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Jasmine Dent apoyó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. La morfina recubre la mente como el terciopelo de un melocotón, pensó adormilada, y sonrió levemente ante la metáfora. Por un rato flotó entre el sueño y la vigilia, consciente de los sonidos lejanos que entraban por la ventana abierta, así como de la luz del sol que fluía a través de los pies de su cama, pero incapaz de levantarse.
Sus primeros recuerdos eran de calor y polvo, y la prematura calidez de esa tarde de abril conjuraba olores y sonidos que bailaban en su mente como espectros perdidos. Jasmine se preguntó si las lentas, largas horas de su niñez seguirían encerradas en alguna celda de su cerebro, esperando estallar sobre su conciencia con la lucidez que se atribuye a los recuerdos de los moribundos.
Había nacido en la India, en Mayapore, hija de la disolución del Imperio británico. Su padre, un funcionario menor, había transcurrido la guerra en un despacho oscuro. En 1947, optó por quedarse en la India y mantenerse con su pensión del ICS[1].
De su madre tenía pocos recuerdos. Cinco años después del nacimiento de Jasmine, había dado a luz a Theo y murió tan discretamente como había vivido. No dejó más que una leve fragancia de rosas inglesas que en la mente de Jasmine se mezclaba con el golpe de los postigos al cerrarse y con el zumbido de los insectos.
Un peso suave en la cama devolvió a Jasmine a la conciencia. Levantó la mano y hundió los dedos en el pelo mullido de Sidhi, abrió los ojos para mirarse la mano, las articulaciones nudosas, frágiles puentes de piel y músculos. El cuerpo del gato, una mancha negra sobre la colcha de un rojo anaranjado, vibró contra su cadera.
Al cabo de un rato, Jasmine hizo una última caricia a la lustrosa cabeza del gato y se incorporó con dificultad, sentándose en el borde de la cama, y se palpó automáticamente el catéter del pecho. Instalar una cama de hospital en su salón había eliminado la claustrofobia que había sentido al verse confinada durante largas temporadas en el pequeño dormitorio. Rodeada por sus cosas, con el ventanal abierto sobre el jardín y el sol de la tarde, la reducción de su mundo se le hacía más soportable.
Primero tomaba el té, luego lo que pudiera aprovechar de la comida que le dejaba Meg, y después se acomodaba para pasar la tarde delante de la tele. Un plan con pocos estímulos, que daba el mismo peso a cada acto; era la técnica que había adoptado para llegar al final del día.
Se levantó haciendo palanca sobre la cama y fue arrastrando los pies hasta la cocina, envuelta en los colores brillantes de un caftán indio de seda. Nada de insulsas franelas británicas, aunque ahora los pliegues del caftán le caían como ropa colgada a secar. Algún accidente genético la había dotado de un aspecto más exótico de lo que le correspondía por su parentesco inglés: el cabello y los ojos oscuros y un trazo delicado la habían convertido en objeto de burla entre sus compañeras inglesas de la escuela que habían permanecido en Calcuta. Pero ahora, con el cabello oscuro muy corto y los enormes ojos en el delgado rostro, se la veía delicada, y a pesar de su enfermedad, más joven de lo que era.
Puso la tetera a hervir y se apoyó en la repisa de la ventana, descorrió el pestillo y se asomó al jardín de abajo.
Sus expectativas se cumplieron: el comandante, con las tijeras de podar en mano, patrullaba por el jardín del tamaño de un sello vestido con su uniforme de ancho jersey gris y pantalones de franela, listo para atajar cualquier ramita insubordinada. Levantó la cabeza y saludó con las tijeras. Jasmine le invitó: «¿Una taza de té?». Él asintió y ella volvió junto a los fogones para llevar a cabo, cuidadosamente, el ritual de la preparación del té.
Jasmine sacó los tazones hasta los peldaños que bajaban de su piso al jardín. El comandante vivía en la planta baja y consideraba el jardín como su territorio. Duncan, el vecino de arriba, y ella eran sólo espectadores privilegiados. Las tablas del peldaño superior chocaron contra sus huesos cuando se sentó.
El comandante subió ágilmente y se sentó a su lado, aceptando el tazón con un gruñido.
