y cinco años casados esta primavera. Era piloto, murió con más gloria que otros... en el aire en lugar de la trinchera. No creo que fuera mucho consuelo para él. —Le sonrió de repente, traviesa—. No ponga esa cara de funeral, señor Kincaid. Si le soy sincera, hay días que no me acuerdo bien de cómo era, hace tanto tiempo... Y a mi edad recordar es sólo una indulgencia sentimental. Hábleme de Jasmine y Theo Dent.
En el ajado salón cálido y acogedor de la señora Finney, la presentación ensayada por Kincaid se disolvió.
—Jasmine Dent era mi vecina. Y amiga. Era una enferma terminal de cáncer de pulmón, y cuando murió, al principio, supusimos que la enfermedad había avanzado más rápidamente de lo esperado.
Alice Finney escuchó con atención, sin apartar los ojos del rostro de Kincaid ni siquiera para tomar té. Al oír que Jasmine había muerto, apretó los labios en una pequeña mueca.
—Pero luego hemos descubierto que Jasmine pidió a una joven amiga que la ayudara a suicidarse y, en el último minuto, se echó atrás. Mandé que hicieran la autopsia. —Kincaid hizo una pausa, pero Alice no lo interrumpió—. Murió de sobredosis de morfina, y no creo que se la administrara ella misma.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros.
—Podría darle muchas razones lógicas, pero es más una corazonada que otra cosa, para ser sincero. No lo creo, sencillamente.
—Y eso le ha traído hasta aquí. —Alice se inclinó hacia delante y levantó la tetera de la mesita ovalada para llenar de nuevo las tazas—. Le diré lo que pueda.
Se sentó silenciosamente por un instante, con los ojos fijos en la nada mientras se ordenaba las ideas, luego suspiró.
—Fue un mal asunto desde el principio. May Dent no debía tener niños a su cargo. Carecía de capacidad para amarlos, aunque para ser sincera tengo que decir que tal vez con Theo lo intentó. Era una amargada, una de esas personas que siempre creen que la vida las ha defraudado. Quizás quería a su hermano más de la cuenta, aunque entonces —las comisuras de los labios de Alice hicieron un gesto burlón— no se hablaba sobre esos temas. Cualquiera que sea el motivo, despreciaba a su cuñada, nunca hablaba bien de ella.
—¿Y Jasmine? —Kincaid se levantó, se acercó a la chimenea y removió el fuego incipiente.
—Jasmine le recordaba a su cuñada. La cuestión es que se llevaron muy mal desde el momento en que se vieron. Y Jasmine... Jasmine era difícil. Yo ya había dejado la enseñanza cuando cerraron la escuela del pueblo, y los niños iban a la escuela privada más cercana, pero seguí teniendo conocidos al tanto de los cotilleos...
—¿Era usted la maestra del pueblo? —preguntó Kincaid, encantado con la visión de una Alice joven, desempeñando su tarea con el mismo humor suave.
—Tenía dos niños que criar, y no era rica ni perezosa —respondió, vivaz—. Jasmine —prosiguió, como si no se hubiera interrumpido— no gustaba. Tal vez no activamente, pero no encajaba, los demás no estaban cómodos a su lado. —Alice hizo una pausa, ceñuda—. Era una niña guapa, pero de una forma especial, diferente. No sabían cómo tratarla. Yo intenté hacer buenas migas con ella, pensé que necesitaba confiar en alguien, pues en May no podía. Era reservada, misteriosa, impenetrable.
Kincaid asintió.
—¿Y qué hay de Theo? ¿Encajaba mejor?
Alice se apoyó en la silla y estiró las piernas hacia el fuego. Kincaid observó, por encima de las lengüetas acolchadas de las zapatillas, que todavía tenía los tobillos bonitos.
—Se podría decir que Theo se adaptó mejor. Para empezar, tenía un aspecto más inglés. Perdió su acento colonial enseguida. Supongo que Jasmine no llegó a perderlo nunca, ¿verdad? —preguntó Alice a Kincaid—. Tenía ese modo tan preciso de enunciar y ese tono cantarín propio de los hablantes de los dialectos hindús.