—Precioso día —dijo, a modo de agradecimiento—. Esperemos que dure. —Dio un sorbo al té, al tiempo que se le escapaba un pequeño silbido entre el bigote—. ¿Ha estado bien hoy?
La miró un momento de reojo y luego volvió a observar la profusión de narcisos y tulipanes.
—Sí —respondió Jasmine con una sonrisa, pues el comandante era un hombre de pocas palabras en cualquier circunstancia. Sus breves comentarios equivalían para él a un monólogo, y aquella pregunta era la única referencia que hacía siempre a su enfermedad. Bebieron en silencio, absorbiendo el calor del té tanto como el del último sol de la tarde que penetraba en sus pieles, hasta que Jasmine dijo:
—Me parece que nunca había visto el jardín tan bonito como esta primavera, comandante. ¿Soy yo, que aprecio las cosas más estos días, o de verdad está más bonito este año?
—¡Mmmm! —masculló él, hundido en su taza, y se aclaró la garganta para desempeñar la difícil tarea de responder—. Puede ser. El tiempo ha sido favorable. —Frunció las cejas y pasó los dedos por el borde de las tijeras, comprobando que no hubiera óxido—. Aunque los tulipanes casi se han pasado ya.
No iba a permitir que los tulipanes duraran más allá de su apogeo. Al primer pétalo que cayera, el comandante haría rodar cabezas con un misericordioso y rápido tijeretazo.
Jasmine torció la boca al pensarlo: lástima que nadie pudiera hacerle ese favor a ella. Sola, se había echado atrás en la decisión final, no sabía si por cobardía o por valor. Y Meg... había sido demasiado pedírselo a Meg, no había tenido ningún derecho de pedírselo a Meg. Jasmine se preguntó cómo pudo ocurrírsele esta idea.
Hoy Meg había llegado más acongojada aún que de costumbre, con la amplia frente fruncida por el dolor. Jasmine puso todas sus fuerzas en animarla, y todo el rato sintió la ironía de la situación: era ella quien se estaba muriendo, al fin y al cabo, pero era Meg quien necesitaba que la tranquilizara con dosis de paliativos.
No podía explicarle a Meg el cálculo que había hecho, en algún momento, entre quedarse dormida la pasada noche y despertarse esa mañana. Sólo sabía que había cruzado algún meridiano en su rápido progreso hacia la muerte. El dolor había dejado de aterrarla y, con la aceptación, había llegado también la habilidad para soportar y saborear cada momento, además de una extraña y nueva satisfacción.
El sol se hundió detrás de la cuadrada casa victoriana de enfrente, y la piedra perdió el color pasando del oro al gris en un abrir y cerrar de ojos. Jasmine notó el aire helado sobre su piel, y oyó el lejano rumor del tráfico de Rosslyn Hill, prueba de que la vida seguía arremolinándose a su alrededor.
El comandante se puso en pie con un chasquido de rodillas.
—Será mejor que termine. No queda mucha luz.
Se agachó para tirar de Jasmine y ponerla en pie con la facilidad con que levantaría un saco de tierra.
—Y usted entre, no vaya a coger frío.
Jasmine casi se echó a reír ante la absurdidad de coger frío, como si una circunstancia exterior pudiera compararse con los estragos con que se debatía su cuerpo, pero dejó que él la acompañara dentro y enjuagara las tazas.
Cerró la puerta del jardín tras él, así como los postigos, pero vaciló unos minutos antes de correr los estores. La luz desaparecía sobre los tejados, y las hojas del abedul del jardín temblaron en la brisa de la noche. Desde la terraza de Duncan se podría ver la puesta de sol sobre el oeste de Londres. Ese privilegio le costaba caro, pero había sido muy amable de compartirlo con ella varias veces antes de que las escaleras la derrotaran.
Duncan... aquello tampoco lograba explicárselo muy bien a Meg, al menos sin herirla. No había querido que Meg lo conociera, había preferido mantenerlo separado del resto de su existencia, separado de su enfermedad. Meg la cuidaba con tanto celo, observando el progreso de cada síntoma, controlando los cuidados y la medicación como si la enfermedad de Jasmine fuera una responsabilidad personal. Duncan le traía el mundo exterior, rudo y amargo, y si tenía que ver con la muerte, al menos tenía poco que ver con la suya.