—No, nunca lo perdió; es más, con la enfermedad se acentuó. —Kincaid se dio cuenta de que la voz de Jasmine había sido una de las cosas que lo atrajo, junto con su inteligencia y su sentido del humor rápido y mordaz.
—Theo se hizo amigo de los niños del pueblo, o al menos, le permitían estar con ellos. Y May al principio lo mimó un poco. Sólo tenía diez años cuando llegaron, al fin y al cabo. Era pequeño todavía. Pero siempre tuvo ese aspecto de cachorrillo extraviado, como si fueran a darle una patada en el momento menos pensado.
—¿Y cuando crecieron?
—Lo que siempre me sorprendió —dijo Alice— es que Jasmine se quedara tanto tiempo. Supongo que era su sentido de la responsabilidad hacia Theo. Era muy protectora con él, y muy celosa de May. Sobre todo cuando Theo empezó a meterse en líos.
—¿En líos? ¿Theo? —Kincaid se irguió, su interés se aceleró.
Alice matizó el comentario.
—Bueno, no creo que Theo hiciera nunca nada malo de manera malintencionada, pero era de esos chicos que atraen la mala suerte, a los amigos poco recomendables. Siempre estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, no sé si me explico.
Kincaid sonrió.
—Eso me suena. ¿Y cómo reaccionaba May ante las pequeñas correrías de Theo?
—Al principio lo defendía, pero cuando Jasmine se marchó, las correrías se volvieron más serias que quemar los campos y dar vueltas en coches robados. —Alice se inclinó hacia delante, cogió una galleta de la bandeja y la mordisqueó—. Son de chocolate. Mi único vicio —dijo, como disculpándose—. May dejó de hablar de mandarlo a la universidad. Eran castillos en el aire, de todas formas, pues nunca le había ido tan bien en la escuela como para eso.
—¿Sabe por qué se marchó Jasmine? —preguntó Kincaid, tanteando ahora con delicadeza.
—No, aunque siempre me lo he preguntado. Se fue de un día para otro. May se puso furiosa. La llamó zorra ingrata, que para May era un fuerte insulto. Por supuesto, desde el momento en que Jasmine dejó la escuela, May no había hecho nada más que quejarse de ella, sobre la carga que era y las ganas que tenía de que se largara... y eso que creo que Jasmine empezó a pagarle parte de los gastos de la casa en cuanto tuvo el primer empleo. Y no era que May no pudiera mantenerla...
—Era de esperar que May estuviera encantada, pues.
—Exacto, pero así era May. Nunca estaba satisfecha, sobre todo cuando conseguía lo que quería. —Alice miró fijamente el fuego y Kincaid aguardó sin interrumpir—. Pero pasó algo... yo lo habría achacado a las malas lenguas si Jasmine no hubiera desaparecido tan pronto.
—¿Un rumor?
—Sí... que Jasmine se veía con ese chico de Bladen Valley, el que no estaba en sus cabales. ¿Ha venido usted por Bladen Valley? —señaló hacia el oeste—. Otro experimento. Construido durante la Primera Guerra mundial para albergar a los trabajadores de la finca. Un buen sitio para un monumento conmemorativo de guerra, supongo.
—¿Eso es la cruz de piedra?
Alice asintió.
—Del escultor Eric Gill. Se supone que es una tal santa Juliana, una mística del siglo quince. Nunca he sabido qué tiene que ver con la guerra.
—Señora Finney —Kincaid la devolvió al tema con suavidad—, ¿qué le pasaba al chico?
—No sé bien. No era retrasado. Más bien desequilibrado, enfermo mental, tal vez. Dado a arrebatos de violencia, si era verdad lo que se contaba, pero hace mucho tiempo de eso.
Suspiró.
—La he cansado —dijo Kincaid, inmediatamente contrito—. Lo siento.
—No, no, si no es eso. —Alice Finney se irguió, recuperando sus modos vigorosos—. Es que me da rabia no recordar el nombre del chico. No me gusta no recordar las cosas, me hace sentir vieja. —Sonrió—. Y, por supuesto, no lo soy.
—Por supuesto —convino Kincaid.
—Toda la familia del chico se fue, creo. La madre lo metió en un centro cuando Jasmine se marchó, me parece. Y ella murió hace quince o veinte años. No había más parientes, que yo recuerde.
—¿Qué le pasó a Theo cuando Jasmine se fue?
—Acabó la escuela, si recuerdo bien, pero luego no sabía qué hacer. No encontraba trabajo, se metía cada vez en más líos. Entonces May murió. Cogió una neumonía y se nos fue, de un día para otro. Jasmine no volvió ni siquiera para el entierro, y cuando las cosas de May estuvieron arregladas y la casa vendida, Theo también desapareció. Y no he vuelto a oír hablar de ellos hasta hoy.
—¿Sabe si May les dejó algo?
—Les debió dejar unos ahorros considerables. Era increíblemente avara... Gestionó la herencia mucho mejor que su hermano, por lo visto, pero no tengo ni idea de cómo la repartió entre los niños. No tenía más parientes. Pudo dejarlo todo a un hogar de gatos extraviados, no lo sé. —Hizo una pausa y juntó cejas, concentrada—. Podría usted preguntar en el despacho del abogado de Blandford Forum.
—¿Dónde trabajaba Jasmine? ¿Todavía existe?
—Entonces era el único, así que sin duda se ocuparon de los papeles de May. El viejo señor Rawlinson murió, y el hijo tal vez no recuerde a Jasmine, pero puede usted probar.
Kincaid se levantó.
—Me ha ayudado usted mucho. No quería robarle tanto tiempo.
—Tonterías. —Se levantó, rechazando la ayuda ofrecida por Kincaid—. ¿Cree que tengo algo mejor que hacer que tomar té con un joven atractivo tan interesado en todo lo que le digo? Es el sueño de todas las ancianas, querido.
Kincaid sintió la necesidad repentina de hacer algo muy impropio, muy poco inglés. Le puso la mano en el hombro y dijo:
—Es usted encantadora. Jack era un hombre muy afortunado. Si fuera unos años mayor, Alice Finney, me casaría con usted.
Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, y su piel era tan suave como los labios de una muchacha.
* * *
Blandford Forum, le había informado Alice, se había quemado de arriba a abajo el verano de 1731. El fuego se inició en la cerería y se propagó rápidamente de un techo de paja a otro. Trágica como debió de parecer la destrucción en ese momento, Blandford Forum había resurgido de sus cenizas como una joya georgiana. La oficina de Rawlinson e hijos, Abogados, se hallaba en un edificio de época de la reconstruida Market Place.
Kincaid se esforzó por ver a través del cristal esmerilado de la puerta interior y distinguió solamente formas borrosas. Abrió la puerta y los bultos resultaron ser muebles corrientes de una salita de espera, un escritorio y, tras él, una recepcionista.
Ella se dio la vuelta y le sonrió.
—¿Qué desea?
—Bueno, no lo tengo muy claro, para serle sincero. ¿Está el señor Rawlinson?
—Está en el tribunal esta tarde. —Consultó su reloj y añadió—. Me temo que tardará un rato todavía. ¿Quiere usted una cita?
Muy diplomática, no añadió, pensó Kincaid, que cualquier estúpido que se preciara la habría pedido antes. La placa del escritorio decía: «Carol White», un nombre muy inglés. Y era muy apropiado: de mediana edad, con buen tipo, un rostro abierto y simpático y una bonita cabellera castaña y ondulada a la altura de los hombros; en pocos años empezaría a convertirse en una dama de edad, pero todavía era muy atractiva.
—¿Se trata del joven señor Rawlinson?
Ella lo miró perpleja, pero todavía educada.
—El señor Rawlinson padre falleció hace diez años. No es usted de aquí, ¿verdad?
—De Londres, en realidad. —Kincaid volvió a sacar la identificación del bolsillo y se la mostró.
—¡Ah! —Ella abrió mucho los ojos y lo miró a la cara para después volver a considerar el carnet—. Vaya, hombre. ¿Y qué quiere Scotland Yard de nosotros?
Kincaid notó que tomaba aire con brusquedad. Era la reacción del ciudadano corriente ante la aparición inesperada de un policía, y se apresuró a tranquilizarla.