Cuando suspiró y bajó los estores, Sidhi se frotó contra sus tobillos. De todas formas, diferenciar entre Duncan y Meg no tenía mucho sentido. Si Meg se había sumergido en su enfermedad, su enfermedad también la convertía en una perspectiva inofensiva en su amistad con Duncan: la historia mujer mayor-hombre joven era imposible; una moribunda no resultaba ninguna amenaza.
Lo encontraba un hombre contradictorio, a la vez reservado y atractivo, y nunca sabía qué se podía esperar de él.
«¿Te apetece un helado esta noche?» podía preguntar con su sorna habitual y un resto de su acento de Cheshire, a pesar de los años en Londres. Entonces subía por Rosslyn Hill hasta Häagen-Dazs y volvía jadeante y alegre como un niño de seis años. Aquellas noches la engatusaba con juegos y charlas, y le infundía una energía que ella pensaba que ya no poseía.
Otras noches parecía encerrarse en sí mismo y se conformaba con sentarse tranquilamente a su lado a la luz parpadeante de la televisión, y ella no se atrevía a romper su reserva. Tampoco se atrevía a depender demasiado de su compañía, o eso se decía continuamente. Le sorprendía que él pasara tanto tiempo con ella, pero antes de que su mente pudiera divagar en busca de una razón, la acallaba, por miedo a que ésta fuera la lástima. Se incorporó lo más rápidamente que pudo y se acercó a la nevera.
La comida que Margaret le había dejado resultó ser un curry vegetal, que Meg tenía por nutritivo. Jasmine logró dar algunos bocados, pero le pareció más fácil olerlo y darle vueltas con la lengua que tragarlo, pues el olor y el sabor le recordaban tan vivamente su infancia como su siesta. Una acumulación de coincidencias, se dijo, raras, pero insignificantes.
Se adormiló frente a la televisión, atenta, en parte, a la llamada de Duncan a la puerta. Sidhi entornó los ojos ante la luz cegadora blanca y azul y se puso a amasarle el muslo con las patas. ¿Qué sería de Sidhi? Ella no había previsto nada, no había sido capaz de disponer de él como de un mueble. Su hermano Theo no soportaba a los animales, el comandante se quejaba cuando Sidhi excavaba en los lechos de flores, Duncan lo trataba con cortés indiferencia, Felicity lo acusaba de antihigiénico y Meg vivía en un cuarto alquilado en Kilburn con una casera a la que pintaba feroz; las perspectivas no eran prometedoras. Tal vez Sidhi sabría buscarse la siguiente vida sin la intervención de ella. Una vez ya había tenido mucha suerte, pues ella lo había salvado de un cubo de basura cuando era un gatito esquelético de seis semanas.
Volvió a divagar hasta que se despertó sobresaltada y se dio cuenta de que el programa que estaba viendo había acabado. Se preguntó si, a medida que aumentara la dosis de morfina, pasaría más ratos sin conocimiento, como la recepción de una tele defectuosa. No sabía si le importaría.
Caía la noche, y Jasmine se preguntó si, al fin y al cabo, su decisión sería la mejor, pero sabía que una vez cruzada la línea invisible no habría camino de retorno.
* * *
Duncan Kincaid surgió de las entrañas de la estación de metro de Hampstead y la claridad lo hizo parpadear. Dobló la esquina de High Street y los colores se desplegaron ante él con una fuerza casi física. Todo Hampstead parecía haber salido en mangas de camisa para dar la bienvenida a aquella mañana de primavera. Los compradores, si tropezaban, sonreían en lugar de gruñir, los restaurantes habían improvisado la instalación de mesas en las aceras, y el olor del café recién hecho se mezclaba con los humos de los tubos de escape.