—Información muy antigua. ¿Podría ser que el señor Rawlinson recordara a una chica que trabajó aquí hace casi treinta años? Se llamaba Jasmine Dent.
Carol White se quedó mirándolo y dijo, despacio:
—No, el señor Rawlinson todavía debía de estar en la escuela, pero yo sí. Yo recuerdo a Jasmine.
Sin que nadie se lo ofreciera, Kincaid tomó una silla para las visitas y la acercó al escritorio, sin apartar la vista de Carol White.
—¿Usted?
Ella continuó, vacilante.
—Sé que es una estupidez por mi parte, pero no me gusta reconocer que llevo aquí el tiempo que llevo. Vine directamente aquí después de dejar la escuela, como Jasmine, pero ella era un par de años mayor.
—¿El señor Rawlinson necesitaba dos secretarias?
—¡Ya lo creo! —Sonrió, mostrando unos dientes uniformes y blancos—. Al señor Rawlinson le gustaban las chicas guapas, y las dos lo éramos, si me permite decirlo. —Levantó la mano, como para impedir que Kincaid la interrumpiera, y añadió—. Bueno, no quiero decir que fuera un viejo verde, nunca intentó nada que yo sepa, pero hacía un poco el pícaro. Y puesto que nos pagaba el salario mínimo de la época, supongo que se lo podía permitir.
Como se había movido en torno al escritorio de Carol, Kincaid descubrió que lo que había creído un vestido era en realidad una túnica hasta el muslo, debajo de la cual llevaba unos pantalones adherentes negros y zapatos de tacón alto. Ella siguió su atenta mirada y se echó a reír.
—La ropa es una cortesía de mi hija adolescente, que no soporta que su madre salga como una sosa. —Luego, más seria—: en realidad, creo que el señor Rawlinson quiso prepararme como sucesora de Jasmine. Le debió de dejar claro, como a todo el mundo, que no pretendía pasarse la vida en este angustioso pueblo. Jasmine era muy ambiciosa, señor Kincaid. ¿Qué ha sido de ella? ¿Ha tenido éxito? No me la imagino como ama de casa y madre.
—No, no se casó. Y sí, le fue bastante bien. Era supervisora en una oficina de planificación.
—¿Era? —preguntó Carol White, bajito—. ¿Es que...?
—Tenía cáncer.
—¡Oh, cuánto lo siento! —Se le llenaron los ojos de lágrimas y sacudió la cabeza—. ¡Dios mío, qué tonta soy! Si ni siquiera éramos amigas, ni he pensado en ella en años, pero es que cuando oigo que algún conocido de la juventud ha muerto, me toca directamente aquí. —Se golpeó el pecho con el puño, luego buscó una caja de pañuelos en un cajón de la mesa y se sonó—. Es un recordatorio de mi propia mortalidad, supongo. Si puede pasarles a ellos, puede pasarte también a ti.
—Entiendo lo que quiere decir —dijo Kincaid, pensando en su propia reacción, no sólo ante la muerte de conocidos, sino también de extraños, una dolorosa sensación de pérdida que nunca había llegado a controlar.
—Pues no entiendo. —Carol se acabó de secar los ojos y tiró el pañuelo a la papelera junto a su mesa, al tiempo que se recomponía—. ¿Por qué pregunta por Jasmine?
Kincaid le dio una respuesta más breve de la que había dado a Alice Finney, pero ella asintió, aparentemente satisfecha. Tantos años en un despacho de abogados le habrían enseñado la discreción.
—¿Y dice que no eran muy amigas?
—Bueno, hablábamos, como hablan las chicas en el despacho, sobre lo que pasaba, y a quién le había tocado más el trasero esa semana el señor Rawlinson. Sólo cháchara, en realidad, pero si me aventuraba en algo demasiado personal, se cerraba en banda. —Carol hizo una pausa, arrugando la cara, concentrada—. A veces... a veces me daba la sensación de que Jasmine no había tenido nunca amigos, no sabía qué hacer con ellos.
—¿Y qué la llevaba a pensar que fuera tan ambiciosa?
—Londres. No hablaba de otra cosa. Y ahorraba hasta el último penique, se traía la comida de casa cada día, hasta hacía de canguro por las noches para ganar algo más. Recuerdo que se llevaba mal con su tía, la tutora.
Kincaid sonrió.
—De eso no cabe duda —dijo, y volvió al punto anterior—. ¿Jasmine no salía, entonces, si contaba tanto el dinero? Una chica guapa de esa edad tendría muchas cosas que hacer en una población como ésta.
Carol sacudió la cabeza.
—Yo incluso intenté varias veces que quedáramos en una doble cita, pero ella no quería.
—¿Hablaba de hombres? No quiero parecer machista, pero me parece lo natural.
—Yo seguro que no hablaba de otra cosa, día y noche —dijo Carol, con risa—. ¡Qué aburrida debía de ser, ahora que lo pienso! Pero Jasmine... no, no que yo recuerde. —Miró un instante al vacío, sin fijar la vista, y Kincaid aguardó.— Pero pasó algo. Dos meses antes de que se fuera estaba distinta... con la cara del gato que se ha zampado el canario. A veces, casi me esperaba que se relamiera los bigotes.
—¿Pero nunca le confió nada?
Esta vez sacudió la cabeza con melancolía.
—No, lo siento.
—¿Y cuando se marchó? ¿Le había dicho algo antes?
—Me quedé tan sorprendida como todo el mundo. Un buen día entró, dio la noticia, vació su cajón y se marchó. El señor Rawlinson se puso furioso, como puede imaginarse.
—¿Y después de eso tuvo noticias de ella?
—Ni una palabra, pero ese día me llevó aparte para despedirse de mí y me deseó suerte.
Esta vez fue Kincaid quien se quedó en silencio, pensando que probablemente aquella oficina no hubiera cambiado mucho desde entonces... Imaginó a Jasmine sentada en el lugar de Carol... Jasmine sobre su máquina de escribir... La cabeza oscura de Jasmine contra el papel crema descolorido de la pared. ¿Qué la llevaría a emprender el vuelo, a abandonar sus planes tan bien trazados y a su hermano?
—¿Ha visto alguna vez a su hermano Theo? —preguntó, siguiendo el hilo de sus pensamientos.
—Sólo cuando se murió la tía y nos ocupamos de sus papeles. —Se encogió de hombros y el movimiento ciñó la tela sobre sus generosos pechos—. Él no sirvió de mucho... Claro que era sólo un niño, no tendría más de diecisiete o dieciocho años entonces. Tal vez eso lo explique todo.
—¿Explicar qué?
Carol White bajó la vista a sus dedos entrelazados, cuyas esmaltadas uñas rosa estaban emparejadas como amantes.
—¡Vaya, ya he hablado demasiado! Hace mucho tiempo, y no recuerdo muy bien. Creo que el señor Rawlinson tuvo que encargarse de todo: del entierro, de la venta de la casa... Theo estaba deshecho, casi histérico. Parece natural, pero entonces me resultó un comportamiento extraño; a la mayoría de los jóvenes que obtienen bastante dinero para ser independientes les cuesta parecer afectados.
—No sabía que May Dent hubiera dejado tanto a Theo.
—Bastante, pero creo que Jasmine tuvo el dinero a su cargo hasta su mayoría de edad. —Se irguió, repentinamente expeditiva en sus movimientos, como para dar a entender a Kincaid que había terminado la entrevista—. El señor Rawlinson no tardará. ¿Quiere esperarlo?
—No, creo que usted me ha sido de más ayuda.
Kincaid se puso en pie y ordenó la silla, alineando con precisión las patas con el límite de la gastada alfombra. Cuando le tendió la mano, Carol White se la apretó y dijo:
—Siento mucho lo de Jasmine, de verdad.
—Gracias —dijo gravemente, y ella sonrió, borrando de su rostro parte de su desconsuelo.
—Señor Kincaid. —Él ya estaba en la puerta y se volvió—. No es verdad lo que he dicho de que no haya pensado en Jasmine todos estos años. La envidiaba, pensaba en lo elegante que debía de ser su vida, mientras yo me había quedado aquí llevando una existencia convencional... Siempre me he sentido un poco cobarde. —Encogió los hombros de forma imperceptible—. Quizás no haya estado tan mal, al fin y al cabo.