Kincaid bajó la cuesta, indiferente al ambiente efervescente. El café no le atraía, sentía el sabor del agua sucia en la boca de tanto beber en tazas de aguachirle, le picaban los ojos por culpa del humo de los cigarrillos ajenos, y la resolución del caso le consolaba poco tras una noche de trabajo tan larga y tan triste. El cadáver de una niña hallado en un campo cercano, el crimen que acusaba a un vecino, quien, cuando fue interrogado, había confesado entre sollozos que no pudo evitarlo, que no había querido hacerle daño.
Kincaid sólo tenía ganas de lavarse la cara y de echarse de cabeza a la cama.
Cuando llegó a Rosslyn Hill, una pizca del humor primaveral se le había contagiado, y al ver al florista de la esquina de Pilgrim Lane, se detuvo en seco sobresaltado. Jasmine. Quería pasar a verla anoche —lo hacía siempre que podía—, pero no tenía suficiente confianza para llamarla y excusarse, y ella nunca le echaría en cara que no hubiera ido a verla.
Compró freesias, pues recordó que a Jasmine le encantaba su fragancia embriagadora.
El silencio de Carlingford Road parecía intenso viniendo de las calles principales, y a la sombra de su edificio el aire todavía era frío como de noche. Kincaid pasó por delante del comandante, que subía los peldaños de entrada a su planta baja, y recibió el esperado «¡Mummm, osdías!» y un brusco gesto con la cabeza en respuesta a su saludo. Sólo después de varios meses de reconocerse con un gesto, Kincaid, intrigado por la placa de bronce en la puerta del comandante, aventuró una pregunta respecto a la H delante de Keith. El comandante había desviado la mirada por encima de la cabeza de Kincaid, alisándose el bigote, y por fin, murmuró: «Harley». No volvieron a mencionar el tema.
Oyó los golpes en cuanto estuvo en el hueco de la escalera: primero fueron unos golpecitos suaves, luego un repiqueteo más apremiante. Una mujer alta, con una sofisticada media melena de color caoba con canas en las sienes y traje de chaqueta oscuro de buen corte, se volvió hacia él en cuanto apareció en el descansillo de la puerta de Jasmine. La habría tomado por una abogada de no ser por la bolsa que llevaba.
—¿No está? —preguntó Kincaid mientras se acercaba.
—Tiene que estar. Está demasiado débil para salir sola. —La mujer observó a Kincaid y por lo visto decidió que le sería útil. Tendió la mano y se la estrechó con vigor—. Soy Felicity Howarth, la enfermera. Vengo cada día a esta hora. ¿Es usted vecino?
Kincaid asintió.
—Vivo arriba. ¿Estará bañándose?
—No, la ayudo yo.
Se miraron por un momento y un chispazo de miedo se encendió entre ellos. Kincaid se volvió y aporreó la puerta.
—Jasmine! ¡Abra! —Escuchó, con la oreja contra la puerta, y se volvió hacia Felicity—. ¿Tiene llave?
—No. Todavía se levanta sola por la mañana y me abre. ¿Y usted?
Kincaid sacudió la cabeza, reflexionando. El cierre era muy sencillo, un botón estándar, barato, pero sabía que Jasmine tenía cadena y cerrojo. ¿Los habría echado?
—¿Tiene una horquilla? ¿Un clip?
Felicity rebuscó en el bolso y sacó unos papeles sujetos con un clip.
—¿Esto sirve?
Él le puso el ramo de flores en la mano a cambio del clip, torció las puntas y se volvió hacia la puerta. Al cabo de unos segundos de hurgar, la cerradura hizo un chasquido, el sueño de cualquier ladrón. Kincaid giró el pomo y la puerta se abrió sin problemas.
La luz se filtraba en la estancia a través de los estores de papel de arroz bajados sobre las ventanas. La casa estaba en silencio, a excepción de un zumbido proveniente de algún lugar cerca de la cama de Jasmine. Kincaid y Felicity Howarth avanzaron hasta los pies de la cama en un movimiento casi sincronizado, sin hablar, pues algo del silencio de la estancia les había sellado las lenguas.
El cuerpo que yacía en un remolino de colores estaba inmóvil en la cama, la respiración no hacía subir y bajar rítmicamente su pecho, sobre el que se encontraba el gato, ronroneando.
Las freesias cayeron olvidadas y se esparcieron por la colcha.